martes, 3 de agosto de 2010

6. La tanga de Elena y el primer ACV de papá

Ilícito en Bangkok. En asiansex.com, una banda de traficantes ofrece un listado de niños para recreación sexual alternativa. Hay un esbozo de ejemplo de muestra y prometen catálogo, pero resulta imposible avanzar mucho más allá sin hacerse socio. Se trata de un procedimiento sencillo: usted les envía su número de tarjeta de crédito y una orden de pago por 9,95 dólares. A cambio, goza de libre acceso a toda la información ofrecida, que es mucha. Y atroz.
Lo llamo a Salvides. Está escandalizado.
–¡Pero si serán hijos de puta! –exclama.
Este hombre me desconcierta.
–¿Qué esperaba? Son delincuentes.
–Sí. Hacen mucha alharaca con internet pero para entrar a cualquier sitio interesante hay que ponerse como un otario.
Odia internet.
De todos modos, autoriza el pago. Y entro.
Sin comentarios.

No puedo creer que durante todos estos años Rolo haya pensado que yo realmente violé a la señora López Vázquez sobre la pista de baile. Él estaba presente y tuvo que ver lo que pasó. Sin embargo, creyó en la versión de Aníbal.
La versión de Aníbal llegó a ser la Versión Oficial del Barrio. Se trata de un magnífico ejemplo del efecto del rumor sobre las mentalidades simples y retorcidas, como la de Rolo. O la de Salvides. Son de esa clase de gente que no puede con la realidad. Por eso hacen caso a versiones, y recurren a los informantes.
Un informante es un criminal que delata a sus colegas.
No debe pensarse que sus motivos tengan relación alguna con el amor a la ley, el orden y la seguridad pública. Nada más alejado de los móviles de un informante. Como todo vendedor, el informante le dará a usted algo únicamente a cambio de un estipendio. O un favor.
La mentalidad criminal es retorcida, pero compleja. Policías como Rolo o Salvides, capaces de dar más crédito a lo que les dicen que a lo que ven con sus propios ojos, son juguetes en manos de las mafias.

Iraola se da cuenta de las limitaciones de Salvides. Me escuchó en silencio mientras patrullábamos, asintiendo de tanto en tanto, con grandes cabezadas. Otro en su lugar me hubiera echado una monserga sobre las jerarquías, la línea de comando y todo eso. Iraola, no. Es amplio, comprensivo, descontracturado. Sin embargo, no sospecha que Salvides se encuentra al borde del descontrol nervioso. Dejé esa parte del informe para otra oportunidad, para cuando hayamos decidido qué hacer con la oficial Quintana. Prefiero estar en manos de un psicótico desacreditado que en las de una histérica decidida a destruirme.
Tampoco le informé sobre la exportación de niños. Quintana no me había dado la menor oportunidad de ponerla al tanto y no quería que Iraola la llamara para levantarla en peso. Podría salir a la luz lo de la torta.

–¿Cómo terminó el tumulto?
Iraola se refería a la trifulca en la red boquense. Llegó un momento en que la red se había transformado en un saloon del oeste. Todos peleaban contra todos, partiendo cabezas a botellazos y deshaciendo sillas de utilería.
–Escribí: “Maradooo...”. Santo remedio.
Iraola apartó la vista de la pantalla y me miró con aprobación.
–Beto Beep es suyo –dijo–. Sígalo.

A la noche dormí como un lirón. Pero antes, incentivado por el recuerdo de la Versión Oficial, volví a tener fantasías con la señora López Vázquez. La idea de que pretendía quitar mi mano de su sexo para gozar plenamente de mi pirulín aterciopelado me provocó una pequeña erección.


Ilícito en sexcom. Archivos de bestialismo. Dos mujeres y un pony, perros, gansos y una serpiente pitón.
Para entrar a la página hubiera debido pedir autorización a Salvides, pero ya no soporto sus escenas. Es deprimente trabajar bajo las órdenes de un tipo al que uno se ve permanentemente obligado a consolar pues el mundo resulta demasiado para él.
Le dejaré el caso a Iraola. Puede disponer a su antojo de la partida presupuestaria de la brigada y calculo que el tema será de su interés. El otro día miré por sobre su hombro: patrullaba Dark Site Story, un club de sadomasoquistas.

No les conté cómo terminó el asunto, la otra noche, en casa de Rolo.
Imagínense.
Marilín seguía el infamante monólogo de mi hermano con creciente interés. Sus ojos extremadamente abiertos le daban ahora la apariencia de muñeca inflable a punto de estallar.
–¿En serio se cogió a esa pobre médica en el casamiento de tu hermana...?
Su boca seguía siendo una roja y húmeda O.
–No era médica –farfullé, como hacen los criminales. Farfullan.
Rolo me arrojó contra la pared y se volvió hacia ella con el aire desafiante y atormentado de un alumno del Actor’s Studio.
–No sabés qué vergüenza...
Marilín lo abrazó. Me pareció que Rolo había empezado a lagrimear pero no pude prestar mucha atención. Por sobre su hombro Marilín me echaba una larga y pensativa mirada. Después, su cabeza desapareció lentamente y sus manos bajaron por la espalda de Rolo hasta posarse en sus redondas nalgas de muchachita.
Nunca antes había advertido hasta que punto el culo de mi hermano se parecía al de una vedette.
Me puse de pie como pude, me acomodé las ropas y salí del departamento.
–Chau, gordito –escuché decir a Marilín mientras cerraba la puerta.

