lunes, 7 de febrero de 2011

26. La despedida de mamá

Página de afrodisíacos de la encantadora doctora Zubar:

En el lejano oriente muchas partes del cuerpo del tigre son consideradas poderosos afrodisíacos, incluidos colmillos, sebo, hígado y, especialmente, pene, que los mamíferos, lamentablemente, poseen uno solo.
Un tazón de sopa de pene de tigre puede costar 350 dólares en Taiwan y 400 en Corea del Sur. Y tendrá maravillosos efectos: al igual que el propio tigre usted podrá hacer el amor en forma ininterrumpida ¡por casi 15 segundos!
Los bigotes del tigre son usados como afrodisíaco en Indonesia, pero en Malasia el mismo preparado es tenido por un veneno muy poderoso.
Recuerden, empero, que todas las especies de tigres se encuentran en peligro de extinción. ¿Por qué entonces no triturar espinas de puercoespín como sustituto de los bigotes del tigre? Al fin y al cabo, las espinas son mucho más rígidas y erectas.

En el velorio de mamá, una compungida Carola apenas si se separó de mi lado para ir al tocador. También quiso acercarse a Rolo, pero Rolo estaba muy ocupado velando a su verdadera madre como para fijarse en sustitutos y no le prestó atención. Carola volvió a mi lado y me tomó la mano. Pasamos más de una hora tomados de la mano. Y dormité en su hombro. Y dormitó en mi hombro. Esto se prestó a murmuraciones.
“Pirulo tiene novia”. “Miralo al gordo”. “¿No era que a ése no le habían bajado los testículos?”.
Todos cuchicheaban. Y el bancario no nos sacaba los ojos de encima. Tampoco mi hermana. Su mirada iba de Carola al bancario y del bancario a Carola. Los años habían causando estragos en las facciones de Elena, deformadas como arcilla fresca. Tenía grandes ojeras y las mejillas, derramadas hasta la altura de la mandíbula, le conferían un inconfundible aire a bull dog con hidrofobia. También enseñaba los colmillos. Eso era cuando sorprendía al bancario hipnotizado por las piernas de Carola.
El bancario había engordado de caderas y tenía más cara de imbécil que nunca, pero en líneas generales se veía mejor conservado que Elena. Las sienes canosas le daban respetabilidad y el bigote, ennegrecido a fuerza de rimel, una cierta apostura.
Nemo me impune lacessit, nemo me impune lacessit.
Me puse de pie
–Vení que te presento.
Carola debía dormitar, pues miró sobresaltada a su alrededor. Al mismo tiempo hice una seña a mi cuñado. Comprendió al instante y se echó a andar en nuestra dirección como si yo lo jalase con una piola. Carola se incorporó con un desperezo felino. Podría decir que casi llegué a escuchar el corazón de mi cuñado golpeando dentro de su pecho.
Tumba retumba, tumba retumba.
Hice las presentaciones. Carola no sabía muy bien qué era lo que estaba ocurriendo– aún seguía medio adormilada– y dejó que el bancario la besara en la mejilla. Aprovechando que no la soltaba pedí permiso para ausentarme.
–Necesito unos segundos de recogimiento –dije.
El bancario se sobresaltó, aun sin advertir que, más allá, en el centro del salón, Elena miraba hacia nosotros exhibiendo toda su ferocidad.
Pasé junto a ella haciéndome el desentendido y salí a la calle. Justo a tiempo.
Verán –y presten atención a lo que les digo–, si estamos movidos por una buena causa, a veces obtenemos la justa recompensa. Vengarme de los agravios era una buena causa. Y merecía la justa recompensa. Lo descubrí en ese instante, en cuanto salí a la calle y vi a Libermann bajar de un taxi en la puerta del velatorio: de haberme quedado en la sala un minuto más, Libermann me hubiera sorprendido junto a Caról, la amante del Hombre Araña. Me iba a resultar arduo darle alguna explicación medianamente satisfactoria.
En su infinita misericordia Dios había decidido brindarme Su protección. Después de haberme encerrado para siempre en un envase defectuoso, sin atractivos ni gracia, ni siquiera una patética simpatía, con mi vocecita de perro pequinés y un aterciopelado pirulín de preescolar, para luego arrojarme indefenso dentro de una familia de crápulas, por fin el Gran Dios se acordaba de mí. Todo, absolutamente todo era parte de Su plan. Tuve esa revelación. Yo era Su instrumento y ejecutaba Su partitura.
Libermann me abrazó.
–Pirulo, hermano.
Apestaba a alcohol. E ignoraba lo que esa clase de parentesco podía significar para él.
–Gracias por venir –dije. Una frase de circunstancia.
Libermann también se puso obvio.
–Mi pésame.
Quedamos en silencio unos segundos, mirando el tránsito. Algo debía hacer, aunque no tenía idea qué. Dios estaba de mi lado, pero no podía confiarme. Por el asunto del libre albedrío y todo eso. Cada uno es libre de cavarse la propia tumba en el infierno. Yo no quiero esa clase de libertad, me dije, yo quiero Ayuda.
Fíjense en la debilidad del alma humana que, tres minutos después de revelada, ya había comenzado a abjurar de mi Fe.
Me rehice. Dios no me perdonaría si volvía a dudar de Él. Dejemos que las cosas sigan su curso. ¿Qué podía pasarme? ¿Qué más podía pasarme?
Sentí que debía dejarme llevar, lo que no me tranquilizó en absoluto. Eso mismo me había dicho la señora López Vázquez.

