sábado, 14 de agosto de 2010

8. El desagradable incidente del bancario

En paranoia.com la Finnish Cannabis Association anuncia un banco de semillas para el jardinero moderno. Les paso una muestra de su catálogo:

Shiva Shanti
Planta de interior.
Esta semilla afgana, con su penetrante aroma, es uno de los mejores productos de la colección debido a su alto rendimiento y sabor placentero.
Floración: 50-55 días.
Altura: 100/ 130 cm.
Cosecha: aprox. 125 gr.
Art No: 226
60 florines.


No es eso, ganso!!!” –había gritado Beto Beep. ¿Recuerdan? Estábamos en almaboquense hablando de los implantes sebáceos.
Lo llamé a sosiego advirtiéndole que si volvía a levantarme la voz lo iba a tirar de la segunda bandeja de La Bombonera.
Me dejé llevar”, se disculpó. Le había ocurrido algo horrible y se sentía muy perturbado.
Un poco de chacota no viene mal:
“¿Tu novia se hizo hincha de River?”
Peor”, repuso. “Me persigue el Mossad
Me pareció extraño que el servicio de inteligencia israelí persiguiera a un barrabrava de Boca. ¿Tendría algo que ver con el apriete al Primer Ministro?
“¿Por qué el Mossad?”
Lo mismo me preguntó Aníbal” escribió Beto.
Tomaban una copa en un stripbar, Beto Beep y su amigo Aníbal. Me pareció una agradable casualidad –yo también tuve un amigo Aníbal– pero guardé silencio y lo dejé seguir.
Beto escribió: “¿Por qué el Mossad?, preguntó Aníbal distraído por las prótesis mamarias de una bailarina tailandesa que llevaba en el resto de su cuerpo los inconfundibles rastros de la desnutrición infantil”.
Convine con él en que debía resultar un espectáculo chocante, una especie de monstruosidad artificial fruto de la afiebrada fantasía de un cerebro humano.
La naturaleza, por sí sola, confirmó Beto Beep, es incapaz de producir algo así, ni con el auxilio de la talidomida”.
“Entonces
– prosiguió– y esto sí fue una estúpida y muy inconveniente asociación de ideas, recordé a la actriz que se había hecho extraer un centímetro cúbico de grasa del abdomen para ensancharse los labios. La insensata los creía ahora más sexy”
Sentí que se me revolvían las tripas. No podía seguir leyendo, pero Beto Beep tecleaba como un desaforado.
¿Quién puede encontrar sexy un moco pegajoso, blando, que se desgrana entre los dedos como una torreja de seso? Pues la desdichada así parecía creerlo, y lo reveló muy ufana delante de las cámaras de televisión mientras el director hacía un primer plano de su implante sebáceo piadosamente cubierto con una capa de carmín, y sentí que se me revolvían las tripas y volví a vomitar, esta vez sobre el pantalón de Aníbal que quedó regado de modernos labios femeninos como si acabara de salir de una orgía con un lote de modelos publicitarias.
–¡Pirulo y la puta que te parió! –me gritó Anibal


¿Cómo “Pirulo”?
Tuve un vahído: el precipicio se abría a mis pies. Pero Beto Beep no iba a detenerse.

Aníbal saltó hacia atrás, su taburete golpeó la rodilla de un ejecutivo que se solazaba con el whisky del final del día, y lo tomó desprevenido, abocado a la seducción de una señorita que parecía moldeada por un cirujano lascivo con el excedente sebáceo de un hipopótamo. El whisky se derramó en su escote y ella seguramente pensó que sus tetas se derretirían pues de otro modo jamás hubiera hecho lo que hizo, esto es, mover los brazos en molinete y golpear con el derecho la bandeja que una camarera transportaba por el atestado salón con las precauciones del caso y que salió despedido en una pobre imitación del apolo equis ii”.
“¿Qué apolo?”, atiné a preguntar.
Beto Beep no me prestó atención:
Lo peor del caso –escribió– fue que Aníbal tenía razón: Pirulo estaba de vuelta”.

Yo trataba de recuperar el aliento.

–¿Qué te pasa? –me preguntó el subcomisario Iraola, circunstancialmente de patrulla a mi lado.
–Nada –repuse, y salí de la red dejando a Beto Beep con la letra en la boca, por así decirlo.

