sábado, 30 de abril de 2011

34. El consejo de un sabio

Nota de color en la sección Informática de un diario de hoy:

“Aseguran en Geocities no haber violado al inspector Salvides”.

La periodista comenta que la Policía Federal se ha negado a dar precisiones. La excusa del vocero policial es que hay más de diez mil oficiales en actividad, que no puede saber el apellido de todos.

¿Pero es posible que exista algún Salvides?”, pregunta.
Se trata de un apellido bastante común.”, responde el vocero policial.
¿No niega entonces la veracidad de la noticia?”
“¿Qué noticia?”
, se sobresalta el vocero.
“Un señor publica una página Web explicando que no violó al inspector Salvides. ¿No le parece esa una noticia?”
“Señorita, no se puede dar crédito a todo lo que está en internet. Seguramente se trata de un loco. En todo caso no me consta que eso haya sucedido”

La periodista se toma el asunto para la chacota. Pregunta:
“¿Qué es lo que no sucedió?
“No comprendo”
, dice el vocero.
Yo sí. Río.
“¿Usted quiere decir que no sucedió que el inspector Salvides no haya sido violado?”
“Desmienta terminantemente”
–dice el vocero.
La periodista concluye confesando ignorar que es lo que corresponde desmentir.
“Si el autor de la página miente al decir que el inspector Salvides no ha sido violado, esto significa que lo ha sido. Pero si lo ha sido ¿miente el autor de la página al negar toda responsabilidad en el hecho? ¿O dice la verdad? En cuyo caso, ¿Quién violó al inspector Salvides?
“Esa es la pregunta del millón”.


Firma la nota: Claudia Miranda.

Me revuelco de risa. Me encanta Claudia Miranda. Es una harpía muy mala. Y goza con eso. Se humedece en su butaca en medio de la redacción, a la vista de todos. Tiene bonitas piernas y un liguero azul.
Me sube la testosterona, me sube.
Mi pequeño amigo se pone juguetón. Lo tranquilizo con caricias suaves y palabras dulces hasta que suena el teléfono.
–Esto es un quilombo de órdago –susurra Johnny. Habla desde la Brigada–. Todo el mundo está en geocities/inocente.
Me hago el distraído.
–¿Sí?
–Sí. Y hace un rato entró Iraola hecho una furia y se metió al despacho de Salvides. El pobre Salvides no se había enterado de nada: nunca lee la sección informática. Ahora los médicos lo están sacando en camilla. Tuvo un ataque.
Le pregunto si uno de los doctores se llama Hermosilla. Johnny no lo sabe.
–No importa –digo.
–Ah, y te llamó Libermann.
Libermann. Libermann.
Agradezco a Johnny que me tenga al tanto de las novedades y corto.

Libermann, Libermann.
¿Qué haré con Libermann?

