miércoles, 30 de marzo de 2011

30. Modelando genes

Abro la página del Eubios Ethics Institute:

“Debido a los rápidos avances en el campo de la genética molecular es en la actualidad posible la aplicación de la terapia genética. Esta consiste, básicamente, en reemplazar por genes correctos aquellos genes defectuosos que están provocando la enfermedad”.

Genes correctos por genes defectuosos. Tranquiliza saberlo.

Abrí los ojos, sobresaltado. La llave del calabozo sonó exactamente igual que la corredera de una automática. Supe que era el fin: me habían dejado más o menos entero, apenas un par de golpes en los riñones cuando me bajaron del patrullero, para este preciso momento de supremo sadismo. Sábato habría finalmente conseguido salir del estupor y ahora me aguardaba en una piecita de los fondos de la comisaría, con un electrodo en cada mano.
Cerré los ojos.
–A ver, Hardy, arriba. El comisario quiere conocerte.
¿Quién era Hardy? Espié a través de las pestañas. El agente estaba de pie en el vano de la puerta, con las manos en la cintura.
–Vamos, gordo, arriba. No te hagás el remolón porque la vas a pasar mal.
Aunque hubiera veinte a mi alrededor siempre sabría quién es el gordo.
Me senté y eché una ojeada al calabozo. No había nadie más fuera de Libermann. Seguía tendido en el asiento, cubierto hasta la nariz con su marchito saco de casimir inglés, tan rígido como una víctima del Vesubio. Sólo sus ojos parecían vivos, agrandados por el terror a la próxima erupción.
–El comisario debe querer reírse con las aventuras de Ernesto Sábato.
–¡Cállese!
La noche anterior yo había informado al oficial de guardia sobre las actividades de su subordinado. No me había tomado en serio. Y comentó el caso con el resto del personal. Ahora este imprudente se disponía a repetir mi declaración a voz en cuello, en presencia de Libermann.
El imprudente avanzó un paso dentro de la celda.
–¿Me vas a pegar?
Carajo, me encontraba en la situación de un killer del Far West. Había sentado de una trompada a un policía y ahora todos sus compañeros pretendían desafiarme. Hice un gesto de desconsuelo que bien podría interpretarse como una negativa y me puse de pie.
–Vamos –dije.
El imprudente se interpuso en mi camino.
–¿No me vas a pegar?
–Déjeme pasar.
–Pasá.
Pasé.
–Pirulo...
Me volví hacia Libermann.
–…por favor –dijo– no hagás más cagadas.
Asentí: Libermann tenía razón. Ayudé al imprudente funcionario policial a ponerse de pie.
–Vamos.
–Sí, sí –dijo el imprudente funcionario policial.
Me precedió al despacho del comisario, abriéndome paso.
El comisario era un rubio con pinta de gerente de marketing de una trasnacional. Conversaba con Iraola.
–Los dejo solos –dijo el comisario con una sonrisa. Iraola no sonreía. Yo tampoco.
–¿Qué carajo está haciendo? –escupió Iraola.
Era una pregunta retórica porque sin darme tiempo a que le explicara lo de Sábato me cubrió de insultos. Algunos, como “monstruo infame”, “cerebro de mosca” o “bestia anormal”, si bien no me resultaron novedosos, tenían al menos el justificativo de la disfunción glandular. Pero "borracho", "vicioso" o "pederasta" estaban completamente fuera de lugar. En primer término, porque no era verdad que yo hubiese querido sodomizar al inspector Salvides –¡la versión había llegado hasta los oídos del mismísimo Jefe!– y segundo, porque aun de haber sido el caso –agregué imprudente– Salvides estaba lejos de ser un suave y cándido efebo en condiciones de sucumbir a los ardores de un gordo libidinoso.
Un pequeño microbio recorría los laberintos del cerebro de Iraola devorando hasta la última partícula de cordura, posiblemente un efecto secundario del ácido lisérgico. Interpretó mis palabras como le dio la gana.
–Quiere decir que si Salvides fuera joven...
–No.
–...y hermoso...
–Eso sería imposible.
–...usted...
La situación me estaba causando gracia. Ya saben como es eso, me dejo llevar.
–Debería también ser lampiño –dije con una sonrisa– y tener pectorales lo suficientemente desarrollados, como para asirse, al estilo Isabel Sarli. Y un culo como el de mi hermano.
–El de su hermana... –intentó corregir Iraola.
–No, mi hermano está en mejor forma.
Iraola se puso violentamente de pie. Se tambaleó al alzar el bastón por lo que su golpe cayó bastante lejos de mi cabeza, destrozando un bonito portaplumas obtenido por el comisario a cambio de algún acto de corrupción extraoficial.
El comisario abrió la puerta del despacho.
–¿Qué está pasando?
–Rompió el portaplumas.
Señalé los restos del soborno. Un error, pues el siguiente bastonazo de Iraola me acertó en la mano.
–Cálmese –dijo el comisario.
Le había hablado a Iraola, pero Iraola parecía ahora más tranquilo, casi satisfecho se diría. Era yo quien saltaba en el despacho restregando mi mano entre las piernas.
–Mastúrbese ahora –dijo Iraola con resentimiento–. Como si ya no hubiera hecho bastante.
El comisario se volvió hacia mí. Parecía auténticamente horrorizado.
–Eso no es verdad –expliqué– me acaba de pegar con el bastón. Usted lo vio. Además, rompió su portaplumas.
–Yo ya no creo ni en lo que veo ni en lo que escucho. Primero usted con esa historia de que el cabo Galíndez es Ernesto Sábato. Y de que se aparece en la pantalla mientras usted patrulla. ¿Qué carajo puede patrullar un PCBC?
Abrí la boca para responder pero Iraola me silenció.
–¡Chitón! –ordenó– Esa es información reservada. Una palabra y no sale de cárcel por quince años. Está en el contrato –añadió, tratando de amedrentarme.
Lo consiguió.
Al comisario no le gustó mucho la idea de que hubiera información a la cual no podía tener acceso.
–¿Qué patrulla?
–Mis labios están sellados.
–Mejor así –dijo Iraola–. De todos modos, no sé que será de usted después de lo que hizo.
El comisario nos miraba alternativamente, sin comprender muy bien que ocurría. ¿Acaso yo había hecho algo más que pegarle al cabo Galíndez?
–Se quiso coger al inspector Salvides en un velorio –explicó Iraola.
Primero había sido Hilda López Vázquez. Ahora Salvides. No era posible que todo volviera a comenzar una y otra vez. Me eché a reír, una reacción nerviosa típica del hipotiroidismo. Iraola la tomó por jactancia. Ya se sabe: cree el ladrón que todos son de su condición.
–Se acabó. Mañana mismo procederé a anular su contrato.
La rueda del tiempo había dado un giro completo y me encontraba nuevamente en el punto de partida, a un paso de buscar alojamiento en casa de Rolo. Ahora que había descubierto sus secretas inclinaciones sadomasoquistas la perspectiva era menos halagüeña que nunca. No creí que pudiera soportarlo. Cualquier noche a Rolo se le daría por colgarse del arnés para que le azotara su redondo culo de muchachita. O algo peor. Rolo era capaz de cualquier cosa. Lo supe la noche en que me amenazó con el cañón de la Mágnum.
¿Habría limado la mira?

