domingo, 29 de agosto de 2010

10. El estúpido asunto de los espejos retrovisores

Jack Herer
Ganadora de la Copa Cannabis 1995
Híbrido múltiple, resultado de largos años de selección combinando tres de las más fuertes variedades conocidas. A pesar de ser a menudo presionados por cultivadores obsesivos a fin de que divulguemos los detalles de su pedigree, mucho tememos que, al igual que ocurre con la fórmula de la Coca Cola, la composición de esta variedad permanecerá en riguroso secreto.
Floración: 50/70 días.
Altura: 150/180 cm.
Cosecha: 125 gr.
Art No 2310.
275 fl.


Salí de la página de semillas sensitivas y volví a los Osos Mimosos de Boedo movido por la curiosidad: tal vez encontrara algún conocido.
No hay ninguno, al menos en las fotografías. Entré al foro y aguardé un rato, escuchando en silencio. Ni de los apodos ni de la conversación pude extraer alguna referencia útil. La conversación era un cotilleo insufrible sobre medidas de bíceps, precio de superbikes, largo de penes y lugares donde comprar ropas de cuero. Cada tanto alguno se echaba un eructo, pero en general todos parecían sujetos delicados y extremadamente amables. Creo que no son osos propiamente dichos ni, mucho menos, de Boedo. Aunque el barrio ha cambiado mucho desde la instalación de un supermercado en el viejo Gasómetro, más bien parecían preferir Santa Fe y Uriburu a merodear por Maza y Chiclana.
Desde ya, nadie utilizaría el sobrenombre de su juventud. Yo tampoco. De hecho entré finalmente en el parloteo bajo el alias de “Rolo”. Tal vez picara algún viejo conocido. Rolo no es un oso. Conserva una excelente silueta, además de un redondo culo de muchachita, pero en el barrio bien podrían suponer que engordó. Tiene el pecho lampiño, pero de sus antebrazos velludos es posible concluir que lo afeita, para resaltar sus pectorales.
Rolo tenía al menos un admirador, no muy secreto. Cuando pasaba por Avenida La Plata y Vernet, José María, permanentemente de pie bajo el toldo de la tienda de doña Porota, su desdichada madre, lo devoraba con una mirada húmeda.
Doña Porota vivía en el cuarto piso de un edificio sobre Vernet. José María atendía en la escalera. Los muchachos del café cobraban para procurarle un poco de satisfacción. Todos andaban escasos de dinero y el sábado a la noche hacían cola en la escalera.
Como lo oyen.
José María era una fuente de ingresos tan buena como cualquier otra y contribuía a mantener la virtud de las novias.

José María hubiera dejado en la ruina a doña Porota con tal de llevarse, por una vez, a mi hermano a su escalera. Pero Rolo jamás se dignó a mirarlo.
Yo sí, aunque a hurtadillas. No quería que José María me sorprendiera. Él también me echaba frecuentes miradas, llenas de rencor, como si yo fuese un potencial competidor. Ignoro por qué. En primer lugar, no creía dar el tipo físico. Mi único punto de referencia al respecto era el propio José María, también pasado de peso, pero en pequeño. Aunque increíblemente velludo. Podría muy bien formar parte de los Osos Mimosos, categoría koala.
Tenía largos pelos en el tórax que asomaban del cuello de su camisa. Pero afeitaba dos veces al día una barba que crecía cerrada alrededor de la gran boca húmeda. También sus ojos estaban permanentemente humedecidos. La mayoría de las veces por una paliza. Sucedía con frecuencia y le llovían desde las más diversas partes. En eso nos parecíamos bastante, aunque a mí los recolectores de residuos jamás me arrojaron dentro del camión.
Después de su excursión en el camión recolector José María regresó del Bajo Flores sin un centavo y cubierto de basura. Un patrullero lo remitió a la comisaría, donde continuaron pegándole, dentro y fuera del calabozo. También en el baño. Y algunos agentes lo llevaron a la escalera.

Hay golpes tan fuertes en la vida...

Recibí el mío con la destrucción de Deseo. De algún modo significó el fin de mi adolescencia. Tenía algo más de 25 años, pero nadie parecía sorprenderse de que madurara tan lentamente. Por lo de los testículos, ya saben.
A medida que lo desguazaba, Rolo iba arrojando los pedazos de Deseo al medio de la calle. Los vecinos se congregaron alrededor de la pila. Cada tanto alguien gritaba “¡Guarda!”. Y todos debían apartarse rápidamente para no ser aplastados por una rueda, un trozo de fuselaje, el alerón de cola o la hélice de madera que yo había pulido y barnizado con tanto esmero.
Parecía que, allá arriba, Rolo no acabaría jamás.
Mis sobrinos y yo mirábamos el magnicidio desde el zaguán, sollozando abrazados.
Qué horror.

