sábado, 19 de febrero de 2011

27. Como Miss Mundo

Después de descubrir la identidad del Hombre Araña, despaché a Libermann.
–Mejor que no te vea –dije–. Mi cuñado es un hijo de puta capaz de cualquier cosa.
–Sí, sí, me imagino, pero vamos a tomar algo –rogó.
Tenía los ojos vidriosos. Se veía de lejos que necesitaba una copa.
–¡Lito, por favor! ¡Debo permanecer aquí, junto al cuerpo exánime de mi madre!
Libermann bajó la cabeza, avergonzado, dijo que comprendía y se subió a un taxi, rumbo vaya uno a saber donde. Creo que ya no tenía hogar, ni nada.

Nemo me impune lacessit. Nemo me impune lacessit

Volví al velatorio.
Carola permanecía en el sillón donde la había dejado, pero ya no en compañía del bancario sino de mi joven copiloto. Elena había recuperado a su esposo y lo arrinconaba contra el office. Su boca de serpiente escupía insultos y recriminaciones, pero ahora era su hijo quien parecía a punto de caer en las garras de la perdición. El muchacho conversaba animadamente con Carola. El bancario, sorprendido en plena lujuria por su joven hijo, le habría explicado que Carola era amiga mía. Era lo lógico. Se entiende que no iba a decirle: “Tomátelas, nene, que quiero llevarme a este bomboncito hasta un rincón oscuro para hacerle esto y lo otro”. Esa no sería una reacción propia de un padre normal, aunque mi cuñado no es un padre normal sino un hijo de puta capaz de partirle a uno la clavícula con un caño de plomo. Pero Elena estaba demasiado cerca como para correr el riesgo de que el nene le fuera con el cuento. Sí, le había presentado a Carola diciéndole “Es una amiga de tu tío”. Y ahora conversaban animadamente.
Se me paró el corazón. Se me heló la sangre. Se me encogieron las partes (esto es una consecuencia de la contracción de los vasos sanguíneos, pero nunca pude evitar que fuera acompañada de la sensación de estar volviéndome muy pequeñito): había un único tema posible de conversación entre Carola y mi sobrino: yo. Y para el muchacho, yo era un recuerdo imborrable, pero circunscrito a una única experiencia vital: su temprano paso por la aviación deportiva.
Carola llevó las manos a su boca, reprimiendo una carcajada. Ya no me cupo duda: hablaban de mí.
Carajo.
Miré con más atención a mi sobrino. Parecía capaz de cualquier cosa. Cualquiera es capaz de cualquier cosa junto a la oficial Quintana –¡si lo sabré yo!–, pero había algo en su actitud que me resultó familiar. Sus rodillas se encontraban a pocos centímetros de las de Carola, las redondas rodillas de Carola de las que ni él ni yo podíamos sacar los ojos. Entonces comprendí, claro que comprendí.
La imagen de la fiesta de casamiento se formó gradualmente en mi cabeza: la señora López Vázquez y yo en medio del salón. Volví a escuchar sus gritos, su primer chillido cuando le atrapé el pezón, llevé su mano a mi entrepierna y vi la sorpresa en sus ojos. Y el temor, cuando empezó a retroceder arrastrándome por la pista.
Ululaba como la sirena de una autobomba.
Todos se apartaron a nuestro paso y cuando caímos sobre el embaldosado formaron un círculo a nuestro alrededor. Hasta que Rolo rompió el encantamiento para alzarme de los pelos y arrojarme a la calle, cubierto de vergüenza, pero demasiado tarde para evitar que mis padres iniciaran su lento recorrido hacia la apoplejía y la locura.