No se trata únicamente de Rolo: todos los policías operativos imitan a Marlon Brando, menos Iraola. Es cierto que ya no es operativo, pero no creo que haya cambiado tanto desde que le volaron la rótula. Cojea, claro, pero yo me refería a la apariencia general de los policías operativos, esa expresión de indolencia, los modales bruscos y distraídos, la postura del cuerpo, con los hombros cargados, como si se dispusieran a sacar un cross. Iraola, en cambio, parece un muñequito con defectos de fabricación. Su cabeza tiene la forma de una sandía aplanada. En la parte plana algún gracioso le dibujó una cara. En síntesis, nada que ver con un sex symbol. Ni siquiera aquí, donde tipos que deben ponerse en puntas de pie para levantarse una cuarta del suelo pasan por irresistibles fornicadores.
Por “aquí” no debe entenderse la Brigada, ni la División Computación, ni siquiera el cuerpo de la gloriosa Policía Federal Argentina, sino el inmenso magma que intento proteger del delito y que desde siempre se extendió, amenazante, más allá del café de mi juventud. Eso que se llama “La sociedad”. Tiene un poco del café, pero también algo de la escuela, y del barrio y el hogar. Lo peor de cada uno, en sobredosis.
Yo ya lo había adivinado cuando me aventuraba hasta Avenida La Plata y Vernet y desde el camión playo del verdulero, donde viajaba la hinchada de San Lorenzo, me descubrían mirando revistas en el kiosco.
–¡Pirulo...! –llamaba uno.
Al principio me volvía sonriente hacia el camión para agitar mi mano en alto, como las estrellas de Hollywood.
–¡Se la come! –coreaba la barra.
Con el tiempo dejé de saludar.

“Mientras mi cuerpo sigue su camino mi mente se hunde más y más en el pasado”
Lo escribió Flaubert, en una carta dirigida a su mamá.
Yo no podría hacerlo. Primero, porque mi madre jamás abriría una carta mía. Segundo, en mi pasado, en nuestro pasado, estaba la señora López Vázquez, tirada en el piso de la pista de baile.
Mamá soñaba con eso. Y despertaba por las noches chillando como la propia señora López Vázquez.
Nunca tuve oportunidad de decirle: “Mamá, soy apenas un niño de pubis sonrosado. Jamás podría hacer daño a la señora López Vázquez”.
Ya no era su bebé. Había dejado de serlo a los diez años, cuando subí a la balanza en la farmacia de Asamblea y Senillosa y pesé setenta kilos.
Mamá volcó todo su amor en Rolo, que, como primogénito, recibía también una cuota del amor paterno. Una parte pequeña, en realidad, pues a medida que pasaban los años papá se obsesionó más y más con Elena y llegó a hacerle escenas de celos, como un verdadero novio.
De buenas a primera, sin que papá ni yo supiéramos cómo había llegado a ocurrir, mi hermana se volvió muy sexy. Eso decían en el café. Los comentarios de los muchachos me llenaban de orgullo y, de una manera casi mágica, Elena me contagiaba su popularidad, que iba incrementándose al mismo ritmo que la medida de su busto.
Papá se daba cuenta, porque no era ningún tonto ni estaba loco, que eso del Borda no pasaba de ser un chiste estúpido. Y rumiaba sus celos con una botella de tinto, bebida en solitario, acodado a la mesa de la cocina.
Una noche le arrancó el vestido. Como lo oyen. Decía que era inmoral. Elena quedó todavía más inmoral, con sus delgados brazos apenas cubriendo una pequeña porción de sus pechos. Los brazos de Elena eran del grosor de mis muñecas.
Yo estaba presente de casualidad: había ido a la cocina para hacerme un sándwich de mortadela. Imaginen el estado de obnubilación de papá que ni siquiera pudo esperar unos minutos, hasta que yo acabara con el sándwich, para representar Su Gran Escena.
Creo que los dos mirábamos con la misma expresión estúpida la escueta tanga turquesa que Elena no encontraba modo de cubrir, porque tenía las tetas al aire y apenas dos brazos del grosor de mis muñecas y papá agitaba en el aire su vestido inmoral.
El pobre jamás había llegado a imaginar lo que encontraría debajo.
Fue su primer accidente cerebro vascular.
ACV, así lo llaman. Una sigla a la que acabamos por acostumbrarnos.
Comenzó como “Papá tuvo un ACV”. Con el tiempo, de tanto hablar con los médicos adoptamos su jerga y acabó siendo “Papá hizo otro ACV”, como si el pobre cretino hubiera tenido alguna responsabilidad en el asunto.
No era así. El primero lo provocó la tanga turquesa de Elena. El segundo, mi inolvidable show con la señora López Vázquez. Luego de eso, comenzó a fabricar acevés en serie para reemplazarme, definitivamente, como Monstruosidad Familiar.
Hasta el momento en que papá quedó convertido en una marioneta babeante, yo fui el Accidente de la familia.

La noche del primer ACV, mientras esperábamos al médico y mi hermana practicaba una incestuosa respiración artificial en la mueca despectiva que desde entonces mi padre llevaría en la boca, fui a mi cuarto con el vestido de Elena. Me planté frente al espejo y lo coloqué delante de mi cuerpo. Apenas me llegaba al ombligo. Lo juro.
De no haber sido por la rápida llegada de los médicos hubiera pensado en él como El Arma Homicida.
También estaba la tanga, claro.
Es curioso tener que llegar a la edad adulta para comprender cuanto se parecían los culos de mis hermanos.
Qué horror