lunes, 29 de noviembre de 2010

21. Socialismo sexual

De www.paranoia.com:
Guía mundial de sexo.
Reporte desde Maastricht
La agencia de noticias alemana DPA informa que la doctora Cecil Aan de Stegge, directora de la Clínica Psiquiátrica de Maastricht, negoció un 40% de descuento para sus pacientes más antiguos en el burdel Club d’Amour. Ella había consultado a la policía por la dirección de un buen establecimiento. Asimismo, la manager del Club d’Amour se había desempeñado anteriormente como enfermera en un hospital psiquiátrico. Una auténtica madama especializada.
La señora Aan de Stegge, quien es también miembro de la Asociación de Cuidados Psiquiátricos de los Países Bajos, explicó que sus pacientes son de escasos recursos y no pueden afrontar los precios habituales de establecimientos de ese tipo. Ella pretende romper el tabú que rodea al sexo y las instituciones, pues esto lleva a que las pacientes femeninas sean permanentemente víctimas de acoso sexual.
Muchas enfermeras acompañan ahora a los pacientes al burdel.


Averiguación: Costo del tratamiento en la Clínica Psiquiátrica de Maastricht. ¿La doctora Aan hará descuentos especiales para personal civil de bajos recursos?

Uf.

Hace dos días que la oficial Quintana no se presenta a tomar servicio. Solicitó una licencia pretextando Razones Femeninas.
Por Razones Femeninas puede entenderse casi cualquier cosa. El cuerpo de policía ha sido integrado exclusivamente por hombres durante tantos años que existe una disposición de excesiva condescendencia hacia el personal femenino. Las mujeres siguen siendo una razonable minoría. No sé qué pasará en el futuro, pero por ahora son tratadas como objetos delicados. O hermanitas menores. Se les disculpa todo, hasta los berrinches.
Nadie se extraña de que la oficial Carola Quintana tenga un berrinche y decida no prestar servicio.
Iraola tampoco dio señales de vida, pero el subcomisario merodea en la Brigada muy ocasionalmente, una vez a la semana, a lo sumo, dos. Aquí, al menos, nadie se ha percatado de su ausencia. De todos modos, Johnny hizo correr la voz de que ambos se encuentran en Río de Janeiro, de fin de semana largo.
Circulan algunas bromas sobre la cantidad de ostras que se ve obligado a consumir Iraola para mantenerse activo. Y las más variadas especulaciones sobre el uso que da a su bastón.
Chanzas de oficina, producto del buen humor y la sana camaradería.

De Libermann no volví a tener noticias. Luego de ser expulsados de la confitería nos refugiamos en un bar de la calle Tucumán. Durante el día ha de ser el típico comedero de oficinistas apurados, pero desde el atardecer comienza a poblarse de la cochambrosa fauna del micro centro. Putas retiradas o en condición de merecerlo, marineros estonios, algún inmigrante recién llegado, borrachos solitarios de mirada vidriosa y músculos resecos. En fin, no desentonábamos.
A esa altura Libermann tenía un aire a general soviético con el pecho cubierto de condecoraciones, pero nadie pareció impresionado.
El problema fue el whisky. Libermann hizo un gesto de asco y lo escupió sobre la mesa. Yo no me atreví a probarlo sospechando que alguien había orinado dentro de la botella. Pedimos una cerveza, que es lo primero que a uno se le ocurre en esos casos. Estaba tibia, así que apelamos a una botella de vino blanco. Y un plato de queso para llenar el estómago.
Libermann sacó de su portafolio las copias de los mensajes de Caról. También había impreso una de las fotografías. Produjo sensación en el boliche. Los marineros sacaron las carteras de sus bolsillos. “Dólar, dólar” decían mostrando los billetes. Todos querían conocer a la oficial Quintana. Libermann no les prestó atención. Mientras la foto circulaba de mano en mano pensé si Johnny y yo no estaríamos desperdiciando un buen negocio.
Una de las putas ponderó el armamento del Hombre Araña. Agradecí mentalmente que Libermann no hubiera impreso una foto con mi blanca retaguardia asomando por los agujeros del traje.
Libermann estaba tan absorbido por sus preocupaciones que estampó distraídamente su autógrafo al pie de la foto. El dueño del bar la colocó en un ángulo del espejo, detrás de la barra.
Después nos fuimos. Le saqué a Libermann unos pesos. Para los detectives privados, dije, y lo metí dentro de un taxi.
Mas tarde, Johnny me informó que había llegado bien, aunque resbaló en el umbral del edificio, donde quedó tendido unos minutos provocando la lógica consternación de Johnny.
–No queríamos a acabar tan rápido con él ¿verdad? –dijo Johnny.
Nos había seguido toda la noche. Y después marchó detrás de Libermann.