–No sé bailar –balbucee sin poder apartar la vista de su escote mientras ella tiraba de mi brazo para arrastrarme a la pista.
–Escuchá la música, querido –dijo dulcemente la señora López Vázquez– Dejate llevar
Hice caso de su consejo. Y vean ustedes cómo terminó todo.

Mi problema ahora era que Libermann seguía en tren pelotudo.
–Quiero ver a tu madre –dijo–. ¿Venís?
Miré hacia el interior del velatorio donde me acechaba la desgracia. La oficial Quintana era integrante efectiva de la Fuerza. Debía llevar un arma en su cartera. Si Libermann abría la boca yo no tendría ni siquiera la oportunidad de un juicio justo.
Sacudí la cabeza. Era un consuelo saber que todavía la conservaba sobre los hombros, intacta.
–Prefiero recordarla viva.
Libermann pareció dudar. Pero el morbo pudo más.
–Será apenas un momento. Ya vengo.
Permanecí junto a la puerta del velatorio, a la expectativa, por así decirlo. En cuanto escuchara los gritos, saldría corriendo.
Pasaron varios minutos en los que recibí los pésames de perfectos desconocidos sin significación alguna para mí. Yo, en cambio, era para ellos una parte importante del pasado, una nota de color en sus tristes vidas, una leyenda. Todos me recordaban.
Un muchacho de unos 17 años se detuvo frente a mí. Su rostro no me dijo nada, como no lo dice casi ningún rostro adolescente. Todo está por resolverse. Es un campo de batalla en el que la madre y el padre luchan por prevalecer, donde todavía permanece el niño que fue y el adulto que no acaba de ser.
Ese nunca fue mi caso: luzco tan mofletudo y atontado como en mi primera fotografía.
El muchacho me sonrió.
–¡Tío, que alegría verte! Perdón –agregó, recordando el velorio.
El pobre debía hacer enormes esfuerzos para sentir alguna tristeza por la muerte de su abuela loca. Lo estreché en un abrazo, sin poder determinar si era el copiloto o el mecánico. Habían pasado tantos años...
–¡Te acordás cómo volábamos!
El copiloto. Y su admiración era sincera. Mis ojos se llenaron de lágrimas.
–Está bien, tío. Es mejor así. La pobre estaba muy mal.
–Sí, sí. –Le seguí la corriente. Era muy joven para comprender lo que sus palabras habían significado para mí.
Le di unas palmadas afectuosas en el hombro.
–Después nos vemos. Ahora andá a saludar a tu mamá.
Lo vi entrar al velatorio, preguntándome como un muchacho tan bueno podía ser el fruto de la unión de una víbora con un escarabajo. Sí, era una prueba viviente de la existencia de Dios. Y Dios estaba del lado de los justos, de los santos y los inocentes. Por ejemplo, hacía ya un rato que Libermann había entrado al velatorio y no se había producido ningún tumulto. Salió un momento después, pálido como un cadáver albino. ¿Tanto lo había afectado la muerte de mamá? Si él jamás la había visto...
Se apoyó contra mí.
–¿Qué te pasa, Lito? Reaccioná.
Lo zamarreaba con excesiva violencia, pero Libermann no protestó.
–Ahí adentro...
¿Qué había pasado? ¿Tan desfigurada estaba mi madre?
–... vi al Hombre Araña.
–¡No!
Libermann asintió.
–No puede ser –dije–. ¿Estás seguro?
–Y también está la amante, Caról. ¿Crees que podría no reconocerla?
Difícilmente, pensé, pero me dejé llevar:
–¿Vestida?
–Y claro que vestida –exclamó Libermann luego de un sobresalto. ¿Cómo querés que esté?
Me alcé de hombros. A buen entendedor…
–Y el Hombre Araña –pregunté, como para cambiar de tema– ¿vino de incógnito o con el traje?
Libermann retrocedió.
–¿Te volviste loco? ¿Cómo va a venir vestido de Hombre Araña?
–El loco sos vos. ¿Cómo sabés que es él?
A esta altura ustedes comprenderán que yo intentaba proteger a Johnny. No lo había visto en el velorio pero era posible que hubiera entrado sin que yo lo advirtiera.
–Estoy seguro –insistió Libermann.
–¿Te vieron?
–Creo que no.
–Mejor así. Ahora mostrame quienes son, pero con disimulo.
Nos asomamos a la sala. Espié por encima de la cabeza de Libermann.
–¿Ves ahí, en el rincón?
Señaló a Carola.
–¿Es ella? –pregunté.
–Sí, sí.
–¿Y el Hombre Araña?
–El que está al lado, de pantalón azul.
–¡No puede ser..!
Arrastré a Libermann a la calle.
–¿Estás seguro de haber hecho una identificación positiva?
Libermann se aterró.
–¿Me vas a llevar con el juez? Mirá que me prometiste...
–Lo prometido es deuda –lo tranquilicé–. Pero quiero saber si estás completamente seguro.
–Completamente –repuso Libermann.
Me apoyé contra la pared y me llevé las manos a la cara.
–Esto es terrible.
Libermann me miraba intrigado.
–¡No puedo creer tamaña felonía! –exageré.
–¿Qué pasa, Pirulo? Acaso...
Asentí.
–¡Lo conocés! –exclamó–. ¿Quién es?
Lo miré a los ojos.
–¿Quién es? –insistió Libermann.
–Mi cuñado.