Llamo a Libermann.
El doctor no está, me informa su secretaria. Le explico que soy un amigo y que el doctor me dejó un mensaje solicitando verme. En forma urgente, recalco.
–Estará en la morgue –dice.
–¿¡Murió!?
–La esposa.
–¿Qué pasa con la esposa?
–La señora Libermann ha tenido un accidente.
–¡Oh! –exclamo.
Corto y me visto rápidamente. Tomo un taxi. En media hora llego a la morgue. Muestro mi credencial y entro. El sombrío edificio parece destilar pus. Se me alteran las gonadotropinas y me voy deprimiendo a medida que avanzo por un pasillo.
Yo también acabaré acá, pienso, pero no para siempre: después me mandarán a la cátedra de aberraciones genéticas de la facultad de Medicina. Será mi gran contribución al progreso de la Humanidad.
Cuando estoy a punto de perder el conocimiento, al final del pasillo encuentro la sala de espera. Veo a Libermann en un rincón. Lagrimea y sacude la cabeza mientras responde las preguntas de un oficial de policía.
El uniforme del policía está salpicado de las condecoraciones de Libermann.
Me mantengo aparte hasta que el policía se va. Libermann permanece unos segundos, como ausente. Por fin me ve. Viene hacia mí, moqueando.
–¡Sara se suicidó!
Me abraza. Domino la repulsión y le palmeo la espalda.
–Tranquilo –digo.
–¡Yo la maté!
Su confesión me desconcierta. Hasta donde recuerdo, a Sara la maté yo. Pero como soy astuto, no se lo digo.
–Y la policía me preguntó por vos –agrega.
Hielo bajo mis pies. Patino en la pista rumbo al precipicio.
–¡¿Vos la mataste y la policía pregunta por mí?!
–Yo no la maté.
Lo observo en silencio, como un científico estudiando a un apestoso gusano.
–Vos estás loco –sentencio–. Tanta paja te achicharró el cerebro.
Libermann baja la cerviz. Lo pude.
¡Lo pude!
–Soy un monstruo –admite.
Me mantengo impertérrito: no me conmueve en lo más mínimo. Lo mismo decían de mí y aquí me ven, lo más pimpante.
–Si le hubieras prestado un poco más de atención, Sara no te habría metido los cuernos.
Libermann retrocede, boquea. Es un horrible pez debatiéndose por respirar, un pez moco.
Intento consolarlo:
–En tu lugar yo también la habría matado.
Libermann niega con cadenciosos cabeceos. No puede creer en mis palabras. Le doy una pequeña ayuda.
–La hice seguir por los detectives...
Alza la mirada. Se la sostengo. Su rostro se descompone. El presumido clon de mister Kissinger se ha convertido en un grotesco monigote de plastilina.
–¿Meneses…? –pregunta.
Consigo controlar la carcajada, que pugna por salir de mi pecho. El esfuerzo me provoca acidez. Y gases.
Libermann se aparta de mí, sorprendido, pero apenas por un instante. Lo tengo sujeto por los hombros
–Privados –susurro–, detectives privados. Pero no te preocupes: me llevaré el secreto a la tumba.
–¿Con...? –Libermann vacila. No acaba de asimilar la espantosa noticia. El único consuelo en su caso hubiera sido el saberse querido, respetado por la persona amada. Ese habría sido al menos un dulce recuerdo para atesorar en el corazón. Sé de qué hablo. Al fin se atreve –¿... con quién?
–No te lo puedo decir.
El rostro de Libermann se desfigura hasta parecer la imagen de un cerdo reflejada en un espejo deformante.
–¡Tenés que decírmelo! –grita.
Lo tengo dentro de un puño. Es hora de cerrar la mano con fuerza, aplastarlo como a una fruta podrida, pero demoro el desenlace.
Por un lado, la idea de aplastar en mi mano una fruta podrida me da asco, qué quieren que les diga. Pero también quiero disfrutar del momento de la suprema venganza, demorado tantos años. Ya siento el placer que me deparará. Si hasta mi pirulín parece endurecerse.
–Te va a hacer daño.
Libermann dobla la cerviz y menea la cabeza.
–Decime con quién, por favor.
Me ruega ¡Libermann me ruega!
Junto aire y le lanzo la estocada final:
–Con Aníbal –digo.
Libermann frunce el ceño y retrocede.
–¿Qué Aníbal?
–Aníbal Lequerica ¿No te acordás?
–Aníbal vive en Suecia.
Tengo un vahído. Trato de asirme de algún sitio, pero a mi alrededor tan sólo hay aire. Y líbermann. Y más allá de las puertas, heladeras llenas de muertos.
Me siento caer y doy un último manotazo.
–Habrá vuelto
–Lo llamé anoche. Estaba en su casa, en Estocolmo.
Caigo irremisiblemente en el precipicio.
–Será otro…
–Liberman se sigue apartando de mí, sin dejar de vigilarme. ¿O me estará estudiando?
Me estudia, Libermann me estudia.
Siento un cálido hilo de orín rodar cuesta abajo por el interior de mi muslo.
Sáquenme de acá, por favor!
Quiero gritar, pero mi cerebro está enteramente ocupado en el esfuerzo de hacerme respirar.
Boqueo. Boqueo.
–Me dijo que me cuidara de vos. Ahora comprendo por qué. Sos un monstruo, un verdadero hijo de puta.
–¡Con mi vieja no te metás! –chillo en un rapto de histeria.
Libermann vacila, pero mi sentido del ridículo me juega una mala pasada. Mis ojos se llenan de lágrimas. Hago un esfuerzo supremo pero pierdo el control y me dejo llevar.
El monigote de plastilina hace un gesto de suprema repugnancia.
–¿Y todavía te reís? ¿Ensuciás el nombre de Sara y todavía te reís? En un momento como éste y nada menos que con mi mejor amigo.
Ah no, eso no puedo permitirlo.
–Aníbal es mi mejor amigo.
El monigote apoya un índice de plastilina en su mejilla de plastilina. Ha vuelto a convertirse en Henry Kissinger.
–Estás muy enfermo –diagnostica–. Deberías consultar a un facultativo.
Corro por el pasillo. El pus que chorrea de las paredes cubre el piso con una sustancia gelatinosa. Mis pies se vuelven de plomo. Me sofoco. Tengo palpitaciones. Mi organismo es bombardeado por una horda de estrógenos.
¡Me van a crecer las tetas!
–Cálmese, hombre.
Un enfermero me ha tomado del brazo. Me ofrece un vaso de agua. Señalo mi cabeza.
–Es el hipotálamo –explico–. Ya pasó.
–Parece enfermo –dice– debería consultar a un doctor.
Estoy harto de pedantes. Le tiro una trompada. Cae hacia atrás. Corro por el pasillo, empujo al portero que me sale al cruce y salgo a la calle. Paro un taxi y me zambullo en el asiento trasero.
–Al consultorio del doctor Hermosilla, rápido.
El taxista me mira por el espejo.
–¿Dónde queda?
–No sé.
Sus ojos siguen en el espejo.
–Empecemos de nuevo.
Suspiro
–Sería maravilloso, si fuera posible...
–Pero algo tenemos que hacer.
Asiento. El hombre es un sabio.
–No puedo quedarme de brazos cruzados, ¿verdad?
Alza las cejas.
–Si eso es lo que quiere..., pero el reloj ya está corriendo.
–¡El tiempo pasa!
–Y cuanto más pase, más caro le va a salir.
Estoy impactado. El hombre es un sabio.
Le pregunto si estudió en la India.
–No –dice– pero llevo años acá y he visto de todo.
Un talento natural.
–¿Qué me aconseja hacer?
–Ponernos en marcha.
–Sí –exclamo–. En marcha ¡Avanti! ¡Piú avanti!
El hombre me ha devuelto la fe. Le doy la dirección de mi casa y partimos al encuentro con el destino.
¡Ma avanti, sempre avanti!

