domingo, 8 de agosto de 2010

7. Un aeroplano llamado Deseo

Novedades en la red boquense. Siguiendo instrucciones del subcomisario Iraola, llevé al sospechoso Beto Beep a la sala de interrogatorios. Le pregunté por su nombre electrónico.
Las medidas de seguridad –repuso Beto Beep– son el secreto de mi supervivencia”.
Lo alenté a seguir: “Epa!!”
Al salir de los ascensores –prosiguió– siempre miro en sentido contrario al que me dirijo. Y jamás me siento en un bar dando la espalda a la puerta de entrada. Elijo por lo general una mesa al fondo, cerca de los baños, en la medida en que éstos cuenten al menos con una claraboya por donde, llegado el caso, deslizarme con facilidad. No hay muchos, y los he relevado a todos y cada tanto destino un par de días a verificar que no se hayan producido desagradables modificaciones que pudieran dejarme encerrado dentro de un pequeño cubículo a merced de... de quien sea. Es un secreto. Y no calienta. Lo importante es contar con la posibilidad, saber que está ahí, La Vía de Escape”.
Después se escabulló del cuarto de interrogatorios. Y de la red

Faltaban menos de cinco minutos para que finalizara nuestro turno de servicio cuando Johnny me llamó a su escritorio.
–Haceme gamba –dijo.
Soy una especie de hermano mayor.
La idea me provoca vahídos: no puedo librarme de la última imagen que tuve de Rolo al abandonar su departamento, de su erecto culo de gallego, como decía Betty Desartis, la única novia que no obtuvo por medio de un catálogo, sino tras un procedimiento en la farmacia. Era una morena alta y exuberante con una boca tan grande como la de Marilín, pero extendida en forma horizontal. Una especie de buzón para grandes sugerencias.
Sus labios morados, siempre entreabiertos, también me atraían como un precipicio.
Es el habitual efecto que las novias de Rolo ejercen en mí.

Betty palmeaba con demasiada frecuencia el trasero de Rolo.
Mi hermano fruncía el ceño y trababa los brazos, para sacar bíceps. Supongo que ya en ese entonces era consciente de que su culo era demasiado redondo.