Welcome”, dice Kenny Zalewski, desde la Kenny Zalewski´s Home Page “Please, come in
Entro.
Encuentro la lista de los cuatro mil seiscientos trece compact disk que Kenny tiene en su discoteca.
Hay locos para rato.

Gracias a Beto Beep volví a pensar en mi amigo Aníbal. Había dejado de verlo al terminar el secundario. En aquel entonces Aníbal todavía vivía en el barrio, pero estudiaba en la facultad. Cultivaba un círculo diferente de amistades, a eso me refiero. Pero reapareció sorpresivamente una mañana luego del regreso de Elena, que lo recibió en la puerta con su mejor expresión de hembra contrariada.
–¿Qué querés?
Es una proeza decirlo con las comisuras de la boca vueltas hacia abajo, pero Aníbal no pareció impresionado.
–Ver a tu hermano.
Eso era evidente, hasta para papá. ¿Qué otra cosa podía estar haciendo Aníbal en mi casa?
Desde ya, nadie conocía las razones que algunos años atrás lo habían llevado a visitarme con tanta asiduidad. Porque hubo una época en que Aníbal venía casi todos los días. Se sentaba en mi cama y hojeaba una revista cualquiera. Ninguna en especial, aunque sus opciones se limitaban a Mecánica Popular y Las aventuras de Lúpin, el pequeño piloto de biplanos. Era una combinación explosiva que acabaría por provocar estragos en mi discernimiento, pero jamás hizo mella en la sólida personalidad de Aníbal.
Aníbal hojeaba las revistas mientras yo me paseaba nerviosamente por el cuarto tratando de imaginar algún modo de entretenerlo. O sacando temas de conversación para que no se aburriera. Pero el tedio era un concepto desconocido para Aníbal. Gozaba de mi amistad y compañía en riguroso silencio, un par de horas por día, de cinco a siete. A las siete se tendía en el piso, boca abajo, con un ojo pegado al pequeño orificio desde el que era posible tener una visión bastante completa de Elena en el momento de darse su baño vespertino.
También le enviaba anónimas esquelas de amor. O poemas de Benedetti, firmados por su autor. Todo esto debía confundir a Elena, quien ya noviaba con el bancario y había fijado fecha. 27 de Octubre. ¿Cómo olvidarlo?
El bancario era un buen partido. Tenía un trabajo seguro y un futuro de estabilidad y moderada prosperidad. Y un Fiat 600, en el que pretendía manosear a Elena más de la cuenta mientras tomaban guindados en Pampa y Alcorta.
Demás está aclarar que jamás estuve presente: lo supe por Aníbal. Los acechaba emboscado detrás de un árbol, con una gomera. Y sobresaltaba al bancario arrojando piedritas contra el Fiat. Esto y la molesta palanca de cambios habían facilitado las intenciones de Elena: mantener incólume el entusiasmo del bancario hasta el último día, de manera de poder arrastrarlo, convenientemente asido, al tálamo nupcial.
Todo induce a sospechar que ni siquiera en la noche de bodas el desgraciado tuvo su oportunidad. En la fiesta, mientras Rolo me arrastraba de los pelos hacia la calle, pude ver a Elena, petrificada detrás de la gigantesca torta de casamiento, con la boca muy abierta, enseñando los dientes. Se le había corrido el rimel. Mi hermana se había convertido en un mandril.
Aníbal debió haber dejado que las cosas siguieran su curso, sin intervenir. Dentro de un Fiat 600 el comercio sexual entre dos seres humanos de tamaño normal está condenado a un irremediable fracaso. Lo reconoció apenas nos retiramos de la fiesta, mientras orinábamos el automóvil del doctor López Vázquez.
De todos modos, Aníbal siguió con sus visitas luego del casamiento de Elena, aunque se hicieron cada vez más esporádicas. Y ya no se tendía en el piso a las siete de la tarde: hojeaba melancólicamente los Mecánica Popular por no más de media hora y luego se iba sin que tuviéramos ocasión de intercambiar una palabra.
Pronto dejó de venir, aunque luego de una prolongada ausencia, regresó dos veces más. La primera, en ocasión del ACV definitivo de papá, “A ver como estaba el viejo”.
Lo llevé hasta el patio.
–Está muy gracioso –dijo.
Y lo hizo por segunda vez unos años más tarde, cuando mi hermana se reintegró al hogar familiar con sus dos hijos y el lavarropas automático.


Ann’s Page for Human Health.
Sexuality.

Veamos que cositas se le ocurren a la señorita Ann.

