domingo, 21 de noviembre de 2010

20. Su mejor amigo

Nueva receta de la doctora Zúbar:

Desde hace centenares de años las raíces de la Rhodiola rosea L. poseen fama de ser un poderoso estimulante, lo que las ha convertido en un ingrediente muy utilizado para diversas pociones de amor, también conocidas como “privorotnoye zelje”.

Tomo nota: “Privorotnoye zelje”, “Privorotnoye zelje”

El legendario príncipe ucraniano Danila Galitsky (siglo XVIII), quien poseía una considerable reputación debida a sus notables hazañas sexuales, solía decir que obtuvo su vigor de “la raíz dorada de los Cárpatos”.
La raíz es mayormente utilizada bajo la forma de una bebida alcohólica llamada “nastojka”. Las raíces frescas son mezcladas con un 40 % de vodka y conservadas por lo menos durante una semana en un lugar oscuro.
Una cucharadita de nastojka luego del desayuno, almuerzo y cena provoca, al cabo de 2 o 3 semanas, extraordinarios efectos tanto en hombres como en mujeres.
Recientemente fue aprobada oficialmente como medicamento ucraniano. Su uso y aplicaciones son semejantes al del ginsén.


Extraordinarios efectos. Me gusta eso.

Libermann me llamó por teléfono. Le había dado el número de la Brigada, no el de mi casa. Muy poca gente conoce el número de mi casa. Menos aún la dirección. No figuro en la guía, ya saben, por razones de seguridad. Presenté la solicitud a la compañía de teléfonos apenas se creó la Brigada. En papel membrete de la Policía Federal, con la firma del Jefe. Impresiona, si usted ignora que todo lo que entra y sale de la Institución lleva Su firma. Es una formalidad: el Jefe firma cualquier papel que le lleven sus asistentes. Pero únicamente ellos. No puede ir cualquiera hasta su puerta y decirle: “Jefe, firme acá”. Los papeles le llegan por la vía orgánico-administrativa, a eso me refiero. Luego de hacer un largo periplo escalafonario. El puntapié inicial lo da el jefe inmediato. En mi caso, Salvides.
Ceremonial no había alcanzado a retirar los arreglos florales dispuestos para la inauguración de las computadoras cuando ya Salvides tenía mi solicitud sobre el escritorio. Era su primer acto como jefe de Brigada y estudió el papel con detenimiento. No era para tanto: tres líneas solicitando a la compañía de teléfonos que me eliminara del listado público de abonados. Abultaba más el encabezamiento que el texto propiamente dicho.
–¿Usted quiere que su número no figure en la guía?
Eso, precisamente, decía la nota. Por las dudas se la pedí y le eché un vistazo.
–Sí –dije–. Está escrita en español.
El rostro de Salvides se tiñó de morado. Me arrebató el papel y le estampó su firma.
Desde ese momento supe que nuestra relación no sería todo lo cordial que es deseable esperar, pero mi número no figura en guía.
Y Libermann se vio obligado a llamarme a la Brigada. Atendió Johnny.
–Ché, Gordo –gritó cubriendo el micrófono con una mano. Lo miré por el retrovisor izquierdo mientras continuaba patrullando paranoia.com–. Acá hay uno que pregunta por vos. O por el comisario Meneses.
Carcajadas generales.
Le arrebaté el auricular.
–Es Libermann –susurré.
–Oh –dijo Johnny.
Era Libermann. Sonaba desesperado.
–Tenés que ayudarme, Pirulo. Me escribió el Hombre Araña.
–Mejor lo hablamos personalmente.
–Sí.
–Pero no en tu casa.
–¡No! ¡En mi casa no!
Eso acababa de decirle. Otro con el mismo síndrome que Salvides. Debía tratarse de un virus.
–¿Te sentís bien?
Para nada. Estaba dispuesto hasta a hablar con Meneses. Le dije que no se lo recomendaba y nos citamos para esa misma tarde en una confitería de la calle Florida.
Fuimos con Johnny, aunque por separado. Insistió en conocer a Libermann: al fin de cuentas era nuestro objetivo número uno. Supongo que acepté más que nada para que no me mareara con lo de los objetivos y los pájaros. Además, me daba cierta seguridad. Libermann podía estar tendiéndome una trampa. Aparecer con Sara, por ejemplo.
Llegué a la cita temprano, con tiempo suficiente para tomar un whisky a solas. Necesitaba darme valor, prepararme para lo que pudiese ocurrir. Me encontraba en plena operación y no precisamente a cubierto, en el anonimato del ciberespacio.
Me tranquilizó ver entrar a Johnny, casi al mismo tiempo que Libermann. Johnny se detuvo en la puerta y echó una mirada general al salón. Libermann caminó directamente hacia mí, tropezando en el camino con un mozo, y se sentó a la mesa. Traía un portafolio. Johnny, un libro. Lo acababa de comprar. Se ubicó en una mesa a mis espaldas.
–Esto es terrible –dijo Libermann.
Estaba agitado. Tenía flojo el nudo de la corbata, desprendido el primer botón de la camisa y el moco en su solapa parecía el escudo de una extraña cofradía.
–¿Tomás algo?
Me miró con desconcierto. Después asintió.
–Un whisky.
