lunes, 1 de noviembre de 2010

18. Para matar tres pájaros de un tiro

Entré en el “Banco de semillas sensitivas”. Pasen y vean también ustedes:

Big Bud
Interior
Ganadora de la copa Mostly Indica
Lo mejor en pureza y vigor híbrido. La planta sorprende aun a los agricultores más experimentados. Yemas colosales, excelente resina, gusto y poder. Algo variable, aproximadamente una de cada cuatro hembras será una productora poderosa, con más larga floración y mayores beneficios.
Floración: 50-65 días.
Altura: 110-150 cm.
Cosecha: 150 gr.
Art. No 335.
160 fl
.

Hembras con la floración más larga. ¿Qué me cuentan?

Las llaves funcionan.
A las dos de la tarde entré al departamento de la oficial Quintana. El portero dormía la siesta y había poco movimiento de vecinos. Me había retirado del trabajo, luego de verificar que la oficial continuaba en su puesto. Fingí una indisposición estomacal. No me costó mucho: tomé un buen vaso de bicarbonato e irrumpí en el despacho de Salvides sin tocar a la puerta.
–¿Y ahora qué quiere? –preguntó el inspector con su proverbial don de gentes.
Eructé.
–Me siento mal –dije–. Creo que voy a vomitar.
Nuevo eructo, esta vez más sonoro y prolongado.
Salvides miró a su alrededor, aterrado, buscando váyase a saber qué. Un impermeable, o un traje de neoprene. El pobre ignora mi drama con la tiroides y cree que tengo el estómago atiborrado de ravioles. A la altura de mi tercer eructo ya me había dado el día libre. Y una recomendación: té de boldo y a la cama.
Guiñé un ojo a Johnny y al salir me dirigí directamente al departamento de la oficial Quintana. Tenía tiempo de sobra, pero era preferible terminar cuanto antes.
Como ya dije, entré sin dificultad, si exceptuamos los dos pisos que tuve que subir por la escalera. Hice varios altos para recuperar el aliento, en los que recordé sin benevolencia a la madre de Johnny. Y a la hermana, si acaso tenía alguna.
Abrí la puerta del departamento y me derrumbé en un sillón.
Diez minutos después todavía respiraba con dificultad, pero mi visión se había recuperado lo suficiente como para observar a mi alrededor. Lo primero que me llamó la atención fue el color de las paredes: naranja, rosa carmesí, lila. No había una igual al resto, pero todas combinaban entre sí, provocando una agradable sensación de calidez. La alfombra era gruesa, mullida y resultaba difícil dominar el impulso de tenderse en ella, en lo posible desnudo. No habría riesgos: la ventana daba a una antigua playa de estacionamiento en la que crecían rozagantes gomeros. Uno de ellos estaba tan cerca que casi era posible acariciarlo.
Me excité, qué quieren que les diga.
Casi sin pensarlo, me quité las ropas, me tendí en la alfombra y retocé una media hora larga, en la que no dejé de pensar en la oficial Quintana.
Una vez más distendido, me puse de pie y avancé por el pasillo. A la izquierda, se abría una habitación con una ventana a la misma vista y una cama de dos plazas. A la derecha estaba el baño y, mas allá, un cuarto pequeño donde el objeto central era la PC. La encendí y me senté al teclado. Fue coser y cantar: en menos de diez minutos la fotografía de Carol que llevaba en un disquete había salido disparada al ciberespacio rumbo al centro del cerebro de Libermann.
Después me aboqué a revisar los archivos.
La carpeta “Patrulla” me llamó inmediatamente la atención. No era para menos: estamos todos ahí, desde Salvides hasta Esteban, el más bisoño de los PCBC, un hacker arrepentido a quien se le conmutó una improbable pena por descubrir la existencia de la Brigada a cambio de una colaboración activa en la lucha contra el crimen. Hay un archivo para cada uno donde la oficial Quintana asienta rigurosamente cualquier novedad.
No pueden creer lo que dice de mí. No tengo estómago para repetir lo que esa mala puta dice de mí.
Por un momento sentí el impulso de borrar sus archivos, romper su computadora y prender fuego al departamento, pero recapacité: Carola debía conservar copias de seguridad. La solución era mucho más simple: alterar el contenido. Me disponía a poner manos a la obra cuando sonó el teléfono.
Dos llamadas y se detuvo: Atención.
Al cabo de unos segundos sonó nuevamente, una sola vez: Rajá.
Era la clave que habíamos combinado con Johnny: Carola había salido de la oficina.
Cerré los archivos y apagué el equipo. Me vestí rápidamente, bajé las escaleras a toda velocidad, abrochándome los pantalones, y tomé un taxi. Llegué a mi casa, todavía agitado, con el corazón en la boca. Me desmayé en el living.

