jueves, 27 de enero de 2011

25. Un giro inesperado

Conseguí abrir otro de los archivos de la oficial Quintana, un informe sobre los integrantes de la patrulla, de unos meses atrás. Es una muchacha perspicaz: comienza mostrando preocupación por el equilibrio emocional de Salvides. Lo tilda además de mojigato y obtuso. Bien por Carola.
Esta chica cada día me gusta más, pero quisiera saber para quién trabaja. Dudo que sea para Iraola, que está en condiciones de apreciar por sí mismo lo que ocurre en la Brigada, aunque últimamente casi no viene a patrullar. Y sigue con una sonrisa tan deslucida que da pena verlo. Si hasta me siento culpable por haberlo involucrado en el caso Libermann. Lo hice sin pensar, llevado vaya uno a saber por qué oscuros sentimientos. O presentimientos.
Verán, no puedo quitarme de la cabeza la idea de que el subcomisario tiene algo que ver con la foto de Rolo que encontré en los archivos de Carola. Porque es Rolo, tiene que serlo. Estoy seguro. La abro todos los días y la reviso minuciosamente tratando de encontrar algún detalle que me confirme su identidad, pero no puedo apartar mis ojos de su redondo culo de muchachita, tan parecido al de Elena. Y siento vahídos. Antes de caer al precipicio.
A veces me rebelo contra mi presentimiento. No puedo creer que mi hermano, mi propio hermano, mi idolatrado hermano, el hijo de puta que desguazó mi avión y lo arrojó pieza por pieza a la calle para después prenderle fuego, sea el sadomasoquista que se deja fotografiar colgado de un gancho mientras es azotado por una rubia de largas piernas oculta tras una máscara de Batman para que miles de enfermos mentales tengan vahídos por culpa de su culo de muchachita y caigan al precipicio, y todo eso. En fin, que mamá volvería a morir si supiera qué hago mientras miro la fotografía de Rolo, porque es Rolo, tiene que serlo. Estoy seguro.

Olvidé mencionarlo: mamá murió. El propio Rolo vino a avisarme. No llevaba la máscara de cuero y tenía el trasero cuidadosamente oculto por un pulcro pantalón de franela gris. Me desconcertó un poco, porque el pantalón era holgado y probablemente había olvidado meter el pañuelo dentro del calzoncillo pues se veía plano como un maniquí de tienda. Cuando lo descubrí en mi espejo retrovisor izquierdo me pareció un perfecto desconocido, lo que de por sí resultaba muy extraño: en nuestra sección está vedada la entrada a cualquier persona ajena a la Brigada, fuera de Iraola y el Jefe, naturalmente. Pero no existe nada capaz de detener a Rolo cuando se propone algo. Y esta vez se proponía algo: darme la mala noticia.
Antes, se cruzó con la oficial Quintana. La vi en mi retrovisor derecho salir de su despacho. Vestía uniforme y, aunque se había quitado la chaqueta, sus pechos seguían teniendo una forma perturbadora. Llevaba el pelo recogido en un rodete y estaba muy maquillada, tal como prescribe el reglamento.
Desapareció de mi retrovisor derecho y se corporizó en el izquierdo, junto a Rolo, que hizo una inclinación de cabeza y le dirigió una de esas sonrisas deslumbrantes que estremecían a mamá. Carola se ruborizó, bajó los párpados y siguió su camino.
Rolo vino hacia mí. Apoyó una mano en mi hombro.
–Murió mamá.
Sus ojos se llenaron de lágrimas. Supongo que mamá debió haber significado mucho para él. Su congoja me entristeció, realmente. Lo vi de pronto convertido en un niño, con el rubio mechón cayéndole sobre la frente, consentido por mamá. Y eché un sollozo.
Rolo me apretó el cuello, a su manera viril y sadomasoquista.
–Yo sé que vos también la querías mucho –dijo.
–Sí –mentí. O creí hacerlo: me encontraba atrapado en un culebrón venezolano y me costaba discernir con claridad.
Como hermano mayor, Rolo se sintió en la obligación de consolarme.
–También sé que en el fondo de su corazón acabó por perdonarte.
Me cubrí la cara con las manos.
–¡Pobre mamá! –exclamé.
Mi cabeza cayó sobre el teclado de la computadora. Un guionista demente me dictaba los próximos pasos porque a continuación me puse de pie.
–¡No puede haber muerto!
–Calmate –dijo Rolo.
–¡No!
Me desembaracé de su abrazo, levanté el teclado en el aire y lo estrellé contra el monitor. Hubo un chisporroteo.
–¿Qué hice, Dios mío?
–Rompiste la computadora –sugirió Rolo.
Me tiré de los pelos.
–¡Maté a mi madre!
Giré en redondo. Todos los integrantes de la brigada se habían vuelto hacia mí. Salvides, asomado a la puerta de su despacho, tenía una mueca de horror. Más atrás alcancé a ver el rostro de la oficial Quintana. Ella fue, de ahí en más, mi único público.
Me dejé caer de rodillas y abrí los brazos en cruz.
–¡Maté a mi madre!
Comencé a arrastrarme hacia el centro del salón.
–¿Por qué no habré muerto yo, al nacer? ¿Por qué nací, Dios, por qué?
Los patrulleros convergieron a mi alrededor, menos Salvides, que continuaba petrificado en la puerta del despacho.
–Soy una babosa que no merece vivir – insistí, rodeado de un bosque de pantalones. A lo lejos, Salvides asentía con pesados cabeceos. Unos metros más adelante, algo alejadas del resto, pero avanzando en mi dirección, alcancé a distinguir las piernas enfundadas en las oscuras medias de nailon. Tuve un vahído.
–Tragedia y tristeza, es todo lo que he provocado en la vida.
La oficial Quintana, al fin y al cabo la única de los presentes que contaba con algo cercano al instinto maternal, apoyó una mano en mi cabeza.
–Tranquilizate –dijo.
Se hincó a mi lado. Su falda subió hacia la mitad del muslo. Me asomé al precipicio y apoyé la cabeza en su regazo.
–Tranquilo.
Pasaba suavemente la mano por mi pelo, consolándome, como a su pequeño bebé.
Me hizo muy feliz.