Haz que una mujer se rinda
Si un hombre pretende que una mujer sucumba a sus deseos puede preparar una mezcla de polvos de Estramonio blanco (Datura stramonium), ¡extremadamente tóxico!), pimienta larga (Piper longum) y pimienta negra.
Combinarla con miel y embadurnar el pene antes de la penetración.
Debe hacerse notar que los alcaloides del estramonio serán reabsorbidos a través de la mucosa del pene y la vagina, pudiendo causar un severo envenenamiento.
Alternativamente, y menos riesgoso, un ungüento para obtener el mismo propósito puede incluir ingredientes tales como las flores arrojadas en un cuerpo humano antes de ser cremado y los restos de un aguilucho que haya muerto por causas naturales.


Opto por la primera fórmula, aunque prescindiendo del estramonio. Me unto, al principio con aversión. Contrariamente a lo esperado, no arde, pero a medida que pasan las horas provoca un poco de incomodidad. Y comezón. Y me obliga a andar como si mis testículos fueran del tamaño del dirigible Hindenburg.
Transcurren las horas sin novedad hasta que, por fin, escucho a mis espaldas el taconeo de la oficial Quintana. Me pongo de pie y voy hacia ella. La intercepto en mitad del salón. Me mira. Hago una reverencia. Adelante, digo. Ella continúa su camino y se mete al despacho de Salvides. Permanezco merodeando. Cuando sale vuelvo a interceptarla. ¿Qué te pasa?, pregunta de mal modo. Respondo con un conejito. Menea la cabeza y sigue su camino.
Volvemos a encontrarnos a la hora de salida, con el mismo resultado.
Evidentemente, sin el estramonio el ungüento pierde eficacia. Pero ¿estoy dispuesto a llegar hasta el envenenamiento por un poco de atención y amabilidad?
Decido consultar a Ann por métodos menos peligrosos. Y sencillos que encontrar un aguilucho muerto de causas naturales. Pero mis ojos se cierran. Una fuerza irresistible me succiona hacia ese punto oscuro donde el universo se da vuelta como una media. Ya lo estoy atravesando y veo luz. Del otro lado me aguarda la oficial Quintana con su conjunto de ropa interior azul marino. Hace un conejito.
Mientras floto hacia ella siento una dureza entre las piernas. Mi mano desciende.
–¡Gordo!
Me doy vuelta. Es Johnny.
–¿Te volviste loco?
–La testosterona –digo mientras oculto apresuradamente mi pirulín aterciopelado.
Me vuelvo hacia la pantalla. Está cubierta por el protector: un gallo sobre fondo azul. En letras blancas dice: Al servicio de la comunidad.
Oprimo una tecla. El protector desaparece. ¿Puede alguien explicarme qué hago en la red de Osos Mimosos de Boedo?

El gordo de la página principal, sumergido en el agua hasta la mitad del muslo, es una horrible masa de pelos. Resulta casi imposible distinguir su pubis de su cuello, de cuarenta centímetros de diámetro, lo menos.
No entiendo quién puede sentirse excitado ante semejante bestia. Yo, al menos, muestro formas más delicadas, aunque mi cuerpo lampiño y mis flojas tetillas han de resultar desagradables para esos extravagantes gays de Boedo.

Boedo es el barrio de mi juventud, ya lo saben. Pueden preguntar por mí a cualquiera de los viejos vecinos. Pirulo, el gordo del avión.
La fogata de Rolo en la vereda fue muy popular. Los restos de Deseo ardieron una tarde y una noche enteras. A la mañana siguiente, si alguno revolvía las cenizas, volvía a brotar el fuego.
Vinieron a visitarla desde más allá de la cancha de San Lorenzo. Betty Desartis y su esposo farmacéutico, entre otros.
Pero la historia del avión era conocida desde mucho antes. Por boca de Betty. La divulgó con cuanto chismoso se cruzara en su camino. El farmacéutico reía tontamente. Jamás se preguntó cómo Betty sabía de mi pequeño secreto.
El farmacéutico Desartis vendía hipnóticos sin receta. Rolo lo averiguó al interrogar a la hija de la profesora de piano y a su amiga. Una comisión policial las había rescatado desde lo alto de un camión recolector de residuos. Era uno de esos viejos camiones abiertos donde dos recolectores arrojaban las bolsas y vaciaban los tachos. Un tercero, encaramado en lo alto, los compactaba con las plantas de los pies.
La hija de la profesora de piano y su amiga habían aceptado la invitación de aquellos patanes, oriundos del Bajo Flores. Y retozaban semihundidas en la basura.
El camión, detenido en Senillosa y Bonifacio, llamó la atención del patrullero policial. No había recolectores ni chofer. Estaban todos arriba, con las dos drogadictas.
El esposo de Betty les había vendido unas cápsulas para morigerar los efectos de la oligofrenia severa. Rolo lo golpeó un poco, en la trastienda de la farmacia. Hasta que Betty se abrazó a él solicitando clemencia.
El farmacéutico sonrió tontamente con la boca partida.

