viernes, 20 de mayo de 2011

36. Los delincuentes nos tocan el culo

Ocupo mi butaca de siempre. Salvides no llegó a quitar los retrovisores. Agradezco silenciosamente a Dios que se lo haya llevado a tiempo: los espejos me dan una gran seguridad. Mis ojos van y vienen del derecho al izquierdo, pero nada ocurre detrás mío. Cada patrullero se encuentra enfrascado en su propia investigación. La oficial Quintana ya no sale de su despacho, atrapada en el mundo del sexo y la droga. Iraola opera desde la oficina de Salvides, donde fijó su puesto de comando. Dirige la operación de contrainteligencia desde el terreno. Yo soy su alfil, su 007 infiltrado entre mis propios compañeros para desenmascarar al terrorista.

–Hay una bomba de tiempo oculta en la brigada –había dicho Iraola.
Cuando llegué al Departamento, algo retrasado por culpa de la testosterona, los patrulleros navegaban en silencio, concentrados en su labor. Johnny alzó la vista de la pantalla y me guiñó un ojo. Lo saludé de lejos y fui hasta el despacho de Salvides.
Me detuve frente a la puerta, para tomar aire.
Tenía brumosos temores sobre qué habría de encontrar dentro. Iraola y la oficial Quintana haciendo el amor sobre el escritorio. Rolo colgado de un arnés. Libermann en pose de Pedante declarando que yo era un monstruoso hijo de puta. Aníbal con un dedo apuntado hacia mí: él fue. La oficial Quintana con una ametralladora apuntando hacia mí: él fue. Elena en tetas, con su pequeña tanga y su rostro deformado por la mueca de asco. El bancario con un caño de plomo. Y la Mágnum de Rolo...
Tuve una ligera crisis endocrinológica y me apoyé en la puerta.
–Pase –dijo Iraola.
Afortunadamente, el subcomisario estaba a solas. Recorría de un extremo al otro el despacho de Salvides.
–¡Al fin llegó!
–Una indisposición –me excusé, sin poder apartar la vista del cpu de Libermann, en una estantería junto a pruebas de diversos casos enviadas por Investigaciones para las correspondientes pericias.
–Ay– dije.
El subcomisario no me prestó atención. Arrojó una pila de hojas sobre el escritorio.
–Vea esto.
Eran copias de pasaportes.
La confección de pasaportes se había informatizado –el propio Iraola tuvo mucho que ver en la hazaña modernista– y ya nadie debía concurrir con un juego de fotografías cuatro por cuatro. La imagen la tomaba una cámara conectada a una computadora. De igual forma, las huellas dactilares eran ingresadas por un escaner.
Un proceso rápido, confiable y limpio.
De todos modos, por impulso atávico, la División Documentación Personal había seguido registrando las huellas en tiritas de papel, lo que siempre motivó los despectivos comentarios de Iraola.
Luego de que los ciudadanos finalizaban el rápido, confiable e higiénico proceso de obtener su pasaporte en un gran salón donde decenas de computadoras eran operadas por bonitas muchachas de anteojos elegantes y largas piernas y apuestos universitarios recién graduados, en un pasillo, como mendigos de la era tecnotrónica, dos mustios agentes de la División Documentación Personal, interceptaban a los ciudadanos para embadurnarles los dedos con tinta de sello y tomar sus huellas en una tirita de papel.
Patético.

