sábado, 16 de octubre de 2010

16. Una agresión injustificada

Entro al banco de semillas sensitivas emplazado estratégicamente en el reino de Holanda. A Salvides le puede dar un ataque: los narcoagricultores publicitan abiertamente sus productos en la web, ofreciendo gran variedad de semillas. Pasen y vean:

Índica hawaiana
Interior
Ganadora de la Copa Pure Indica 1994.
¡Aloha! ¡Disfrute de la excitación tropical!
Hemos cruzado la selecta Dama Hawaiana con nuestra Northern Lights. El resultado es una variedad potente, de fresco aroma y alto rendimiento, ampliamente compensatorio de un período de floración algo prolongado. Para muchos, fue LA sorpresa en la Copa Cannabis 94.
Floración: 60-65 días.
Altura: 120 150 cm.
Cosecha: 125 gr.
Art. No: 2308.
125 fl.

Aloha, aloha.

Escalar hasta el piso de Libermann estaba lejos de mis aspiraciones, por lo que me apersoné en su domicilio de un modo más convencional.
Una vez recuperada de la sorpresa –yo había llegado sin avisar–, Sara me franqueó la entrada no sin reprenderme, juguetona.
–A ver si se controlan un poco, chicos, porque el otro día Lito parecía un trapo de piso.
Lito –Libermann para ustedes– estaba en su estudio, enfrascado en sus misteriosas actividades filosóficas. Se mostró dubitativo. Tenía alguna idea de que yo había ido de visita la semana anterior, pero, evidentemente, no conseguía recordar gran cosa.
–Esta es una visita oficial –le dije por lo bajo.
Parpadeó sorprendido.
–Por lo de las amenazas –agregué.
–¡Ah! Cierto que eras policía. ¿Sabés? Tengo esa noche completamente en blanco. Espero que no hayamos hecho ninguna cagada.
Ninguna, si exceptuábamos la botella de whisky que Libermann había tirado por la ventana.
–Pero algo de las amenazas hablamos, sí, de eso me acuerdo.
–Es un asunto muy serio –dije, sombrío–. Lo reporté a superioridad. El comisario Meneses opina que será conveniente ponerte una custodia.
La idea no le gustó. A nadie le gusta. Pero que las autoridades policiales lo tomaran en cuenta pareció devolverle la confianza en sí mismo. Lo que no encajaba era el nombre de Meneses. Lo dije sin pensar, llevado por mi compulsión a las bromas.
–Pensé que Meneses había muerto…
–Hace años –repuse–. Y octogenario. Este es el sobrino, mi superior inmediato.
Debía dejar de decir boludeces o todo el plan de Johnny acabaría por irse al tacho. Pero no es fácil, no es fácil.
–La misma recia estampa del tío –proseguí– aunque en versión “delicada”.
Libermann entrecerró los ojos.
–Eso es una contradicción...
Bajé la voz:
–Es gay. El fin de semana pasado se fue a Montevideo con el inspector Salvides. Meneses usa liguero azul debajo del uniforme. Salvides se lo arranca con los dientes.
En ese momento Sara entró a la habitación trayendo una bandeja con queso y gaseosas.
–Disculpame querida –dijo Libermann–. Cambié de idea: ¿podrías servirme un whisky?
–¡Que sean dos!
Sara fingió enojarse, pero era evidente que estaba encantada de que su esposo tuviera por fin un amiguito de juegos.
Libermann se mostró molesto.
–Me habías dicho que ésta era una visita oficial...
–Bueno, tratándose de un viejo amigo bien puedo hacer una excepción. Supongo que no se te ocurrirá irle con el cuento a Meneses.
No, a Libermann no se le ocurriría.
Sara regresó con el whisky. Me encantaba verla apoyar la bandeja en la mesita ratona. Se volvió hacia mí, sorprendiéndome con la vista clavada en la parte posterior de sus muslos.
–¿Se va a quedar a cenar?
Eché una mirada fugaz al contrariado Libermann.
–No sé si debería...
–Sí, por favor –rogó–. Lito, decíle al señor Pirulo que se quede.
–Eeeee –dijo Libermann.
Sara hizo un puchero.
–No me va a despreciar así... Además, me gustaría que me contara de su trabajo. ¡Debe ser apasionante!
¿Mi trabajo? ¿Qué le habría dicho Libermann? Ruborizado, me sonrió con timidez.
–No es para tanto. –Intenté salir del paso, a ciegas–. Tan rutinario como cualquier otro.
–Qué modesto es usted. Desde el primer momento que lo vi me dije “Este es un hombre modesto”. ¿No es cierto, Lito?
Libermann asintió, mientras llenaba su segundo vaso de whisky. Yo no había alcanzado a probar el mío.
Sara se plantó ante mí con los brazos en jarra. Pude observar al trasluz la bonita forma de sus piernas.
–¡Pero mire usted: llamar rutinario al trabajo de un piloto de pruebas!
Aprovechando que había quedado con la boca abierta me zampé el whisky de un trago.
–¡Yo no dije “de pruebas”! –se sobresaltó Libermann.
Sara no le prestó atención.
–Y además, fabricante de aviones.
–Tampoco dije eso –Lo de Libermann ya era un gemido.