No tengo alivio. Mientras mi cuerpo se niega a continuar su camino, mi mente insiste en hundirse más y más en el pasado.

–Ah, sos vos –dijo mi hermana cuando vio a Aníbal de pie en el umbral con una amplia sonrisa iluminando su rostro. Hablo de la sonrisa y el rostro de Aníbal. En los escasos momentos en que Elena fingía sonreír daba la impresión de estar haciendo un ACV. Como papá, cuando mi insensata madre le daba la sopa.
Aníbal dijo que venía a visitarme y subió a mi cuarto, en la terraza. Le mostré el avión.
Regresó varias veces. Estaba tan feliz de haber recobrado su amistad que hasta le enseñé a volar.
Poco a poco, el tiempo que transcurría entre el sonido del timbre y la aparición de Aníbal ante mi cuarto fue haciéndose más prolongado. La distancia a recorrer no era tanta: dos metros de zaguán, un pequeño hall y quince metros de patio. Al final del patio, la escalera con el letrero de advertencia. Aníbal no podía tomarlo en serio. La razón de sus demoras debía ser otra.
Comencé a vigilarlo. En cuanto escuchaba el timbre me asomaba al patio. Mamá mantenía el toldo ligeramente abierto para que el sol diera de lleno sobre papá y los malvones. Los malvones estaban contra la pared. Papá frente a ellos, a unos dos metros de distancia. Su visión del universo consistía en una mata de hojas, un rojo ramillete de flores y una pared descascarada. Me hubiera gustado saber qué conclusiones sacaba de una perspectiva tan propicia a la meditación, pero se había convertido en un hombre extremadamente parco. En fin, que no podía estar entreteniendo a Aníbal con su conversación.
A través de las rajaduras del toldo a veces alcanzaba a ver a alguno de mis sobrinos en el triciclo. Y una vez descubrí a Aníbal en el momento de tomar un mate que le alcanzaba la mano de Elena.
Esa tarde se demoraba demasiado. Yo iba y venía de un extremo a otro de la terraza, asomado al alfeizar, escrutando por los agujeros del toldo, sin ver nada más que la coronilla de papá y la fugaz aparición de uno de mis sobrinos. Decidí bajar por la escalera, subrepticiamente.
Al llegar a la altura del cartel los sorprendí intercambiando un beso. Mi primera reacción fue ocultarme tras la baranda. Cuando volví a asomar la cabeza, habían desaparecido.
Recorrí con la vista las puertas entreabiertas de las habitaciones. Era imposible que estuvieran en alguna de ellas, con mis sobrinos merodeando en el patio.
Trepé a toda carrera hasta mi cuarto y me eché en el piso.
Elena se sacudía a horcajadas de Aníbal. Sentado sobre la tapa del inodoro con los pantalones arrollados a los tobillos, Aníbal recitaba un poema de Benedetti. Levantó la vista y me guiñó un ojo.