Las hojas que tenía ante mí eran copias de las primeras páginas de varios pasaportes computarizados, que quedaban en archivo.
Las fotografías eran en blanco y negro. A un lado de la foto debía estar la huella del pulgar.
No estaba. Estaba Homero Simpson.
Miré la siguiente: Pedro Picapiedras.
Seguí pasando hojas: Mickey Mouse, Tiro Loco Mac Graw, de nuevo Homero Simpson, Fritz el gato, Condorito, Patoruzú…
No pude evitar un estremecimiento al advertir entre ellas una caricatura del Hombre Araña.
–Alguien –Iraola se aclaró la garganta–. Alguien entró a los archivos y reemplazó las huellas dactilares por personajes de historieta. En las copias de todos los pasaportes.
–¿Todos?
Iraola asintió.
–Todos.
–Supongo que se repetirán...
Entornó los párpados. Trataba de seguir mi razonamiento. No había tal cosa, apenas otro comentario inconveniente. Dejé correr las hojas sujetas a mi dedo pulgar.
Levanté la vista y miré al comisario tras un aleteo de pestañas.
–Deben ser muchos, porque aquí nomás, a simple vista, encuentro varios Simpson, tres Guffy, y más de siete Tío Rico.
La boca de Iraola permanecía abierta.
–¿Muchos qué? –alcanzó a preguntar.
–Pasaportes.
–Seis millones trescientos veinticinco mil seiscientos veintiocho –Tragó saliva–. El Jefe dijo que debíamos sentirnos agradecidos de que Documentación tuviera un juego de cada huella, en papel y tinta.
En ese momento comprendí que el subcomisario se había convertido en el hazmerreír de la Plana Mayor.
Me vino como una tentación…
–¿Qué le pasa?
–Un ataque de tos –repuse.
Iraola carraspeó, recuperando un tono normal de voz. Hasta ese momento había sonado como una viejecita atrapada en una orgía de obreros de la construcción.
–Hemos sido víctimas de un atentado terrorista. Hay otro Unabomber suelto por ahí.
“Ahí” era la caótica inmensidad del ciberespacio.
–Debe atraparlo.
Había escuchado mal. Me incliné hacia Iraola.
–¿Qué?
–El caso es suyo –dijo–. Y compórtese a la altura de las circunstancias: el futuro de la Civilización Occidental está en sus manos.
–Eso es imposible.
–Hay que vengar la afrenta recibida por la Institución –se exaltó Iraola–. Por otra parte, si no descubre al hacker, me temo que estaremos perdidos. No sólo no hemos tenido ningún operativo exitoso desde aquel desagradable episodio en Vicente López... –hizo un alto, breve pero suficiente para que yo recordara a Juanjo Bellomo– sino que, como si eso hubiera sido poco, ahora los delincuentes nos tocan el culo.
–Quiere decir que...
Iraola asintió.
–Los efectivos serán redistribuidos y me temo que no habrá lugar para los PCBC. Estamos en una etapa de austeridad.
Adiós promoción, adiós empleo. Rolo y su Mágnum se erguían como emblemas de mi miserable futuro.
–¿Tengo plenos poderes? –pregunté.
Iraola asintió.
–¿Y puedo formar un pequeño equipo de colaboradores?
–Con mucho cuidado. No confíe en nadie. El terrorista puede ser uno de nosotros.
El subcomisario leía en mi mente. Pero mi mente es una caja de sorpresas.
–Hablo de personal externo –dije–. Conozco dos investigadores independientes que me merecen la mayor confianza.
Iraola torció la boca. Quería saber los nombres.
–Operarán bajo los alias de Copiloto y Mecánico –dije.
–Nombres –insistió.
–Tengo plenos poderes. Y no debo confiar en nadie. Hace exactamente dos minutos con treinta segundos que usted ha ingresado a mi lista de sospechosos.

Consulta para Hermosilla: ¿Cuál es la relación del hipotálamo con las conductas autodestructivas?

Pero Iraola es un pelotudo muy sanmartiniano. O viceversa. Como sea, asintió con pesados cabeceos.
–¡Muy bien! –exclamó–. No hay que confiar en nadie, sin excepciones
Siguió asintiendo mientras finalizaba el cruce de los Andes. Luego pareció recordar mi presencia
–Le interesará esto.
Fue hasta el escritorio de Salvides y encendió la computadora.
–La mantengo desconectada por precaución –explicó–. Con diez minutos que esté encendida basta para que el hacker haga un estropicio.
Llegué a su lado y miré por sobre su hombro en el momento en que aparecía el fondo de pantalla: el Hombre Araña empuñando su poderoso armamento.
–Es repugnante –dijo Iraola.
–Ignoraba que Salvides tuviera esas aficiones.
Iraola dio un respingo.
–¡Él no colocó esto!
Claro que no. La pantalla del inspector siempre había conservado el mismo fondo, un racimo de nubes sobre el cielo azul. Jamás se había atrevido a cambiarlo, temeroso de provocar algún desastre universal.
–Ya le dije que Salvides jamás vio el e mail.
Quedé boquiabierto. Iraola había girado hacia mí y me pareció adecuado fingir sorpresa.
–Sí –prosiguió– Esto estaba en el mail: “Podrás dejar de quererme, pero olvidarme jamás”. Y lleva firma: “Carlos S. Libermann, Doctor en Filosofía”.
Me aproximé a la pantalla.
–¡No puede ser!
Le expliqué quién era Libermann.
–Y su esposa acaba de suicidarse –dije.
–¿Ese doctor Libermann? –Los ojos de Iraola brillaban como los de un conejo–. ¿Y dice usted que es nuestro hacker?
Me alcé de hombros.
Iraola se volvió hacia la estantería.
–Ahí tengo el cpu de Libermann. Lo envió Investigaciones.
Le pregunté si había comunicado a Investigaciones el asunto del e mail. Me miró mudo de horror. Que la Brigada Internet estuviera siendo enloquecida por un hacker era equivalente a que el cuartel general de la Guardia de Infantería fuera asaltado por un trío de delincuentes infantiles.
–Tenemos que averiguar qué sabe Investigaciones. Le preguntaron por mí, ¿verdad?
Iraola asintió.
–Entonces me presentaré espontáneamente. Del interrogatorio tal vez pueda extraer alguna conclusión.
–¡Buena idea! –exclamó Iraola.

Si, debo consultar a Hermosilla. Pero no responde a mis llamadas.

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