¡El hijo de puta le había hablado de Deseo!

Empecé a caer en tirabuzón dentro de un pozo. En el fondo me aguardaba un sonriente gordo de voz finita, hipófisis perezosa y testículos esquivos.
–Ocurrió una sola vez –me defendí, sin mucha convicción–. Cosas de chicos.
Libermann se hundía más y más en el sillón mientras iba acabando con el whisky.
–Seguramente también eran cosas de chicos las que le hacían a Lito.
–Estaba borracho, Pirulo... –se disculpó Libermann.
–Sí, borracho –Sara había aproximado su rostro a menos de diez centímetros del mío. Sus ojos lanzaban descargas eléctricas. En cualquier momento asomaría por su boca una lengua de fuego. Bajé la vista, aterrado, y descubrí su escote. No llevaba corpiño–. Era un médico prestigioso, y un filósofo, y escritor. Y desde que usted vino, señor Pirulo, no ha pasado un día en que no se emborrache.
Tuve un vahído. Al fondo del pozo, se abría un precipicio. Así como lo oyen. Me abracé al gordo de tiroides perezosa y me asomé al precipicio.
–¿Qué hace, idiota? –chilló Sara.
Lo que yo había hecho era atrapar uno de sus pechos a través de la suave tela del vestido, de satén, o seda.
Retrocedió un paso para apartarse de mí, aprovechando mi proverbial dificultad para ponerme de pie con rapidez.
–¿Cómo se atreve, cerdo inmundo, después de todo lo que ha hecho para arruinar nuestra vida?
Era imposible que supieran lo de las amenazas. ¿Qué más había hecho yo?
Sara parecía adivinar mis pensamientos.
–Destruyó la infancia de Lito.
Libermann sollozaba en el sillón.
–¡Siempre lo defendí!
–Claro, como esa vez que lo orinó en el baño.
Ya había conseguido ponerme de pie.
–Ese no fui yo, sino Aníbal Lequerica.
La boca de Sara se torció en una mueca de asco.
–¡Cómo se atreve! –dijo antes de darme la bofetada.
Nunca pensé que una mujer tan chiquita pudiera pegar tan fuerte.
No me quedé a cenar.
Y esa misma noche, apenas llegué a mi casa, llamé a Johnny.
–Cuando quieras –dije–. Destruyamos a ese pedante hijo de puta.

lunes, 11 de octubre de 2010

15. Las excitantes recetas de Ann

En vivo y en directo de Anne´s Page For Human Health:

Numerosos preparados de origen animal, con poco o nulo valor nutritivo, han sido frecuentemente utilizados como afrodisíacos.
De acuerdo a una receta medieval las hormigas negras deshidratadas deben mezclarse con aceite de oliva inmediatamente antes de su consumo.
Los lagartos, por su parte, eran muy apreciados en la Edad Media tanto por árabes como por los europeos meridionales. La fórmula más sencilla consiste en secar un lagarto y triturarlo hasta que quede convertido en polvo. Se lo vierte luego en un recipiente con vino blanco dulce. Servir frappé.
Un lagarto oriundo de algunas islas mediterráneas, el Sticus officinalis, era en el siglo XVIII un afrodisíaco tan popular que llegaba a consumirse habitualmente en sitios tan remotos como Suecia y Dinamarca.
En muchos países del lejano oriente la sangre de serpiente es utilizada para provocar sufrimiento en los individuos de sexo masculino.
En “El jardín perfumado” se sugiere que embadurnando el pene y la vulva con la bilis de un chacal hará a dichas partes más vigorosas para el coito. El mismo resultado puede obtenerse con la leche de burra.
Las sanguijuelas pueden ser utilizadas para aumentar el tamaño del miembro viril. Se colocan dentro de una botella que debe ser conservada en el calor de un estercolero hasta que las sanguijuelas se han convertido en una masa homogénea. Utilizar entonces como linimento, untando repetidamente el miembro.

¡Ay!

Johnny insistió en que derivara a la oficial Quintana el caso de los traficantes de niños.
–No hace falta que le informes, ni a ella ni a Salvides –dijo–. Basta con contactarse con los traficantes y enviarles su dirección electrónica. La de Caról –agregó al ver la incomprensión pintada en mi rostro–. Como si fueras ella.
–Como si fuera ella...
Después de mi velada con Libermann esa clase de asociación no me causaba ninguna gracia, mucho menos viniendo de Johnny. Pero tenía razón: bajo ningún punto de vista podía continuar con el caso. Ni dejar escapar a los delincuentes. ¿Qué importaba si el crédito por mi investigación se lo llevaba una tilinga tetona como la oficial Quintana? Lo primordial era desbaratar la red de traficantes de niños.
Me sentí un desdichado superhéroe anónimo que, sobreponiéndose a la injuria y el desdén de sus conciudadanos, renueva cada noche su perpetuo combate contra el mal: el Hombre Araña...
La idea me hizo gracia. También a Johnny.

Me gusta Johnny: tiene sentido del humor. Por poco se cae de la silla cuando le conté de Libermann. Y en un momento me miró con ojos brillantes, agrandados de admiración.
–¡Sí! –exclamó–. ¡Sí, sí, sí!
Después se secó las lágrimas y me estudió detenidamente.
–Sos un genio –dijo.
No era para tanto, pero de todos modos hice un mohín de modestia seguido de un conejito. Yo apenas había sugerido que, además de los traficantes de niños, podíamos derivar a la oficial Quintana también el “Caso Libermann”.
Me moría por ver la cara de Libermann en el momento de encontrar en su correo electrónico un mensaje del Hombre Araña. Y una foto. Pero existía un inconveniente.
–Apenas si me quedan una o dos –dijo Johnny. Naturalmente, pensábamos en fotografías fuera de catálogo, las que Johnny había reservado para su uso personal– Si el tipo quiere más, tendremos que tomar medidas extremas.
Eso podía significar cualquier cosa, ninguna buena. Me mantuve en silencio. Johnny no:
–Una nueva sesión...
Me vino un vahído, pero no del estilo “borde de precipicio”, sino exactamente como si Rolo volviera a encañonarme con la Magnum.