El carácter de Elena cambió del día a la noche y todo entre nosotros comenzó a ir bien, hasta que ocurrió lo que podríamos denominar “El Incidente del Bancario”.
Verán: su encuentro con el aeroplano y la nueva relación con Aníbal facilitaron mucho las cosas para que entre Elena y yo se estableciera un breve armisticio. También contribuyó el anafe que instalé en mi piecita, donde me cocía huevos y hervía salchichas. Por las noches hacía frecuentes incursiones a la heladera, para equilibrar la dieta. Provocaba estragos, pero Elena no me decía una palabra. Las pocas veces que me crucé con ella, apartaba la vista y proseguía con sus tareas, como si sintiera temor.
Después de una semana ya bajaba a la hora de merienda, a tomar la leche con mis sobrinos.
Y decidí mostrarme un poquito excéntrico.
Compré una gorra con orejeras, botas de cuero y tomé prestadas del taller mecánico vecino un par de antiparras de soldador. No veía absolutamente nada, pero por lo general las llevaba en la frente. Me las colocaba sobre los ojos una vez instalado en la carlinga y con el motor del aeroplano en marcha.
Mis sobrinos perdieron rápidamente la timidez y subían a la terraza, a verme volar.
Ese era el momento que Aníbal y Elena aprovechaban para retozar en el dormitorio. A veces los aullidos de Elena, a pocos metros de papá, llegaban hasta arriba. Pero papá mostraba un olímpico desinterés por todo cuando sucediera a sus espaldas y mamá siempre creyó que los gritos provenían de la señora López Vázquez.
Yo encendía el motor y llevaba a volar a mis sobrinos. Me veía como un cupido aerotransportado.
Instruí a mis sobrinos para que me llamaran “Capitán”. Se cuadraban para saludarme cuando bajaba las escaleras. Supongo que fue esto lo que acabó de sacar de quicio a Elena, aunque la visita del bancario tuvo algo que ver.
Tomaban mate con Elena, en el patio. Papá era testigo de sus cuchicheos, pero podían contar con su discreción. Los niños habían formado junto a la escalera: era la hora de la merienda y sabían que el Capitán Deseo no tardaría en bajar, como todas las tardes. Su silencio debió advertir a Elena que algo trascendente estaba por ocurrir, pero las desavenencias conyugales suelen ser muy absorbentes.
Yo había decidido impresionar al bancario y completé mi uniforme con una bufanda blanca, guantes y campera de cuero con cuello de piel. Además, me había colocado las antiparras sobre los ojos. Mientras pude aferrarme a la baranda, todo fue bien, pero una vez en el patio avancé a ciegas, como un Golem retardado. Hasta que tropecé con el triciclo.
Hice un looping, con los brazos extendidos y los ojos irracionalmente cerrados. Al caer, golpeé el extremo de la mecedora de papá. Papá salió eyectado hacia proa y dio dos graciosas volteretas antes de aterrizar contra los malvones.
Había tan poca sangre que pensé si no estaría muerto desde mucho antes.

domingo, 8 de agosto de 2010

7. Un aeroplano llamado Deseo

Novedades en la red boquense. Siguiendo instrucciones del subcomisario Iraola, llevé al sospechoso Beto Beep a la sala de interrogatorios. Le pregunté por su nombre electrónico.
Las medidas de seguridad –repuso Beto Beep– son el secreto de mi supervivencia”.
Lo alenté a seguir: “Epa!!”
Al salir de los ascensores –prosiguió– siempre miro en sentido contrario al que me dirijo. Y jamás me siento en un bar dando la espalda a la puerta de entrada. Elijo por lo general una mesa al fondo, cerca de los baños, en la medida en que éstos cuenten al menos con una claraboya por donde, llegado el caso, deslizarme con facilidad. No hay muchos, y los he relevado a todos y cada tanto destino un par de días a verificar que no se hayan producido desagradables modificaciones que pudieran dejarme encerrado dentro de un pequeño cubículo a merced de... de quien sea. Es un secreto. Y no calienta. Lo importante es contar con la posibilidad, saber que está ahí, La Vía de Escape”.
Después se escabulló del cuarto de interrogatorios. Y de la red

Faltaban menos de cinco minutos para que finalizara nuestro turno de servicio cuando Johnny me llamó a su escritorio.
–Haceme gamba –dijo.
Soy una especie de hermano mayor.
La idea me provoca vahídos: no puedo librarme de la última imagen que tuve de Rolo al abandonar su departamento, de su erecto culo de gallego, como decía Betty Desartis, la única novia que no obtuvo por medio de un catálogo, sino tras un procedimiento en la farmacia. Era una morena alta y exuberante con una boca tan grande como la de Marilín, pero extendida en forma horizontal. Una especie de buzón para grandes sugerencias.
Sus labios morados, siempre entreabiertos, también me atraían como un precipicio.
Es el habitual efecto que las novias de Rolo ejercen en mí.

Betty palmeaba con demasiada frecuencia el trasero de Rolo.
Mi hermano fruncía el ceño y trababa los brazos, para sacar bíceps. Supongo que ya en ese entonces era consciente de que su culo era demasiado redondo.