Decido seguir la pista de los traficantes de niños por mi propia cuenta, sin informar a Salvides ni, mucho menos, a la oficial Quintana. Coloco un anuncio en amarillas.com:

“Madre soltera de cinco hermosos niños necesita yerba, azúcar, fideos, leche en polvo y una docena de chapas galvanizadas”.

Un señuelo perfecto.

A propósito de Salvides: hizo crisis. Fue el estúpido asunto de los espejos retrovisores. Resolví colocarlos –uno a cada lado del escritorio– luego de una broma que me gastó Johnny mientras yo patrullaba una red chilena que descubrí hace poco.
Antes de continuar, déjenme decirles que no hay nada ilegal en eso pues internet no reconoce fronteras. Uno puede ingresar donde le plazca y desde cualquier lugar. Es una enorme autopista informática de libre circulación en la que el tránsito va simultáneamente en varias direcciones.
Dicho así, parece un poco caótico. Sin embargo, funciona. Es lo que trataba de explicarle a Salvides, pero el inspector se cierra y no quiere entender. A su modo de ver, nosotros no podemos operar más allá de la General Paz sin la correspondiente autorización judicial. Además, estaba obsesionado por los espejos retrovisores de mi patrulla. No veía qué relación podían tener con la red chilena. Las venas de su frente parecían a punto de reventar y golpeaba el escritorio con el puño.
–¿Qué carajo tienen que ver los chilenos con esto?
Ya saben, los espejos.
Yo trataba de explicarle, pero el inspector me impedía hablar. Y me bañaba en saliva. Imagínense. Un asco.
La verdad era bien sencilla: yo chateaba en la red chilena, y digo “chilena” porque es chilena, pero eso no impide que participen usuarios de otras partes, en general hispanoparlantes. Aunque a la sazón me encontraba en el cuarto privado con un estudiante serbio. Aprendía español.
Salvides guiñó los ojos, como un chimpancé frente a una cafetera express.
–¿Qué cuarto privado?
–La sala de interrogatorios –aclaré, en su jerga.
Esto pareció calmarlo un poco. De todos modos insistió, y de muy mal modo, que seguía sin ver alguna relación entre una cosa y la otra.
Yo tampoco. La única relación entre que el serbio estudiara español y la sala de interrogatorios era yo. Sosteníamos un flirteo virtual, cosas que pasan mientras se chatea.
Antes de que piensen mal me apresuraré a aclarar que en esa red soy “Salomé”, una estudiante interesada en la historia del Imperio Austro-Húngaro, una afición como cualquier otra. Fue muy conveniente para hacer contacto con el serbio, aunque sospecho que Milan (así se llama) también ha leído al general Liddlehard, pues en realidad le importa un comino del Imperio Austro Húngaro y únicamente quiere conocer chicas.
Le gustan morenas y pequeñitas, con carnes bien distribuidas y gruesos labios rellenos de grasa abdominal. Quería saber cómo me veía yo. Le di una descripción aproximada de Amelita Vargas, La reina del mambo.
–¡¿Amelita Vargas?!
¿Ya dije que Salvides tiene la costumbre de repetir mis palabras, pero en forma de pregunta?
Algunos de mis compañeros rieron. Son tan jóvenes: creen que cuando Amelita Vargas filmaba en Artistas Argentinos Asociados, fuera del estudio merodeaban los dinosaurios. De todas maneras, si alguien ríe a mis espaldas, generalmente lo hace de mí. Lo sospecho desde mi niñez, cuando Aníbal pegaba carteles en mi guardapolvo.
Miré por el retrovisor. Mis ojos se cruzaron con los de Johnny. Sonrió y me hizo una seña de OK. “Vas bien”, parecía querer decir.
Podía ir bien, pero si Salvides hacía el ACV –tenía todos los síntomas– terminaría muy mal, convertido en un PCBV. Y viviendo nuevamente en casa de Rolo, donde fui a parar luego de la muerte de papá.

–No puedo con él –había dicho Elena luego de sonarse la nariz–. Además, si mamá vuelve a verlo, no sé qué puede llegar a pasar.
¿Qué podía pasar? Nada. Mi madre había quedado definitivamente atrapada en el pasado y, si todavía resultaba capaz de hacerse cargo de algunas tareas hogareñas, era más por un reflejo pavloviano luego de tantos años de rutina que por una cabal comprensión de la realidad. Ni se había enterado de la muerte de papá, y siguió bañándolo, perfumándolo y poniendo su cuerpo junto a los malvones hasta que salió eyectado de la mecedora.
Luego de eso, lo echó de menos. Las tareas de mantenimiento conyugal le llenaban varias horas del día y de algún modo le permitían regresar de la fiesta de casamiento. Ahora en cambio, parecía condenada a revivir una y otra vez Aquella Noche.
–¡Pobre señora! –fue todo lo que se le escuchó decir cuando vio a papá en el patio, con la cabeza hundida en el macetero.