sábado, 26 de febrero de 2011

28. Una nueva calumnia

Como una babosa, o una actriz porno en el tramo final de una larga decadencia, me había deslizado lentamente a lo largo del tronco del árbol hasta quedar desmadejado en el piso, sin fe ni yerba de ayer.
–Levantate gordo –dijo Johnny. Noté preocupación en su voz cuando preguntó–. ¿Qué te pasa, viejo?
Yo estaba destrozado. Y le conté, le conté todo. Fue imposible no mencionar a la señora López Vázquez. Y a Deseo.
–No puedo creerlo –repetía Johnny una y otra vez–. No puedo creerlo
Pero lo creía. Y a diferencia de muchos otros no se burló de mí. Apoyó una mano en mi hombro.
–Calculo que te puedo ayudar.
Lo miré como si fuera un ángel. Un Enviado, a eso me refiero.
Sacó una tira de aspirinas del bolsillo.
–Tengo esto.
Lo hubiera sentado de una trompada, pero el que estaba en el suelo era yo.
–Y esto.
Sostenía en la palma de una mano la tira de aspirinas y en la otra una calcomanía del correcaminos.
–Andá a la mierda –dije.
Johnny sacudió la mano derecha. El correcaminos apenas si se movió.
–Una muestra de ácido lisérgico que acabo de recibir de México. Tres dosis. Hay que pasarles la lengua, pero no del lado de la goma.
Me animé un poco. Aún había alguna esperanza, una lucecita al final del túnel.
–Y esto... –Johnny revoleó la tira de aspirinas– Metilenedioxim...
Me incorporé de un salto.
–Dejame ver.
Le arrebaté la tira de aspirinas.
–Dice “aspirinas”.
–Claro, si va a decir “éxtasis”…
–En serio es...
Johnny asintió con un cabeceo.
–Tendría más efecto si la administráramos con alcohol.
Salí como un rayo. A las pocas cuadras encontré un boliche que decía Drugstore. El kioskero por poco se desmaya cuando le pedí un cajón de whisky. Al fin regresé con tres botellas de whisky, dos petacas de coñac y diez litros de caña. Las vacié en un balde junto a la mitad de las tabletas. La otra mitad la distribuí entre los termos de café y el botellón de agua. Nada debía quedar librado al azar.
El brebaje tenía un gusto indefinible, con un dejo a madera e insecticida. Lo endulcé con dos paquetes de azúcar y tomé un par de vasos. Me pareció que estaba listo.
Repartir licor entre los asistentes fue un toque de distinción. Todos lo reconocieron. Lo serví en unas copitas pequeñas que encontré en el office y recorría la sala con una bandeja.
–¿Un licorcito? ¿Un licorcito?
Todo el mundo aceptó al menos una copa. A Salvides le conté ocho. Después me distraje. Carola se había levantado del sillón y se dirigía a la salita donde mamá descansaba ya sin sobresaltos. Rolo había permanecido junto al cajón durante las últimas dos horas. Carola se ubicó a su lado. La hija de puta estaba aplicando las enseñanzas del general Liddlehard. Me había usado y luego usó a mi sobrino para aproximarse a Rolo.
Ya no me cupo duda: debía ayudar a mi sobrino. Yo tenía la calcomanía en el bolsillo y me preguntaba cómo diablos hacer que la lamiera sin despertar sospechas. Ahora estaba solo: era mi oportunidad.
Antes de proceder envié a Johnny con una bandeja con licor y café, a preparar a Carola. Johnny aceptó gustoso y se dirigió a la salita. De camino, Salvides le arrebató un par de copas, pero alcanzó a llegar con la oferta casi completa.
Me desentendí del asunto y me concentré en el próximo paso. Metí la mano en el bolsillo y saqué la calcomanía. Era un poco infantil para mi gusto pero confiaba en que mi sobrino me siguiera la corriente. Yo era el tío excéntrico y divertido que fabricaba aviones en la terraza.
–¿Qué hacé, gordito?
Me di vuelta y me encontré con Marilín, la muñeca inflable.
–Servite –dije poniendo la bandeja entre nosotros.
Marilín alzó una copa. La vació de un trago.
Cuando dijo Dame Otra su boca avanzó hacia mí, redonda como una enorme sopapa, pero la bandeja nos mantenía a una distancia aceptable. Además, las copas concentraban la atención de Marilín.
Se echó al conducto una segunda
–Salud –dijo.
Pasó la lengua por el borde de los labios.
–Está riquísimo