Rolo cumplía servicio en una comisaría. Era su primer destino y se paseaba orgulloso con la Browning al cinto. La mano abierta, a cinco centímetros de la cartuchera, elongando los dedos.
Varias veces lo sorprendí mientras practicaba frente a un espejo.
Solía trepar de un salto a los colectivos en marcha. Se instalaba en el estribo, junto al chofer, dándole lata mientras vigilaba de soslayo a los pasajeros. Por supuesto, no pagaba boleto. Y cuando apareció en casa con Betty Desartis, la esposa del farmacéutico, mi admiración ya no tuvo límites. Como les dije, era una morena morrocotuda, casi de mi tamaño, aunque bastante mejor formada.
Papá yacía en el estado de gracia en que permaneció durante sus últimos años y mamá se había convertido en un junco seco, apenas agitado por las pesadillas. Elena, por su parte, ya había formado su propio, sórdido hogar con un verdadero bancario –creo que íntimamente siempre deseó que fuera otro médico de incógnito– de manera que apenas quedaba yo como único miembro de la familia en condiciones de dar testimonio de las proezas de Rolo.
De alguna manera esto significó una frustración para él.
Entró una tarde a casa llevando a Betty del brazo, saludaron a los restos de papá –como siempre que había buen tiempo, en el patio frente a los malvones–, pasaron junto a mamá, absorta en sus recuerdos, y fueron directamente a mi habitación, en la piecita de la terraza.
Yo construía un aeroplano, siguiendo concienzudamente las instrucciones de Mecánica Popular. Había conseguido el motor de una cortadora de césped al que era necesario poner en marcha mediante una piola. No constituía ningún obstáculo, a excepción del peso.
Jamás pensé en el mío propio como un impedimento para levantar vuelo, supongo que debido a mi condición de piloto.
No figuraba en los planos, a eso me refiero.
Con todo, el mayor inconveniente sería sacar el aparato de la terraza. No había pensado en ese detalle cuando comencé y luego fue demasiado tarde.
Sospecho que si Mecánica Popular hubiera traído los planos de un helicóptero la situación habría sido menos embarazosa. Pero Rolo tuvo su cuota de responsabilidad.
Naturalmente, no tenía la menor idea de lo que yo hacía en mi tiempo libre. Ni jamás subía a la terraza. Pero resultó poco observador para ser policía: de haber mirado alguna vez hacia arriba antes de entrar a casa hubiera visto una de las alas del aeroplano; asomaba poco más de dos metros de la línea de edificación y era el comentario en boga entre los vecinos.
El extremo del otro ala llegaba hasta la puerta misma de mi pieza, de manera que me veía obligado a pasar en cuclillas cada vez que quería bajar a la cocina.
Lo que decididamente no alcanzo a comprender, ni siquiera hoy, con la perspectiva que otorga el tiempo transcurrido, es que Rolo no haya escuchado el motor.
Lo había puesto en marcha una vez más para probar la cuerda a resorte adosada a la hélice. Giraba manualmente las paletas en el sentido inverso a las agujas del reloj, unas seis vueltas, comprimiendo la cuerda. Al soltar la hélice, ésta, impulsada por la cuerda, volvía a su posición habitual. En el trayecto movía el pistón las veces suficientes como para que el motor se pusiera en marcha.
Había resuelto el problema de la piola de tan ingeniosa manera que no me cansaba de repetir la operación varias veces al día.
Ya en la carlinga y con el motor en ralenti, probaba el funcionamiento de los alerones cuando vi la morena cabeza de Betty surgir del hueco de la escalera. De a poco fue emergiendo el resto de su cuerpo. Era una alegoría tan perfecta del nacimiento de Venus que caí en éxtasis, casi como papá.
Betty no me había visto: miraba hacia atrás, en dirección a Rolo quien seguramente había metido la mano entre sus piernas. Mi hermano siempre fue muy propenso a esa clase de exteriorizaciones.
Betty dijo algo, o simplemente rió –yo podía escuchar bien poco, ensordecido por el motor–, giró la cabeza y quedó petrificada. Rolo chocó contra sus piernas, pero ni aun así Betty alcanzó a reaccionar.
Yo tampoco conseguía hacerlo. No continuaba extasiado ni mucho menos –el encantamiento había desaparecido de inmediato–, pero en la ofuscación y el apuro me atoré en la carlinga, un poco estrecha para mis caderas.
Rolo vio el avión recién después de salir de entre las piernas de Betty. Nunca olvidaré su expresión.
Llevé la punta de mis dedos hasta mi sien derecha y le hice un saludo, una informal venia de piloto.
Creo que un buen final hubiese sido levantar vuelo y perderme para siempre en la azul inmensidad del firmamento. Pero la azotea era muy angosta.