Rolo cumplía servicio en una comisaría. Era su primer destino y se paseaba orgulloso con la Browning al cinto. La mano abierta, a cinco centímetros de la cartuchera, elongando los dedos.
Varias veces lo sorprendí mientras practicaba frente a un espejo.
Solía trepar de un salto a los colectivos en marcha. Se instalaba en el estribo, junto al chofer, dándole lata mientras vigilaba de soslayo a los pasajeros. Por supuesto, no pagaba boleto. Y cuando apareció en casa con Betty Desartis, la esposa del farmacéutico, mi admiración ya no tuvo límites. Como les dije, era una morena morrocotuda, casi de mi tamaño, aunque bastante mejor formada.
Papá yacía en el estado de gracia en que permaneció durante sus últimos años y mamá se había convertido en un junco seco, apenas agitado por las pesadillas. Elena, por su parte, ya había formado su propio, sórdido hogar con un verdadero bancario –creo que íntimamente siempre deseó que fuera otro médico de incógnito– de manera que apenas quedaba yo como único miembro de la familia en condiciones de dar testimonio de las proezas de Rolo.
De alguna manera esto significó una frustración para él.
Entró una tarde a casa llevando a Betty del brazo, saludaron a los restos de papá –como siempre que había buen tiempo, en el patio frente a los malvones–, pasaron junto a mamá, absorta en sus recuerdos, y fueron directamente a mi habitación, en la piecita de la terraza.
Yo construía un aeroplano, siguiendo concienzudamente las instrucciones de Mecánica Popular. Había conseguido el motor de una cortadora de césped al que era necesario poner en marcha mediante una piola. No constituía ningún obstáculo, a excepción del peso.
Jamás pensé en el mío propio como un impedimento para levantar vuelo, supongo que debido a mi condición de piloto.
No figuraba en los planos, a eso me refiero.
Con todo, el mayor inconveniente sería sacar el aparato de la terraza. No había pensado en ese detalle cuando comencé y luego fue demasiado tarde.
Sospecho que si Mecánica Popular hubiera traído los planos de un helicóptero la situación habría sido menos embarazosa. Pero Rolo tuvo su cuota de responsabilidad.
Naturalmente, no tenía la menor idea de lo que yo hacía en mi tiempo libre. Ni jamás subía a la terraza. Pero resultó poco observador para ser policía: de haber mirado alguna vez hacia arriba antes de entrar a casa hubiera visto una de las alas del aeroplano; asomaba poco más de dos metros de la línea de edificación y era el comentario en boga entre los vecinos.
El extremo del otro ala llegaba hasta la puerta misma de mi pieza, de manera que me veía obligado a pasar en cuclillas cada vez que quería bajar a la cocina.
Lo que decididamente no alcanzo a comprender, ni siquiera hoy, con la perspectiva que otorga el tiempo transcurrido, es que Rolo no haya escuchado el motor.
Lo había puesto en marcha una vez más para probar la cuerda a resorte adosada a la hélice. Giraba manualmente las paletas en el sentido inverso a las agujas del reloj, unas seis vueltas, comprimiendo la cuerda. Al soltar la hélice, ésta, impulsada por la cuerda, volvía a su posición habitual. En el trayecto movía el pistón las veces suficientes como para que el motor se pusiera en marcha.
Había resuelto el problema de la piola de tan ingeniosa manera que no me cansaba de repetir la operación varias veces al día.
Ya en la carlinga y con el motor en ralenti, probaba el funcionamiento de los alerones cuando vi la morena cabeza de Betty surgir del hueco de la escalera. De a poco fue emergiendo el resto de su cuerpo. Era una alegoría tan perfecta del nacimiento de Venus que caí en éxtasis, casi como papá.
Betty no me había visto: miraba hacia atrás, en dirección a Rolo quien seguramente había metido la mano entre sus piernas. Mi hermano siempre fue muy propenso a esa clase de exteriorizaciones.
Betty dijo algo, o simplemente rió –yo podía escuchar bien poco, ensordecido por el motor–, giró la cabeza y quedó petrificada. Rolo chocó contra sus piernas, pero ni aun así Betty alcanzó a reaccionar.
Yo tampoco conseguía hacerlo. No continuaba extasiado ni mucho menos –el encantamiento había desaparecido de inmediato–, pero en la ofuscación y el apuro me atoré en la carlinga, un poco estrecha para mis caderas.
Rolo vio el avión recién después de salir de entre las piernas de Betty. Nunca olvidaré su expresión.
Llevé la punta de mis dedos hasta mi sien derecha y le hice un saludo, una informal venia de piloto.
Creo que un buen final hubiese sido levantar vuelo y perderme para siempre en la azul inmensidad del firmamento. Pero la azotea era muy angosta.

Al día siguiente bauticé el avión. En el extremo delantero del fuselaje, entre la carlinga y la hélice, en bonitas letras azules con ribetes granate, escribí: “Deseo”.