Una vez que los agentes consiguieron inmovilizar a Iraola, empeñado en silenciar mis carcajadas a bastonazo limpio, el comisario me envió a la sala de guardia, donde el propio Ernesto Sábato me devolvió mis efectos personales.
–Ya nos volveremos a ver, gordo de mierda.
El diagnóstico del doctor López Vázquez ya era de dominio público. Una gravísima falta de ética que denunciaría a la brevedad al Colegio Médico. Pero ahora debía ocuparme de Sábato. Apreté los dientes.
–Como te me vuelvas a aparecer en alguna red voy a venir a buscarte, hijo de puta.
Sábato hizo una sonrisa canchera, pero creo que logré preocuparlo.

Ya en la calle aspiro el fresco aire de la mañana. Los paraísos en flor siguen oliendo a azahar.
¿A mis múltiples padecimientos debo ahora agregar las alucinaciones olfativas?
No puedo dejar de pensar en el momento de llegar a casa para entrar a neurociencia. Pero recuerdo a Hermosilla. Le haré una consulta. Es el único médico en quien confío: no tiene ninguna vinculación con el doctor López Vázquez. Ni con Libermann.

A propósito: Libermann quedó detenido, en averiguación de antecedentes.
A propósito bis: tengo su llavero. Ernesto Sábato me lo dio por error.