Tenía el gusto estragado y las pupilas vidriosas. Deduje que venía de alguna fiesta erótica en un criadero de cerdos.
–Tomá un poco, gordito. Te va a alegrar.
Yo había tomado algo más de un poco, cosa de no quedar fuera de la juerga que se avecinaba, y mantenía el equilibrio a fuerza de moverme lentamente, con las morosas evoluciones de un aerostato. Marilín pretendía acelerar el ritmo.
Señalé hacia la salita
–Mirá, ahí está Rolo.
Marilín hizo un mohín imposible
–Hoy quiero jugar con el hermanito.
–Yo encantado –acerté a decir–. Y Carola también.
Bizqueó tratando de repetir el nombre. No pudo.
Volví a señalar hacia la salita.
–No se despegó de Rolo en toda la noche.
Se volvió furiosa y chocó con Salvides que venía por una nueva dosis.
–Boludo.
–Que boquita –dijo Salvides.
El diminutivo no me pareció apropiado, pero Salvides debía estar ya bastante caliente con tanto éxtasis. Se tambaleó.
–¿Se puede correr?
–Me estoy corriendo –explicó Salvides–. Me estoy corriendo.
Yo no lo dudaba.
Marilín se volvió hacia mí.
–Por favor, hacé algo. Este borracho me molesta.
Salvides trató de componer algún gesto, pero su rostro era una masilla disolviéndose en alcohol. Retrocedió dos pasos y avanzó uno. Apoyaba el índice contra su pecho pero sin conseguir articular palabra. Decidí ir en su auxilio.
–Señorita –dije–. Este señor es mi Superior.
Salvides abrió los brazos. Por fin yo reconocía la realidad.
–Gordito, no sabés cuanto te quiero –exclamó.
–¡Están borrachos los dos!
Marilín empujó a Salvides y se tambaleó rumbo a la salita donde reposaba mamá.
Salvides volvió a la carga, pero yo mantenía la bandeja delante mío, en medio de los dos. Aprovechó para tomarse otra copa. Entonces vio la calcomanía.
–¿Qué tenés ahí?
–Nada –dije–, cosas de mi sobrino.
–Dejame ver, dale.
Alargaba el brazo por sobre la bandeja, girando a mi alrededor, pero yo mantenía la mano alzada, fuera de su alcance.
–¿Oia? ¡Es el correcaminos!
Acepté que, en efecto, lo era.
–¡Que lindo! Prestámela, gordo.
Mas allá alcancé a ver que Rolo torcía el brazo de Marilín y la arrastraba fuera del velatorio. Carola quedó sola junto al féretro de mamá, mirando en mi dirección. Con sorpresa advertí que varios comenzaban a hacer lo mismo mientras Salvides giraba en torno mío, dando saltitos. Cuando comprobó que era mucho más bajo que yo y jamás podría alcanzar la calcomanía, tomó una decisión desesperada. Necesitaba un punto de apoyo y vaya a saber qué lo llevó a pensar que ése bien podría ser la bandeja. Descargó su peso en un extremo, la bandeja se inclinó, las copitas rodaron y golpearon contra el piso un segundo antes que el propio Salvides. Detrás lo hice yo, arrastrado por la bandeja, que no había atinado a soltar.
El círculo se estrechó a mi alrededor. Escuché los gritos de Salvides, aplastado bajo mi peso.
Alguien dijo “Pirulo se está cogiendo a un comisario”.
Quise aclarar que era apenas un inspector y que yo no estaba haciendo nada, más que intentar ponerme de pie. Pero resbalé en el licor y volví a caer sobre Salvides.
–¡Socorro! –gritaba Salvides–. ¡Sáquenmelon!
¿Qué melón?
Miré desconcertado hacia el círculo de caras. La boca de Carola era más grande y redonda que la de Marilín. Johnny tenía las manos sobre la cabeza como uno de los monos de la justicia. Mi sobrino aplaudía. Tuve un vahído y todo comenzó a dar vueltas hasta que Rolo me alzó de los pelos de la nuca, me arrastró a lo largo del salón y me arrojó dentro del office.
–No te mato acá mismo por la memoria de mamá.

Permanecí en el office hasta la madrugada, cuando los empleados de la pompa fúnebre aprontaron a mamá para su traslado definitivo.
Fui al cementerio en el coche de los parientes lejanos y asistí al sepelio en silencio, flanqueado por mis hermanos. Cuando echaron la primera palada de tierra me embargó la emoción. Palmee los redondos traseros de mis hermanos, tan iguales entre sí.
–Ahora que somos menos –dije– vamos a estar más unidos.
Elena me dio un carterazo.