Yo ya había liquidado el mío y pedí dos. Es sabido que los gastos corren por cuenta del cliente.
–Esto es terrible –insistió Libermann.
No iba a facilitarle las cosas.
–Antes que nada –dije– tenés que decidir si esto...
–Es terrible.
Hice un movimiento circular con la mano.
–Me refiero a esto, entre nosotros.
Libermann me miró expectante.
–¿Preferís que sea oficial o... extraoficial?
Preguntó qué diferencia había.
–Muy simple. Si es oficial debo dar parte al juez.
–¡Al juez!
Sí, había un virus.
–Soy un auxiliar de la Justicia –afirmé con empaque de escribano público.
El rostro descompuesto de Libermann era un espejo de su mente. Por su mente cruzaban las horribles consecuencias de su paso por el juzgado, el acoso periodístico, el escarnio de sus colegas, el divorcio, la soledad, la locura, la muerte. Y al final, en La Tablada, en el sector del cementerio destinado a las putas y los macrós, una sola persona despidiendo sus restos, su viejo amigo de juventud, yo, Pirulo.
–Extraoficial –dijo Libermann.
Asentí.
–Bien, vamos al grano.
Libermann abrió la boca, seguramente para decir lo terrible que era todo, cuando una sombra se materializó junto a la mesa.
–El doctor Libermann, presumo...
Y sin darle tiempo a responder, Johnny le alcanzó el libro.
–¿Tendrá inconveniente en dedicarlo? Es para mi novia, ¿sabe? Una gran admiradora suya.
Libermann tomó el libro, aturdido. Era su novela histórica sobre la máquina de coser. Lo abrió en la primera página. En la solapa había una fotografía suya, en su consabida pose de Pedante.
–Este hombre es un genio –evidentemente Johnny se dirigía a mí, pero no me animé a mirarlo a la cara.
Libermann ya tenía en su mano una estilográfica con capuchón dorado.
–¿Para quién...?
–Ponga “Para Carola, con amor”.
Me atraganté. Libermann vaciló.
–No me parece correcto...
–Por mí, no se haga problemas –dijo Johnny–. No soy celoso, en realidad.
Libermann parpadeaba, todavía indeciso.
–Si lo fuera, imagínese –Johnny volvía a dirigirse a mí–. Carola admira tanto al doctor...
Libermann apoyó por fin la pluma, que inició un pomposo recorrido sobre la hoja, en tanto Johnny seguía con su parloteo.
–Ella ya tiene este libro, pero muy manoseado ¿sabe? Lo lleva todo el tiempo consigo, hasta cuando va al baño. Y se queda horas ahí.
Los anteojos de Libermann estaban empañados de transpiración. Estampó su firma y le alcanzó el volumen a Johnny.
–Me parece que se masturba –dijo Johnny.
Comencé a toser. De todos modos escuché a Libermann preguntar débilmente:
–¿Quién...?
–Mi novia. ¿Quién va a ser? Y voy a confesarle algo, doctor.
Libermann boqueaba.
–Estaba muy preocupado por eso –dijo Johnny con voz aterciopelada–. Pero ahora, que lo conocí a usted, en persona, la comprendo perfectamente. En su lugar, yo haría lo mismo
Se inclinó sobre Libermann y le besó la mejilla.
–Adiós.
Lo vi alejarse con paso elástico rumbo a la puerta mientras Libermann se restregaba el pómulo.
–¡Me mojó! ¡El hijo de puta me mojó con la lengua!
Aclaré mi garganta.
–Es el problema de ser popular. Bien, volvamos a lo nuestro.
Libermann asintió.
–¿Otro whisky? –pregunté.
Nuevo asentimiento.
–Algo raro pasa con vos.
Libermann continuaba dando cabezazos como un boxeador al borde del knock out.
–Es terrible –dijo al fin–. Me escribió el Hombre Araña. Me parece que averiguó lo que pasa entre su mujer y yo. Ya sabés, las fotos.
–¡Ah! Con las que te hacés la paja.
Libermann miró a los costados.
–Bajá la voz, Pirulo.
Bajé la voz.
–¿Es la de internet?
–Sí, pero hace un tiempo empezó a mandarme e mails. A mí, personalmente. Y con fotos. ¡No sabés qué fotos!
No, yo no sabía.
–Dedicadas. “With my love…
Libermann se detuvo. Tenía los ojos muy abiertos.
–...Caról... ¡El tipo del autógrafo!
Se puso de pie.
Miré a mis espaldas. Libermann me había contagiado su nerviosismo. Desde ya, Johnny había desaparecido hacía rato. Y por la puerta de calle.
–¡Era el Hombre Araña! –exclamó.
Logré tranquilizarlo. Y pedí dos nuevos whiskys que el mozo trajo con reticencia.
–El Hombre Araña es un actor porno.
El mozo me miró de reojo.
–¿Y no viste lo que hizo? –chilló Libermann–. ¡Me chupó toda la cara! Aunque no sé –agregó pensativo–. No tenía un culo como el del Hombre Araña.
El mozo fue hacia la barra e intercambió algunas palabras con el cajero. El cajero no nos sacaba la vista de encima.
Sugerí que sería mejor irnos.
–¡No a mi casa! –Libermann seguía chillando–. Sara no te puede ni ver. Te culpa de todo lo que me está pasando.
Me llevé las manos al pecho.
–¡¿A mí?!
–Disculpala Pirulo, ella no sabe lo de Caról.
Bueno, siendo así debía mostrarme magnánimo.
–Tranquilizate. Yo te voy a ayudar.
Libermann comenzó a moquear. Se arrepentía de haberse burlado siempre de mí, que yo no era un gordo imbécil de genes defectuosos, sino su amigo. Su mejor amigo. Su único amigo.
Casi me emocionó.