Aníbal tenía esa misma costumbre: seguir a la gente. A veces era a un extraño, elegido al azar. Otras, a Rolo. O a mí. Pero yo difícilmente me aventuraba más allá de Avenida La Plata y Vernet.
Un día seguimos a Libermann, los dos. Libermann era fácil, dijo Aníbal. Andaba siempre abstraído, como calculando mentalmente raíces cúbicas de cifras de cinco dígitos. Pero hasta él podría percatarse de mi presencia, por lo que Aníbal me hizo colocar un gorro de visera y los anteojos negros de su madre.
La madre de Aníbal era la única mujer del barrio que usaba anteojos oscuros. Y echarpes de seda. Trabajaba en el centro, de secretaria. El padre de Aníbal había sido abogado, pero estaba preso. Por estrangular a su esposa con una cuerda de piano, nos informó Rolo.
La esposa del abogado no era la mamá de Aníbal, sino una señora de clase alta, con departamento en avenida Santa Fe, estola y piano de cola. De haber usado la estola el padre de Aníbal podría haber fingido un accidente, pero arrancó un extremo de la cuerda del piano, lo pasó alrededor del cuello de su esposa y la arrojó por la ventana. La mujer quedó balanceándose a pocos centímetros del suelo, frente a una tienda de ropa masculina: “Casa Mujica, prestigia su elegancia.”

Rolo contó la historia durante la cena. Hacía unos meses había ingresado a la escuela de policía y se interesaba por toda clase de crímenes. Nos deleitaba por las noches con nuevos y emocionantes relatos.
–No hablés con la boca llena –quiso decir papá en su media lengua. Desde el tercer ACV tenía paralizada la mitad derecha del cuerpo. Sostenía la cuchara con la mano izquierda. En el trayecto desde el plato a su boca perdía gran parte del contenido. El resto le caía por la barbilla a través de la mueca despectiva. Había adelgazado muchísimo, posiblemente por hambre. Mamá no se daba cuenta de nada y nosotros éramos casi niños. Creíamos que la delgadez de papá era una secuela –y lo era, pero de un modo indirecto– de su enfermedad.
Pienso que más de una vez sus balbuceos tenían por objeto pedir comida. O un cambio de dieta. Pero desde el tercer ACV no le entendíamos una palabra. Su reprimenda pasó desapercibida y Rolo prosiguió narrándonos la historia con la boca llena de milanesas. Cuando terminó, mamá, con un raro sentido de la oportunidad, dijo:
–¡Pobre señora...!

Camuflado con el gorro de visera y los anteojos de carey, estilo Gina Lollobrigida, aceché a Libermann en la esquina de su casa. Aníbal había descubierto que salía todos los martes y jueves a la misma hora rumbo a Avenida La Plata. Pasó cerca de nosotros, sin vernos. Caminaba, como ya dije, abstraído, acariciando las paredes con la punta de los dedos, a lo largo de toda la cuadra. Tenía siempre las manos sucias, ahora podía ver por qué.
Cruzó Avenida La Plata sin mirar a los costados y se detuvo en la parada del 65. Trepamos detrás suyo en el colectivo. Estaba lo bastante lleno como para ocultarnos de su vista. Aunque yo sobrepasaba en más de media cabeza a la mayoría de los pasajeros, ese sería un inconveniente fácil de subsanar.
Libermann fue hacia el fondo.
–Vamos –dijo Aníbal– pero con cuidado. Mejor agachate
Imagínense. Mi desplazamiento sigiloso en el interior de un colectivo atestado produjo el efecto de una pelota de básquet rodando por una pista de bolos. Cuando una pobre mujer cayó a los pies de Libermann, éste se dio vuelta y me vio, en cuclillas, en el centro mismo de la tremolina.
Hice un conejito.
–¿Qué hacés acá? ¿Y con esa cosa? –preguntó Libermann con disgusto. La cosa eran los anteojos de la madre de Aníbal.
–Viajo.
Sin decir palabra volvió a mirar al frente, hacia la nada, hacia sus imposibles cálculos matemáticos.
En cuanto pude, bajé del colectivo, rojo de vergüenza.

Siempre me despreció.
Ahora soy su amigo, su mejor amigo, su único amigo.
Su tabla de salvación, como quien dice.