sábado, 23 de octubre de 2010

17. El secreto de Japón

Margo, la de Canarias, es una ninfómana polimorfa indiscriminada, no me cabe ya ninguna duda. Volví a encontrarla mientras patrullaba una red coreana encubierto como Aikiro Tanaka, ingeniero japonés de la Toyota Co.
La Toyota Motor Corporation o, más sencillamente, Toyota Jidosha Kabushiki-gaisha, es una empresa multinacional japonesa, lo que constituye una flagrante contradicción en los términos. Pero eso carece de importancia. Lo que viene al caso es que los japoneses, tanto los multinacionales como los simplemente japoneses, son grandes importadores de materia prima, que a su vez vuelven a exportar ya elaborada, con mucho valor agregado. Ese es el secreto de su prosperidad.
Por ejemplo, toman una famélica cultivadora de arroz de cualquiera de sus satélites del Extremo Oriente y en un chasquear de dedos la convierten en diosa de asian.sex.
En general son menores, niñas apenas púberes.
Entregar las hijas mujeres a los señores poderosos es una milenaria costumbre oriental. O ahogarlas de pequeñas.
Los tiempos modernos han traído algunos cambios benéficos. Y las niñas son ahora profesionales del sexo, fabriqueras o –convenientemente desguazadas– productoras de piezas de recambio.
Ya saben, yo sigo tras la pista de los traficantes de órganos. Es mi Acción Altruista del año. Pero no confío en la oficial Quintana, en especial desde que se exhibe en pelotas en la Home Page de Robin.

Es un chiste, claro. Aunque cada vez que abro esa página no dejo de impresionarme.
Parece mentira, tan modosita. Una mosquita muerta.
Atrapada en la tela del Hombre Araña.
Otro chiste.
Me río, mucho. No puedo parar, hasta que por los retrovisores advierto que todos los patrulleros giraron en sus asientos y me miran con curiosidad.
Salvides se asoma a la puerta del despacho.
Cu-cú. Cu-cú.

Como les decía, patrullaba Corea cuando tropecé con Margo. No bien la vi parlotear en grupo recordé nuestro encuentro en el salón privado de la red Ole y se me endurecieron los pezones. Como lo oyen. Pero me recobré al punto: mi cobertura era Aikiro Tanaka. A los ingenieros japoneses no se les endurecen los pezones, por si quieren saberlo.
Entré en la conversación.
Sayonara, soy Aikiro. Me pueden decir que hora es ahí???
Inmediatamente Marga respondió que las seis, pero en Canarias, lo que en Corea podía significar cualquier cosa. Carecía de importancia. Quiero decir: ¿qué utilidad puede tener para un japonés saber la hora de Canarias?
Pero de diálogos idiotas están abonadas las Grandes Pasiones.
Hubo una especie de flechazo, la combinación química de los bytes de que les hablaba anteriormente. Y fuimos al cuarto privado. Y consumamos.
Después fumamos. Yo, un enorme Romeo y Julieta Churchill del mejor tabaco dominicano. Ella, marihuana. Era un ilícito, ya saben: tenencia de drogas. Ese es el ilícito. El consumo, en cambio, está permitido. Ustedes se preguntarán: ¿cómo consumir sin antes haber tenido? Misterio legislativo.
Me abstuve de reportar a Margo, ya que andaba detrás de peces más gordos. Terminamos de fumar y salimos del cuarto privado, pero Margo no tardó en volver, esta vez acompañada de Rocky, un rosarino semianalfabeto, lleno de faltas de ortografía. Y Braulio, un brasilero fálico.
Menage a trois. No es un ilícito.

Un par de días después todavía me ardía la cara por el cachetazo de Sara. Bastó que yo mencionara el nombre de Aníbal para que saltara como un resorte.
Aníbal Lequerica. La última vez que lo vi, antes de irse al extranjero, fue cuando la novia de Rolo, el propio Aníbal, y yo vomitamos en seguidilla, aunque en orden inverso, sobre la alfombra del departamento de Rolo. Aníbal y yo, exactamente debajo de la mesa de comedor. La chica, de pie, todavía junto a la puerta.
Rolo avanzó hacia ella con el Mágnum en ristre. Vi como se tensaban los músculos de su espalda y temí lo peor.
–¡Limalamira!
Me apuntó con el Magnum.
–Vos– dijo.
Mis esfínteres estaban a un tris de una vergonzosa dilatación.
–Te vas inmediatamente de acá. No quiero volver a ver tu horrible cara de cerdo –Así, como lo oyen. Luego añadió–: Y te llevás a ese delincuente antes que le vuele la cabeza de un tiro.
El delincuente era Aníbal, que chapoteaba debajo de la mesa.
Rolo echó los hombros hacia adelante o lo que fuera que hiciese para endurecer sus pectorales. Parecían una coraza debajo de su estrecha remera de algodón. Luego giró hacía la chica, estremecida por el llanto contra la puerta de entrada.
–¿Te sentís bien? –preguntó en un tono extrañamente dulce.
La chica meneó la cabeza.
–No.
Y se estrechó contra él.
–Esos cerdos... –dijo con su vocecita de pájaro.
A mis espaldas escuché una nueva gargantada de Aníbal.
Las mejillas de la chica se inflaron. Sus ojos, bañados en lágrimas, parecían a punto de saltar de las órbitas. La blanca y estrecha remera de Rolo quedó rociada de chizitos, maníes y verdes trozos de aceituna que en conjunto, y desde mi ángulo visual, tenían la encantadora apariencia de una ensalada Waldorf.
Esa fue la última vez que vi a Aníbal. Nunca más había sabido de él.

La indignada reacción de Sara al oír el nombre de Aníbal me llamó la atención. ¿Qué vínculo podía unirlos? ¿Acaso había regresado y visitaba a los Libermann? Me vino una furia...
Me sentí traicionado, ya saben. Aníbal había sido mi gran amigo, mejor amigo, el único ser viviente en toda la superficie del planeta que me había dado pelota. Y ahora prefería a Libermann. Aunque... –no pude evitar sonreír, no pude– tal vez su vínculo no fuera precisamente con la rama masculina del matrimonio Libermann...
Me sonreí para mis adentros, con discreción, modoso y circunspecto como buen patrullero, pero ¿cómo averiguar la verdad?
De nada valdría interrogar a Sara. No era cuestión de ponerla sobre aviso. Todavía no tenía planes concretos respecto a ella, pero eso era cuestión de tiempo. Mi imaginación vuela y, casi sin proponérselo, se remonta hacia las inconmensurables alturas de la genialidad.
La risa había dejado de ser discreta y me hacía temblar la panza. Ya no pude contenerme:
–¡Aníbal viejo y peludo nomás!
Miré por los espejos retrovisores. Todos los patrulleros se habían vuelto hacia mí. Salvides volvió a asomarse a la puerta del despacho.
–¿Qué carajo pasa acá?
Hice una seña con la mano, dando a entender que había sido apenas un intrascendente exabrupto y entré a paranoia.com.