Vi las rodillas de mi sobrino rozar las de la oficial Quintana. Era la fuerza de la sangre, la carga genética contenida en cada una de las células, las mías y las suyas, ambos con la misma defectuosa combinación cromosomática, programada por una Razón Misteriosa para provocar el desastre.
Y lo amé. Amé a mi sobrino en ese instante. Amé lo que había mío en él y, por primera vez, me amé a mí mismo. Toda la vida me había visto con los ojos de los demás. Ahora, por fin, tenía la oportunidad de reconocerme en otro, con mis propios ojos.
“Bendito seas, Señor”, me dije –recuerden que me había vuelto creyente–. Y a continuación pensé: “Este chico va a necesitar mucha ayuda”.
Yo había contado con los mozos que me atiborraron de cerveza, y el ambiente propicio de una fiesta, y los escotes, las minifaldas y los mamelones desnudos de la señora López Vázquez revelándose a través de la tela de su vestido de satén, o seda. Mi copiloto, en cambio, debía llevar a cabo su hazaña en un velorio. Porque lo suyo sería una hazaña. Superaría al viejo y querido Capitán Deseo: tocar las tetas de la esposa de un médico no sería nada comparado a la violación de una oficial de policía en el velorio de la abuela loca.
Cada generación prevalece sobre su predecesora. Los alumnos superan a los maestros. En eso radica el progreso de la Humanidad. Pero si cada época no albergara al menos un réprobo capaz de traicionar a sus contemporáneos transmitiendo el fuego de la verdad a los inexpertos, el progreso sería imposible. Y ese era yo, Prometeo, el maldito de los dioses, el partero de la historia, el tío cómplice y divertido.
Justo en ese momento Johnny entró al velatorio. Su llegada resultaba tan oportuna que me pareció predestinado a formar parte del Plan. Tanto era así que no tuve necesidad de llamarlo: en cuanto me vio, solo en medio del salón, vino hacia mí, exactamente como lo había hecho mi cuñado, como si lo atrajese con una piola. Mi mente era poderosa, irradiaba una fuerza magnética irresistible. Los objetos y las personas se movían a mi alrededor obedeciendo a mi voluntad.
Me estrechó la mano.
Sus palabras me desconcertaron.
–Lo siento –dijo.
Lo increpé
–¿No vas a ayudarme?
Ahora el desconcertado era él.
–Te daba el pésame. Tu mamá...
Mi mamá, cierto. Me rehice y le expliqué El Plan.
–Con una gotita de LSD en el café... –sugerí.
Las pupilas de Johnny brillaron.
–Estás loco.
No hice caso de sus palabras. Sus ojos decían lo contrario. Y los ojos son el reflejo del alma, ya es sabido.
–Vamos a terminar en cana –argumentó– Y saltará lo del Hombre Araña. Imaginate.
Yo acompañaba sus palabras con impacientes cabeceos de negativa.
–Vos y yo en un calabozo, a merced de Iraola –insistió Johnny–. Y Salvides. Imaginate.
Ahora asentí.
–¿Eso es lo que querés? –se horrorizó–. ¡Iraola te va a hacer mierda!
–Libermann estuvo acá –dije–. Identificó al Hombre Araña.
Johnny sufrió una lipotimia. Se apoyó en mi hombro. Tuve que tranquilizarlo explicándole que Libermann había abandonado el velatorio mucho antes de su llegada y que de ningún modo podía haberlo reconocido. Su nerviosismo me decepcionó: lo hacía un espíritu abierto, más propenso al riesgo y la aventura. Debió darse cuenta de mi desencanto, pues sus objeciones comenzaron a hacerse más débiles. Y se volvió menos reticente. Pero había una dificultad insalvable.
–No tengo lisérgico.
–¡No tenés lisérgico! –chillé.
Me rogó que bajara la voz. “Por amor de Dios y tu puta madre”, dijo, tal vez sin tomar debida conciencia de que ella descansaba eternamente a un par de pasos. Lo perdoné ¿qué otra cosa? Pero lo del ácido era más serio.
–¡No puedo creer que seas tan incompetente! –exclamé.
Johnny me preguntó si me había vuelto loco o estaba borracho. Yo había tomado algunas ginebras, pero su insinuación me fastidió. Le hice un piquete de ojos.
Johnny retrocedió, tapándose la cara.
–¡Ay, ay, ay! –gritaba.
Chocó contra Salvides, que acababa de llegar y se acercaba a saludarme. Esa noche todos se acercaban a saludarme, como a Miss Mundo.
Advirtiendo que El Plan estaba a punto de irse al carajo, me arrojé sobre Johnny. Pero Johnny se había apoyado contra Salvides diciendo “Ay, ay, ay” y en el apuro por abrazarlo, pasé mis manos por detrás de la espalda de Salvides. Johnny quedó aplastado entre los dos.
–Ay ay ay –decía.
–Suelte, suelte –decía a su vez Salvides.
–No te pongás así –decía yo–. Era muy anciana.
Al fin Salvides logró zafarse y quedé abrazando a Johnny, una vez más, en medio de un círculo de mirones.
–Quería mucho a mamá –expliqué mientras lo llevaba hacia la calle.
Hubo un murmullo y rostros cariacontecidos.
En la calle, Johnny se quejó de que le había sacado un ojo. Lo revisé, al principio con alguna aversión, pero no vi nada anormal, fuera del iris un poco enrojecido. Sobreviviría.
Johnny dijo que yo era un enfermo. Admití que eso era posible pero que jamás volviera a tildarme de borracho. Dijo que en ningún momento me había llamado borracho. Repuse que eso no era verdad y que lamentaba no haber tenido un grabador para registrar sus hirientes palabras. No había pretendido ser hiriente, argumentó, aunque admitía haberse comportado con cierta rudeza, habida cuenta del penoso trance por el que yo estaba transitando. Lo tomé como una disculpa y volví sobre el tema del ácido. Johnny explicó que yo era un maravilloso ser humano pero que a veces actuaba como un idiota: no había ninguna razón para llevar ácido lisérgico a un velorio. Expuse mis dudas. Todo se haría más llevadero, argumenté. Admitió la posibilidad y prometió pensarlo. Tal vez distribuiría algunas dosis en el próximo velatorio pero en éste no había nada que hacer al respecto. Definitivamente, sentenció.
Me recosté contra un árbol y me dejé deslizar hasta quedar sentado en el pequeño cuadrilátero de tierra. El Plan se había ido al diablo.

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