Al día siguiente bauticé el avión. En el extremo delantero del fuselaje, entre la carlinga y la hélice, en bonitas letras azules con ribetes granate, escribí: “Deseo”.

Nuevo contacto con Beto Beep. Está perturbado por una moderna técnica de cirugía estética. Consiste en agrandar los labios de las mujeres inyectándoles grasa extraída de su propio abdomen. La idea es repugnante
Quiero decir: ¿alguno de ustedes se detuvo a pensar en un trozo de grasa, en la sensación de besar y hacer el amor a un quiste sebáceo? ¿Pueden encontrar sexy un moco que se desgrana entre los dedos como una torreja de seso?
La tarde anterior Beto Beep había seguido el tema en un programa de televisión; eso me dijo. Hasta que el director de cámara tomó un primer plano del implante de una modelo publicitaria, enteramente cubierto de carmín. A Beto le pareció que los labios de la modelo reventarían como pústulas. Se le revolvieron las tripas y vomitó antes de llegar al baño. Ahora se sentía muy mal.
Le recomendé un té de boldo.
"No es eso, ganso", escribió.
Estuve a punto de protestar, escandalizado por su lenguaje, pero recordé a tiempo que me encontraba en la red boquense, en una conversación de rutina entre barrabravas. Uno no puede pretender que un barrabrava hable con los giros de una condesa austriaca del siglo XVIII.
El lenguaje es importante. Existe un código universalmente reconocido en cualquier red. Colocar tres signos de admiración al final de una frase, por ejemplo, significa que estamos gritando, algo muy mal visto en la mayoría de las redes, pero habitual en almaboquense.com. Todo el mundo grita, exactamente igual que en la red de Osos Mimosos.
Los Osos Mimosos de Boedo son una cofradía de homosexuales gordos e hirsutos que hacen del desaliño una cuestión de amor propio. No revisten mayor peligrosidad, al menos en mi experiencia, aunque es justo reconocer que no los investigué personalmente. Mi especialidad es la pedofilia.

Rectifico: mi especialidad es la persecución de pedófilos.

Hace poco, encubierto de niña de diez años, deambulaba al azar por las redes a la pesca de algún depravado. Picó un tal Juanjo. Decía estar cursando quinto grado y pronto me invitó al cuarto privado. Su primera pregunta fue desconcertante: “¿Tenés pelitos?”. Después me manoseó.
Antes de salir del cuarto hicimos una cita. Si “Juanjo” me hubiera dado una dirección de Lima, Barcelona o Vladivostok, el procedimiento habría sido engorroso, pero por fortuna propuso encontrarnos en una plaza de Vicente López, ligeramente fuera de nuestra jurisdicción operacional, pero no tan lejos como para que no pudiéramos actuar directamente.
Una comisión mixta compuesta por un oficial, un sargento ametralladorista y dos agentes de la policía bonaerense, más tres integrantes femeninas de la Federal –entre quienes se encontraba la legendaria oficial Sallese, más conocida por el apelativo de “La enana Rosario”–, se distribuyeron en la plaza y aprehendieron a “Juanjo” en cuanto se sentó junto a la oficial Sallese.
–¿Tenés pelitos? –preguntó Juanjo.
–Tengo –repuso la oficial Sallese, al tiempo que colocaba un par de esposas en las muñecas del depravado.
Su nombre era Juan José Bellomo y, en efecto, cursaba el quinto grado en una escuela primaria de San Isidro.

