jueves, 22 de julio de 2010

3. Todo empezó con la torta de Bob

Ilícito en geocities.com: diagrama para la construcción de una bomba neutrónica. “Detónela sin miedo –dice–. Su computadora seguirá funcionando pero su suegra desaparecerá como por encanto”
¿Será un chiste?
Nunca estoy seguro. Y esto se ha convertido en un verdadero problema: la mayoría de las cosas me suenan a broma. Tengo un sentido del humor tan desarrollado que a veces pienso si no estará reemplazando a algún otro. Como los ciegos, que acrecientan hasta niveles inimaginables el tacto y el olfato.
Para Johnny, mi sentido faltante es el Sentido Común.
Esa sí es una broma, claro. Y me río.

Johnny es uno de los patrulleros jóvenes. Su verdadero nombre es Carlos Alberto, pero le decimos Johnny porque ese es el nickname que usa con más frecuencia.
A propósito, Salvides odia que digamos “nickname”.
–¡Alias! –aúlla– ¡Los delincuentes tienen alias!

Johnny se perforó el lóbulo de la oreja. Y lleva un arito con un diamante. Es auténtico. Mucho me temo que un día de estos un arrebatador lo deje como a Van Gogh.
La primera vez que salió a patrullar con el arito, Salvides tuvo un pico de presión. Le inició un sumario y amenazó con rescindir su contrato.
“Falta grave al decoro”.
Consulté en Legales y, efectivamente, es causal de rescisión. Tuve que interceder ante Iraola.
El subcomisario captó la idea al instante.
–Salvides –dijo con la mal disimulada impaciencia con que un director de teatro puede dirigirse a un actor tartamudo–, estos muchachos son detectives, Salvides. Y están en una operación encubierta. ¿Entiende lo que eso quiere decir?
Salvides parpadeaba, sin atinar a una mínima defensa.
–Quiere decir –prosiguió el subcomisario– que no pueden andar por la internet pegando palazos como si irrumpieran en una manifestación opositora. Su misión es infiltrarse en el mundo del delito. ¿Comprende, Salvides? Pasar de-sa-per-ci-bi-dos.
Con esa compulsión al sadismo que le había adivinado durante nuestro primer tête a tête, Iraola había dejado abierta la puerta del despacho de Salvides, de manera que todos podíamos ver y escuchar lo que ahí sucedía.
Iraola se volvió y nos encañonó con su bastón.
–¡De ahora en más –gritó–, no quiero que ninguno de ustedes parezca, ni remotamente, un policía! No haremos fracasar una operación encubierta por el prurito estético de un pelotudo.
Tuve que dejarme crecer el pelo.

Siguiendo al pie de la letra las instrucciones de Bob, preparé el pastel de cannabis. Absoluto fracaso.
Bob es un enfermo. O tiene estragado el sentido del gusto. Suele suceder que los adictos únicamente obtengan placer de su compulsión: el resto del mundo les importa un comino. Pero lo de Bob era exagerado y su receta resultó horrible. Con la adecuada cantidad de azúcar y esencia de vainilla podría haber sabido aceptablemente, pero Bob estaba muy ansioso y olvidó los pequeños detalles. Hubo que preparar de apuro un kilo de crema chantilly para disimular el gusto a mierda. Lo curioso es que no podíamos dejar de comer.
Cuando acabamos con la torta teníamos una sed de locos, por lo que también dimos cuenta de mi reserva de vino blanco y de un par de botellas de Grants. Todo esto tuvo la virtud de relajarnos un poco, crear un clima más distendido que el de la oficina, pero no lo suficiente como para que la oficial Quintana se desprendiera el soutien. Íbamos bien encaminados, no crean, aunque en ningún momento mostramos apuro, como si el globo terráqueo hubiera disminuido su velocidad de rotación y todo funcionara en cámara lenta.
Me pareció que Janis Joplin era lo adecuado. Conservo un long play de vinilo, algo rayado por el uso y el maltrato. Contribuyó a “crear un clima”.
Cuando la oficial se libró del holgado sweater que usa durante las misiones operativas, pude comprobar que el efecto perturbador de sus pechos no era provocado por el diseño de la chaqueta policial. También que mis fantasías no estaban descaminadas: el soutien era azul marino.
Tomamos más tragos. Nadie mostraba urgencia ni planeaba saltar ya mismo sobre la oficial Quintana para arrancarle las pocas prendas que le quedaban. Al fin se derrumbó en el sillón, profundamente dormida.
Luego de unos minutos, Johnny y yo intercambiamos una mirada de complicidad. Y empezamos a reír. Todo nos parecía muy divertido. Johnny se puso de pie, se tambaleó hasta el sofá y durante un tiempo que, aun de habérmelo propuesto, en mi estado hubiera sido incapaz de precisar, permaneció observando a la oficial Quintana. Al fin se inclinó sobre ella y pasó las manos debajo de su espalda, buscando la presilla del soutien. La oficial hipó.
Johnny se irguió lentamente y giró hacia mí. Tenía la cara y el torso cubiertos de pedacitos de la torta de Bob nadando en una baba de crema chantilly.
No podíamos parar de reír.
Después dormí a pata suelta, casi desmayado. Cuando desperté, la oficial Quintana había desaparecido.

Johnny planea darle un par de comprimidos del éxtasis que compró a un productor de Boston, Massachussets. Le ofrecieron la representación local. Está trabajando en eso.
–Hay que desacartonarla un poco –dijo–. Esto es ideal.
Puede ser, pero habrá que planificar muy bien el asunto. No creo que la oficial Quintana acepte una nueva invitación para tomar el té en mi casa.