Entre otras armas antirreglamentarias, Rolo tenía una Magnum. Lo supe la noche que entró a su casa con una de sus novias mientras Aníbal yo vomitábamos en la alfombra del comedor.
La Magnum es una cosa enorme, de tamaño aproximado a una verga de caballo, pero más dura.
Si les parece una comparación fuera de lo común, es porque no conocen a Rolo lo suficiente como para tomar en serio sus amenazas más extravagantes.
Apenas entró al departamento, dejó a su paralizada novia en el vano de la puerta y se dirigió a la cocina, de donde volvió con un trapo en la mano izquierda y la Mágnum en la derecha. Yo continuaba de hinojos, aliviando mi estómago, y lo veía a través de un velo de lágrimas. Rolo era una figura fantasmal desplazándose en un paisaje brumoso. Llegó a mi lado y apoyó el extremo del enorme y cromado cañón contra mi nariz.
–Cerdo hijo de puta –masculló.
Rolo siempre masculla, como si las palabras subieran hasta su boca dentro de una pastosa envoltura de mierda. Pero esa vez masculló más que de costumbre
–No vas a arruinar mi vida como arruinaste la de todos los demás –Se refería a los miembros de nuestro pequeño grupo familiar, claro–. Yo te voy a reventar.
Me puse de rodillas, lo que sólo desde una posición supina puede verse como un progreso, y abrí la boca para decir algo. No podría precisar qué, seguramente una excusa de circunstancias, pero Rolo no me dio tiempo a nada e introdujo el cañón del arma en mi boca hasta que la mira me raspó la garganta.
–Te lo voy a meter en el culo –siguió mascullando Rolo–. Y cuando apriete el gatillo vas a explotar como una morcilla podrida.
Extrajo el cañón con violencia, arrancándome un trozo de diente con la maldita mira, justo a tiempo para que yo hiciera un nuevo lanzamiento. Una especie de pantagruélico Gruuaaap. Y Aníbal –recuerden que Aníbal dormía debajo de la mesa de comedor– despertó de pronto y también hizo Gruuaaap.
Rolo miraba desconcertado, sin decidirse a quien de los dos sodomizar primero con su cromada verga de acero, cuando en el vano de la puerta su novia se cubrió la boca con una mano, se dobló en dos, y sin decir “agua va” derramó en el piso una ración doble de chizitos, maníes y palitos salados nadando en un líquido muy parecido a la cerveza.
El rostro de Rolo perdió todo vestigio de color. Tenía los ojos muy abiertos, mirando hacia ninguna parte. Su boca era un desagradable tajo morado. Giró lentamente hacia la chica. El muy bruto era capaz de cumplir su amenaza, comenzando por ella.
–¡Limalamira! –grité.
Rolo me miró intrigado.
–¿Qué?
–Que limes la mira, por favor.
Era un chiste.

Después me consiguió trabajo en la división Computación. Y me prestó dinero para alquilar un departamento, donde fui a parar con el televisor, mi computadora y el helecho Mariano, para aquel entonces mis únicos bienes personales.
El avión había pasado a mejor vida un año atrás, en una soleada mañana de septiembre. No bien regresamos de sepultar a papá, Rolo buscó en el cuarto de herramientas hasta encontrar una barreta. Después subió a la terraza.
No tuve ánimos para impedírselo.

Una nueva sesión fotográfica con la oficial Quintana me provocaba tanto pavor como la Magnum de Rolo. O más. Lo peor era que Johnny ya la daba por inevitable.
Me hizo la ve de la victoria, como Churchill prometiendo sangre, sudor y lágrimas.
–Dos, Gordo, nada más que dos fotos, es todo lo que tengo. Tu amigo no se va a conformar con eso.
“Mi amigo” era Libermann y “eso” eran las fotos que le enviaríamos por correo electrónico. Para ser más precisos, desde la computadora particular de la oficial Quintana. Johnny había hecho copias de las llaves de su casa.
–Ya entré el sábado pasado –dijo– cuando se fue a Montevideo con Iraola.
–¿Iraola?
Evidentemente, no era esa la parte substancial de la confidencia, pero me había tomado de sorpresa.
–No te hagás el boludo –protestó Johnny– que lo sabe hasta el diariero de la esquina.
Soy siempre el último en enterarme de todo.
(No debo volver a decir esto. Suena muy poco profesional).

Escuché el plan de Johnny como en un sueño, sin conseguir librarme de la imagen de Iraola babeándose sobre el liguero de la oficial Quintana en un cuarto de hotel de Montevideo. No era una visión muy estimulante, entre otras cosas, porque sabía que también el subcomisario Iraola tenía su propia Magnum antirreglamentaria.
Volví a sentir vahídos. Johnny hablaba de cómo enviaríamos una a una las nuevas fotografías de Caról hasta enloquecer a Libermann por completo.
–Y una noche –llegó a decir– cuando Sara esté en uno de sus torneos de backgammon vos podrías aparecer en su balcón vestido de Hombre Araña.
–Vive en un piso 15 –objeté.
Johnny sacudió la mano apartando el humo de un hipotético cigarrillo.
–Psss. Para vos eso va a ser una pavada.
¿Johnny estará tan loco como para creer que realmente soy el Hombre Araña?