Nuevo contacto con Beto Beep. Está perturbado por una moderna técnica de cirugía estética. Consiste en agrandar los labios de las mujeres inyectándoles grasa extraída de su propio abdomen. La idea es repugnante
Quiero decir: ¿alguno de ustedes se detuvo a pensar en un trozo de grasa, en la sensación de besar y hacer el amor a un quiste sebáceo? ¿Pueden encontrar sexy un moco que se desgrana entre los dedos como una torreja de seso?
La tarde anterior Beto Beep había seguido el tema en un programa de televisión; eso me dijo. Hasta que el director de cámara tomó un primer plano del implante de una modelo publicitaria, enteramente cubierto de carmín. A Beto le pareció que los labios de la modelo reventarían como pústulas. Se le revolvieron las tripas y vomitó antes de llegar al baño. Ahora se sentía muy mal.
Le recomendé un té de boldo.
"No es eso, ganso", escribió.
Estuve a punto de protestar, escandalizado por su lenguaje, pero recordé a tiempo que me encontraba en la red boquense, en una conversación de rutina entre barrabravas. Uno no puede pretender que un barrabrava hable con los giros de una condesa austriaca del siglo XVIII.
El lenguaje es importante. Existe un código universalmente reconocido en cualquier red. Colocar tres signos de admiración al final de una frase, por ejemplo, significa que estamos gritando, algo muy mal visto en la mayoría de las redes, pero habitual en almaboquense.com. Todo el mundo grita, exactamente igual que en la red de Osos Mimosos.
Los Osos Mimosos de Boedo son una cofradía de homosexuales gordos e hirsutos que hacen del desaliño una cuestión de amor propio. No revisten mayor peligrosidad, al menos en mi experiencia, aunque es justo reconocer que no los investigué personalmente. Mi especialidad es la pedofilia.

Rectifico: mi especialidad es la persecución de pedófilos.

Hace poco, encubierto de niña de diez años, deambulaba al azar por las redes a la pesca de algún depravado. Picó un tal Juanjo. Decía estar cursando quinto grado y pronto me invitó al cuarto privado. Su primera pregunta fue desconcertante: “¿Tenés pelitos?”. Después me manoseó.
Antes de salir del cuarto hicimos una cita. Si “Juanjo” me hubiera dado una dirección de Lima, Barcelona o Vladivostok, el procedimiento habría sido engorroso, pero por fortuna propuso encontrarnos en una plaza de Vicente López, ligeramente fuera de nuestra jurisdicción operacional, pero no tan lejos como para que no pudiéramos actuar directamente.
Una comisión mixta compuesta por un oficial, un sargento ametralladorista y dos agentes de la policía bonaerense, más tres integrantes femeninas de la Federal –entre quienes se encontraba la legendaria oficial Sallese, más conocida por el apelativo de “La enana Rosario”–, se distribuyeron en la plaza y aprehendieron a “Juanjo” en cuanto se sentó junto a la oficial Sallese.
–¿Tenés pelitos? –preguntó Juanjo.
–Tengo –repuso la oficial Sallese, al tiempo que colocaba un par de esposas en las muñecas del depravado.
Su nombre era Juan José Bellomo y, en efecto, cursaba el quinto grado en una escuela primaria de San Isidro.

