martes, 12 de abril de 2011

32. Con amigos como esos…

Ante los gritos horrorizados de Sara, cubrí a mi pequeño amigo con una mano y lo guardé en su madriguera.
–Por favor, tranquilizate, Sara. Esto es un error.
Avancé hacia ella. Sus chillidos se volvieron completamente anormales. Al fin reaccionó y se metió a la pieza. Quiso cerrar la puerta, pero yo ya estaba cerca y alcancé a apoyar mi hombro. Por más fuerzas que fuera capaz de extraer de su estado de demencia, jamás serían suficientes como para moverme.
Habíamos llegado ahora a un empate técnico. Era momento de desnivelar. Empujé con el hombro.
Sara era una mujer pequeña. Y bonita, aunque esto no tenía la menor relación con lo que estaba sucediendo, como no fuera en lo concerniente a sus más íntimas fantasías. La mayoría de las personas teme más a aquello que más desea, a eso me refiero.
Pero yo no pretendía violar a Sara. Me importaban un comino sus recónditos deseos eróticos.
Cuando empujé la puerta con el hombro ella salió despedida hacia atrás y golpeó contra el placard, pero no crean que perdió el conocimiento. Nada de eso. Gritó más fuerte. No me acusaba de nada específico, limitándose a emitir unos chillidos que sonaban Iiii, iiii, y ponían mi hipófisis al borde del descontrol.
No crean que yo comprendía la naturaleza de sus fantasías, pero no estaba dispuesto a satisfacerla. Ni me parece que pudiera. Su deseo la había llevado a un frenesí imposible de sosegar, ni siquiera por el Hombre Araña.
La idea me dio risa.
–¡Iii! ¡Iiii! –chillaba Sara, aplastada contra la puerta del ropero.
–Calmate –decía yo mientras trataba de imaginar una excusa razonable que justificara mi presencia, y mis carcajadas. Podría argüir que Libermann me había pedido que le llevara unos papeles o le copiara algún archivo. Al fin de cuentas había entrado con sus llaves. Lo de mi pirulín ya sería más difícil de explicar, pero aun de poder hacerlo, todo el mundo acabaría sabiendo que era yo quien enviaba los mensajes.
Ay, carajo.
Llegué junto a Sara y apoyé mis manos en sus brazos. Toda ella era un temblequeante manojo de pasto seco.
–Tranquilizante. No te voy a hacer nada.
Trató de deshacerse de mí dando un paso hacia el costado. La sujeté por los brazos, tan delgados como los de Elena cuando intentaba cubrir su escueto corpiño en la cocina de casa.
La evocación no resultó conveniente. Mi pequeño amiguito empezó a desperezarse y un segundo después ya me había echado sobre Sara tratando de abrir el cierre de su vestido.
Sara me dio un tremendo mordisco en la oreja. Le metí los dedos en los ojos, para que aflojara la presión de sus mandíbulas. Aflojó. Me aparté, apenas, palpando mi herida. Tenía el lóbulo desgarrado.
–Hija de puta. Caníbal.
Alcanzó a soltarse y todavía enceguecida por la histeria, trastabilló hacia la puerta balcón. Me lancé detrás suyo, pero tropecé con la cama, dándole tiempo a quitar la traba y correr la hoja de la puerta. Salió al balcón. Me lancé por la abertura antes de que consiguiera cerrar la hoja, pero tropecé, cayendo entre las macetas. Comencé a incorporarme. Estaba en posición supina cuando miré para arriba. Sara había alzado los brazos sobre su cabeza. Sostenía una de las macetas.
–¡No!
La maceta se partió en mi cabeza.
Volví a ver estrellitas, pero me incorporé con un rugido y le pegué con el hombro en medio del pecho. Retrocedió hasta chocar contra la baranda.
–¡Gordo de mierda!
Era demasiado.
La agarré del cuello con la mano izquierda y metí la derecha entre sus piernas.
Puso cara de asco. Vaya uno a saber qué pensó.
–Tarada –dije una vez que la alcé en el aire.
El “Iiiii” fue haciéndose más débil a medida que su figura se hacía más y más pequeña.

Regresé hasta la computadora, saqué el disquete y rocié el teclado con solvente en aerosol para eliminar mis huellas. Volví hacia el living, pasando un pañuelo por los picaportes y todos aquellos sitios que pudiera haber tocado.
Estaba limpiando la puerta de entrada cuando me sobresaltó el teléfono.
Quedé paralizado, sin saber qué hacer. Luego recapacité en lo absurdo de mi reacción y proseguí con la limpieza.
“Usted se ha comunicado...” dijo la voz de Sara.
Nueva taquicardia. Me había vuelto un verdadero imbécil: Sara estaba despachurrada treinta y pico de metros más abajo. Respiré profundamente tratando de normalizar mi ritmo cardíaco. Entreabrí la puerta de entrada y espié hacia el palier. Estaba a oscuras.
“Hola, habla Aníbal. Estoy devolviendo tu llamado.”
Me volví hacia el contestador. La voz tenía un sonido de ultratumba, pero era realmente Aníbal Lequerica, lo reconocí al instante. ¿Qué hacía ahí mi amigo Aníbal, llamando a casa de Libermann?
“Yo también me siento preocupado por Lito”.
Ese era Libermann, ya saben.
“Pirulo es muy peligroso”.
¿Yo? ¿Qué tenía que ver yo?
“No solo quiso violar a la esposa del médico...”
–¡Mentiras! –grité– ¡Eso fue un invento tuyo!
“...también mató a su padre”.
–¡Hijo de puta! ¡Mi viejo ya estaba muerto, hijo de puta!
“Bien, luego hablamos. Llamame”.
“Bien”. Después de cubrirme de mierda todo lo que se le ocurría decir era “bien”. Claro que lo iba a llamar, pero ¿adónde?, si ni siquiera sabía que había vuelto del extranjero.
“La agenda de Sara”, me dije. Ahí debía figurar el número telefónico de Aníbal. Pero no tuve tiempo de buscarla: el ascensor se había puesto en movimiento.
Salí al palier, cerré la puerta y bajé por las escaleras.