Más tarde, Johnny me explicó todo:
–La oficial Quintana es una espía de Iraola.
Me impactó la seguridad con que formuló la grave acusación, aunque pensándolo bien, surgía del más elemental sentido común. No me había atrevido ni en sueños a considerar semejante posibilidad. Soy un tipo carente de maldad a quien llena de desconsuelo descubrir las bajezas a que es capaz de llegar el alma humana. Por ejemplo, que Iraola hubiera puesto una arpía para espiarme, a mí, al numen de la Brigada Internet, al muchachito de la película, era un golpe demasiado duro para mi autoestima.
Johnny dijo que no era únicamente yo, sino que todos los patrulleros estábamos bajo vigilancia, incluido Salvides.
Johnny resultaba incapaz de entender mi decepción: yo siempre había creído ser el hombre de confianza de Iraola, su partner, su compañero de patrulla. No es cierto que sintiera celos de Carola: por mí, Iraola podía llevarse esa puta a Montevideo cuantas veces le viniera en gana. Y arrancarle el liguero con los dientes. O lo que fuera.
–Es una magnífica oportunidad –aseguró Johnny, sacándome de mi reconcomida ensoñación– de matar tres pájaros con un solo tiro.
Así dicho, sonaba fenómeno.
–Primero –el pulgar de Johnny se alzó ante mis ojos, atrayéndome como una serpiente a un inocente ratoncito–, estuviste muy bien en no borrar los archivos. Indudablemente, Carola hace copias de seguridad. Pero podemos alterarlos. De eso me ocupo yo.
Conservaba su pulgar alzado. Deduje que hablábamos todavía del primer pájaro.
–Modifico el disquete y la próxima vez que entrés a su casa reemplazás los archivos. No se va a dar cuenta de nada.
¿Qué próxima vez?
–Mañana, cuando le mandemos otra foto a Libermann.
Ese era el segundo pájaro, pero Johnny continuaba levantando un solo dedo.
–Dos pájaros. Levantá otro dedo.
Meneó la cabeza con aire de desconsuelo, pero alzó el índice.
–Dos: mandamos otra foto a Libermann.
–Quisiera saber cual es el tercer pájaro.
Johnny me estudió en silencio un minuto largo. Mis manos comenzaron a transpirar. ¿Había dicho algo malo?
Al fin habló:
–Sos increíble.
No pude evitar un sonrojo de satisfacción.
–Continuemos –dijo Johnny.
Sí, continuemos, continuemos.
–Recapitulando...
–¿Recapitulamos o continuamos?
Johnny no me prestó atención.
–Uno, modifico los archivos que guardaste en el disquete.
Alcé un dedo y asentí.
–Dos, mandás una nueva foto a Libermann.
Alcé otro dedo. Íbamos bien.
–Tres, reemplazás los archivos de Caról por los que voy a modificar en el disquete.
Alcé el tercer dedo. Había algo mal: tenía tres dedos pero veía apenas dos pájaros.
Johnny preguntó por qué no me metía los dedos en culo.
¿Era simple curiosidad o se trataba de una sugerencia?
–Dejate de joder, gordo. Hablemos en serio.
Eso hacía, pero me cuidé de aclararlo. Siempre es preferible ser tomado por bromista.
–Ahora dame el disquete.
El disquete, sí, el disquete con los archivos y la foto de Caról y el Hombre Araña.
Johnny tendió su mano sobre la mesa, con la palma hacia arriba.
–¿Y el disquete?
Me palpé los bolsillos. Sonreí, sospecho que un poco pálido.
Johnny se echó hacia atrás y cerró los ojos.
–Dejaste el disquete en la computadora de Caról...
Adopté la postura Meditación Trascendental. Manos cruzadas sobre el abdomen, ojos cerrados, graves cabeceos de asentimiento.
–¿Por qué sos tan autodestructivo?
Una pregunta retórica. Argumenté:
–Fue un olvido.
–Sí –aceptó Johnny–. Es común en vos. Seguramente jugarías a la ruleta rusa con una pistola automática.
Johnny tiene sentido del humor, ya lo dije. Traté de aguantar la risa. Imposible.
La panza de Johnny también se sacudía.
Pedimos otra cerveza. Estábamos en un pequeño bar americano, sobre la calle Venezuela. Según había podido comprobar, luego de un vistazo superficial a la carpeta “Patrulla”, la oficial Quintana había detectado nuestros encuentros en el Ebro. Se limitaba a asentarlos, secamente, sin comentarios, pero el mero registro en el dossier los volvía sospechosos.
Johnny vació el vaso de un trago.
–Vamos a tener que movernos rápido.
El problema era hacia donde. En cualquiera de los rumbos posibles se abría un precipicio.
Propuse una línea de acción contemplativa, citando un antiguo refrán árabe: “Si estás hundido hasta el cuello en un mar de mierda, no hagas olas”.
–¿Qué pueden saber los árabes del mar? –dijo Johnny.
Quedé confundido, pensando. Al fin, olvidé a los árabes y volví a la realidad, por así decirlo. De abrir el disquete, y si lograba sobrevivir al shock, era posible que la oficial Quintana no nos reconociera, aunque en ese sentido Johnny corría menos riesgos que yo. Pero sabría que alguien había usado su computadora y nuestro plan de escarmentar a Libermann fracasaría antes de empezar.
Libermann. Por un momento me había olvidado de él. Y de Sara.
–Hay una solución –aseguró Johnny–: acelerar los tiempos. Sorprender a Caról antes de que alcance a reaccionar.
Sonaba estupendo, hasta que Johnny esbozó su plan. Y media hora después regresó con un bolso que contenía los elementos necesarios para la Fase Uno.