–Me tenés que hacer gamba –había dicho Johnny, cinco minutos antes de finalizar el turno de servicio.
Adoro la complicidad. Me hace sentir seguro. Es el reconfortante efecto de sabernos necesarios, algo que me ocurrió pocas veces. Mamá, por ejemplo, jamás necesitó de mí, ni siquiera en sus últimos años. Con el tiempo había ido perdiendo peso, y fuerzas, como suele ocurrir, pero papá fue galantemente acompañando el proceso mediante su propia consunción. Ya no era su cerebro, sino todo su cuerpo el que parecía relleno de estopa: pesaba menos que una pluma. Como lo oyen.
Mamá no tenía inconvenientes en llevarlo de un lado a otro de la casa. Era una compañía para ella. Y lo mantenía razonablemente limpio, a pesar de la dieta líquida.
Lo sentaba a la mesa con nosotros a la hora de la cena. Comíamos en silencio. Papá ya no era un buen interlocutor y desde hacía unos años mamá se había encerrado en un largo mutismo, apenas roto por un ocasional “¡Pobre señora...!”.
Ya saben, estaba un poco ida.
Pensé que no resistiría mucho más y llegaría al fin el día de volverme necesario. Fíjense que mamá ni siquiera me permitía correr a mi padre cuando el sol ya no daba contra los malvones. Pero cuando llegó el momento recurrió a Elena.
Esa, al menos, fue la versión de Elena. Yo nunca pude enterarme de los entretelones: nadie se dignaba a explicarme nada.
Un domingo a la mañana Elena se presentó con un taxiflet. La escuché desde la terraza, donde realizaba algunas tareas de mantenimiento en Deseo. Me asomé al antepecho y la vi bajar de la camioneta. Pensé que venía a llevarse algo, pero no: se traía. A ella misma, sus dos hijos, tres valijas, algunas cajas con juguetes y el lavarropas automático. Al bancario lo había dejado en su casa. El bancario dijo que jamás aceptaría vivir bajo el mismo techo que un tipo como yo.
Yo hubiera podido argumentar que vivía sobre el techo, en la piecita de la terraza, pero no valía la pena. Además, el pobre tenía razones para estar resentido: había arruinado su fiesta de bodas, el momento de mayor felicidad conyugal. De ahí en más su matrimonio fue pura declinación.
Imagínense.
De todas maneras no creí, ni por un instante, que el bancario hubiera dicho algo como “vivir bajo el mismo techo”. Esas eran palabras de Elena. Pueden practicar, repitiéndolas, hasta que logren pronunciarlas con las comisuras de la boca vueltas hacia abajo. A mí no me sale.
No habían pasado diez años desde que Elena provocara el primer ACV de papá y todavía conservaba una silueta atractiva. Pero su rostro era una máscara ritual, si es que en algún lugar del mundo se practica algo parecido a un culto a la insatisfacción.
Posiblemente el bancario nunca consiguió palparle el vientre con la destreza del doctor López Vázquez.
Otro chiste.

Me pasaba las horas en el cuartito de la terraza pensando en esa clase de chistes. Elena no conseguía comprender por qué bajaba las escaleras siempre sonriente. Y cuando la observaba con expresión divertida, se salía de las casillas.
–¿Qué te pasa? ¿Tengo monos en la cara?
–¿Monos? –Fingía estudiar su rostro con detenimiento–. No, me parece que no.
Al cabo de un tiempo la convivencia se volvió intolerable, pero todo se compuso mágicamente cuando decidió usar la terraza para colgar la ropa.
–No hay otro lugar –dijo.
Mentiras: estaba el patio. Además, la ropa entretenía a papá, eso le dije. Era como colocarle uno de esos móviles que adornan las piezas de los bebés.
–¡No te atrevas a nombrar a papá! –chilló Elena.
Eso sí era desconcertante, pero no pude reaccionar de una manera normal. En su presencia me venía una especie de regresión.
–¡Papá, papá, papá! –grité desafiante. Si hasta le saqué la lengua.
Alzó la escoba. Le llevo casi cuarenta centímetros de altura y algo más de sesenta kilos, pero comencé a retroceder. Y trepé corriendo las escaleras. Me acertó con algunos escobazos antes de que consiguiera encerrarme en la pieza.

Desde su regreso Elena no había vuelto a subir a la terraza. En el descanso de la escalera yo había colocado un cartel de advertencia: “Warning”, en grandes letras rojas. Y debajo: “Segundo Territorio Libre de América”.
El primero era Cuba, ya saben.
Una vez que pasé ágilmente debajo del ala de Deseo y me encerré en la pieza, Elena tocó ese objeto que se interponía en su camino del mismo modo que lo haría un ciego, varias veces, tratando de comprender qué era lo que tenía delante. Luego giró la cabeza, lo recorrió con la mirada, lentamente. Cuando sus ojos llegaron al fuselaje, se aplastó contra la pared.
La escoba había caído a sus pies, y permaneció tirada varios minutos, hasta que Elena se rehizo, la alzó del suelo, y bajó al patio.
Lo que más me llamó la atención fue el silencio.

1 comentario:

  1. che, el oso de Boedo se parece sospechosamente a Carlitos Benítezz! Noooooooooooooooo!!!!!

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