sábado, 19 de marzo de 2011

29. Cara a cara con Ernesto Sábato

Pasé un día en blanco, únicamente interrumpido por una llamada de Johnny. Libermann había telefoneado a la Brigada. Cuando le dijeron que yo estaba de franco pidió hablar con el inspector Meneses. Un tarado lo pasó con Salvides.
–Fue todo medio raro –dijo Johnny– y ahora Salvides está muy deprimido.
Corté con Johnny y llamé a Libermann. Me atendió la empleada doméstica. Libermann no estaba en casa, no podía informarme donde había ido ni a que hora regresaría. Pero me dio un número, para que probara.
Probé. Era el consultorio.
–Por esta semana el doctor ha suspendido todos los turnos –dijo la secretaria. Debía tener una bombachita rosa, con volados, por lo engreída. Me dio una bronca…
–Soy un amigo personal.
Pidió mi nombre y al fin me comunicó con Libermann. Apenas escuchó mi voz Libermann se echó a llorar. Tenía una crisis de nervios. Le propuse encontrarnos y me citó para esa misma tarde en el pequeño bar de la calle Lavalle, donde se había convertido en un personaje muy popular. Cuando llegué firmaba autógrafos a un grupo de marineros griegos. Lo noté muy desmejorado.
–Sara me echó de casa.
Le aconsejé tranquilizarse.
–Si no hubiera ido... –Libermann se sonó la nariz. Había desistido de usar pañuelo y limpió sus dedos en el borde de la mesa. Su caída era más vertiginosa de lo que había previsto. Por un momento me apiadé de él. Luego recordé. Recordé.
–Seguí –dije, seco, duro, indiferente al sufrimiento humano, onda Robert Mitchum.
–Nada de esto habría ocurrido. Quiero decir, si hubiera estado yo para recibir el fax.
Mi fax. El Hombre Araña...
–¿Qué fax? –pregunté, en cambio, aguantando la risa.
Libermann abrió el portafolio y buscó en su interior hasta encontrar el fax.
–Mirá.
Hubo un murmullo en el bar. Una puta descendió del taburete frente a la barra y vino hacia nosotros.
–¿Qué tenés ahí, corazón?
Era una morocha bajita, casi enana, de incongruente peluca rojiza. Encaramada en sus zapatos de plataforma debía llegarme a la altura del cinturón, pero no crean que me excité. Ella tampoco me prestó atención. Se acodó en el hombro de Libermann.
–¡Oh la la!
El bolichero, en puntas de pie, trataba de ver desde la barra. Los griegos cuchicheaban entre sí. Libermann, inmune a la realidad, había apoyado el fax sobre la mesa.
–Guardá eso –dije por lo bajo.
–Me llamo Susy –dijo la puta.
–¿Te parece que se puede mandar esto a una casa decente? –Libermann alzó la hoja y la mostró a la concurrencia. Agradecí al cielo que fuera escasa.
–¿De quién es? –preguntó Susy.
–De él– dije.
Miró a Libermann con aprobación.
–Y tenías esa pinta de mosquita muerta...
–Sara recibió esto –se lamentó Libermann.
–No sabés cómo la envidio –dijo Susy.
–Por favor, señora –me encrespé–. ¿Podría hacernos el favor de retirarse?
–¿La querés toda para vos, gordito? Ya me parecía que tenías pinta de trolo.
–No es homosexual –dijo Libermann distraídamente–. Tiene un trastorno glandular.
Me puse de pie. Miré a la mujer desde lo alto. Ella retrocedió a su pesar. Entrecerró los ojos. Enfrentó el pulgar y el índice, apenas separados por una pequeña luz.
–Así chiquita la debés tener.
Sentí que la sangre transformaba mi cara en una remolacha.
–Vámonos –dije.
–No hinchés, Pirulo –dijo Libermann.
–¿Pirulo? –rió la mujer– ¡Pirulo!
El barman también rió. Los griegos cuchicheaban.
–No le bajaron los testículos –comentó Libermann.
Susy dio un paso hacia mí.
–¿Me dejás ver?
Me cubrí la entrepierna con las manos. Desgraciadamente en una de ellas aún sostenía el fax.
–¡Uy, miren lo que sacó! –exclamó Susy.
El barman rió. Los griegos aplaudieron.
–Dejate de joder, Pirulo –protestó Libermann– No es momento de bromas.
–Vamos –insistí.
Sentí en la espalda una corriente de aire. Susy miró hacia la puerta y regresó a la barra con displicencia.
–Sentate –susurró Libermann.
Me negué. No pensaba continuar en ese antro un minuto más. Giré para encarar hacia la puerta y choqué contra un policía.
El policía me miró como si yo fuera una gran montaña de nada. Después bajó la vista hasta la altura de mi cinturón.
–¿Qué es eso?
–Un fax –dije.
Volvió a alzar la vista. Me miró a los ojos. Hizo un amago de sonrisa. Sonreí a mi vez.
–Muy gracioso.
Asentí.
–¿Y tiene documentos el Señor Gracioso?
–El Señor Gracioso está conmigo –dijo Libermann.
–¿Y usted quién es?
–El doctor Libermann.
Libermann trató de incorporarse, sin éxito. Era evidente que no resistía bien el alcohol.
–Bueno –dijo el policía–. Los dos vienen conmigo.
–Federal en comisión –susurré.
–¿Qué dice?
Di un paso hacia el policía y le repetí mis palabras al oído. Se secó la cara con la manga del uniforme.
–¿Tiene identificación?
Se la di.
–PCBC –parecía pensativo, pero no lo estaba: era otro sádico. No demoré en comprobarlo–. ¿Dónde trabaja?
De conocer mi secreto a Libermann le bastaría sumar dos más dos.
–No puedo revelarlo.
El policía asintió.
–Agente secreto.
–Algo así –repuse.
–James Bond.
Me estaba tomando para el churrete.
–Llámeme como guste.
–Sí, James Bond. Apenas lo vi me di cuenta de que era James Bond. Y yo soy Ernesto Sábato.
Mi hipotálamo saltó en la silla turca. Algo ha de haberse roto dentro de mi cabeza porque comencé a ver a través de un velo rojizo.
–¡Hijo de puta!
El bar quedó tan silencioso como si acabaran de detonar una bomba neutrónica.
–Hijo de mil putas –insistí.
Escuché un murmullo a mis espaldas.
–Pirulo... –gimió Libermann.
Sábato, por su parte, parecía no comprender y me miraba boquiabierto, sin atinar a nada.
–¿Por qué no te dejás de hinchar las pelotas? ¡Me tenés harto!, ¿sabés?
Sábato fingía sorpresa e inocencia. Eso acabó por sacarme de las casillas. Le tiré una trompada.