–Me tenés que hacer gamba –había dicho Johnny, cinco minutos antes de finalizar el turno de servicio.
Adoro la complicidad. Me hace sentir seguro. Es el reconfortante efecto de sabernos necesarios, algo que me ocurrió pocas veces. Mamá, por ejemplo, jamás necesitó de mí, ni siquiera en sus últimos años. Con el tiempo había ido perdiendo peso, y fuerzas, como suele ocurrir, pero papá fue galantemente acompañando el proceso mediante su propia consunción. Ya no era su cerebro, sino todo su cuerpo el que parecía relleno de estopa: pesaba menos que una pluma. Como lo oyen.
Mamá no tenía inconvenientes en llevarlo de un lado a otro de la casa. Era una compañía para ella. Y lo mantenía razonablemente limpio, a pesar de la dieta líquida.
Lo sentaba a la mesa con nosotros a la hora de la cena. Comíamos en silencio. Papá ya no era un buen interlocutor y desde hacía unos años mamá se había encerrado en un largo mutismo, apenas roto por un ocasional “¡Pobre señora...!”.
Ya saben, estaba un poco ida.
Pensé que no resistiría mucho más y llegaría al fin el día de volverme necesario. Fíjense que mamá ni siquiera me permitía correr a mi padre cuando el sol ya no daba contra los malvones. Pero cuando llegó el momento recurrió a Elena.
Esa, al menos, fue la versión de Elena. Yo nunca pude enterarme de los entretelones: nadie se dignaba a explicarme nada.
Un domingo a la mañana Elena se presentó con un taxiflet. La escuché desde la terraza, donde realizaba algunas tareas de mantenimiento en Deseo. Me asomé al antepecho y la vi bajar de la camioneta. Pensé que venía a llevarse algo, pero no: se traía. A ella misma, sus dos hijos, tres valijas, algunas cajas con juguetes y el lavarropas automático. Al bancario lo había dejado en su casa. El bancario dijo que jamás aceptaría vivir bajo el mismo techo que un tipo como yo.
Yo hubiera podido argumentar que vivía sobre el techo, en la piecita de la terraza, pero no valía la pena. Además, el pobre tenía razones para estar resentido: había arruinado su fiesta de bodas, el momento de mayor felicidad conyugal. De ahí en más su matrimonio fue pura declinación.
Imagínense.
De todas maneras no creí, ni por un instante, que el bancario hubiera dicho algo como “vivir bajo el mismo techo”. Esas eran palabras de Elena. Pueden practicar, repitiéndolas, hasta que logren pronunciarlas con las comisuras de la boca vueltas hacia abajo. A mí no me sale.
No habían pasado diez años desde que Elena provocara el primer ACV de papá y todavía conservaba una silueta atractiva. Pero su rostro era una máscara ritual, si es que en algún lugar del mundo se practica algo parecido a un culto a la insatisfacción.
Posiblemente el bancario nunca consiguió palparle el vientre con la destreza del doctor López Vázquez.
Otro chiste.

Me pasaba las horas en el cuartito de la terraza pensando en esa clase de chistes. Elena no conseguía comprender por qué bajaba las escaleras siempre sonriente. Y cuando la observaba con expresión divertida, se salía de las casillas.
–¿Qué te pasa? ¿Tengo monos en la cara?
–¿Monos? –Fingía estudiar su rostro con detenimiento–. No, me parece que no.
Al cabo de un tiempo la convivencia se volvió intolerable, pero todo se compuso mágicamente cuando decidió usar la terraza para colgar la ropa.
–No hay otro lugar –dijo.
Mentiras: estaba el patio. Además, la ropa entretenía a papá, eso le dije. Era como colocarle uno de esos móviles que adornan las piezas de los bebés.
–¡No te atrevas a nombrar a papá! –chilló Elena.
Eso sí era desconcertante, pero no pude reaccionar de una manera normal. En su presencia me venía una especie de regresión.
–¡Papá, papá, papá! –grité desafiante. Si hasta le saqué la lengua.
Alzó la escoba. Le llevo casi cuarenta centímetros de altura y algo más de sesenta kilos, pero comencé a retroceder. Y trepé corriendo las escaleras. Me acertó con algunos escobazos antes de que consiguiera encerrarme en la pieza.

Desde su regreso Elena no había vuelto a subir a la terraza. En el descanso de la escalera yo había colocado un cartel de advertencia: “Warning”, en grandes letras rojas. Y debajo: “Segundo Territorio Libre de América”.
El primero era Cuba, ya saben.
Una vez que pasé ágilmente debajo del ala de Deseo y me encerré en la pieza, Elena tocó ese objeto que se interponía en su camino del mismo modo que lo haría un ciego, varias veces, tratando de comprender qué era lo que tenía delante. Luego giró la cabeza, lo recorrió con la mirada, lentamente. Cuando sus ojos llegaron al fuselaje, se aplastó contra la pared.
La escoba había caído a sus pies, y permaneció tirada varios minutos, hasta que Elena se rehizo, la alzó del suelo, y bajó al patio.
Lo que más me llamó la atención fue el silencio.