domingo, 24 de abril de 2011

33. Sin noticias del doctor Hermosilla

Vean lo que dice la Endocrine Web Home Page:

“Sistema endocrinológico
”La testosterona es la principal hormona masculina; se produce en las células de Leydig en los testículos, por influencia de la hormona luteinizante segregada por la hipófisis anterior. Estimula la aparición de las características sexuales secundarias masculinas: crecimiento de la barba y vello púbico, desarrollo del pene y evolución de la voz hacia un tono mas grave”.


Secundarias. Características secundarias.

“Testículos. Son cuerpos ovoideos pares que se encuentran suspendidos en el escroto.
”Páncreas. La mayor parte del páncreas está formado por tejido exocrino que libera enzimas en el duodeno. Hay grupos de células endocrinas, los Islotes de Langerhans, distribuidos en todo el tejido que secretan insulina y glucagón”.


¡Glucagón!
Sólo eso me faltaba.

El amanecer me sorprendió dormido frente al teclado de mi computadora. Había pasado la noche prácticamente en vela. Apenas conseguía conciliar el sueño aparecía en el Dark Site practicando sexo oral con un una gallina de Guinea.
Al fin desistí de dormir. Fui hasta la cocina, preparé un termo de café y me senté frente al teclado. Configuré mi explorador para navegar anónimamente y patrullé el mundo del crimen. Me había convertido en un vigilante voluntario, como Batman.
Esto carecía de sentido. Bruno Díaz era un homosexual multimillonario. A mí apenas si me quedaban ahorros para afrontar dos meses de alquiler. Después, ya saben: Rolo y su Mágnum.
De algún extraño modo me sentía más cerca del Hombre Araña, lo que no me tranquilizó, en absoluto. Se trata de un superhéroe muy conflictuado a quien todo le sale para el carajo. Sus trastornos glandulares son más que evidentes. Es huérfano y tiene problemas económicos. Y un jefe tiránico y maligno.
Somos casi almas gemelas.

De pronto me sorprendí preguntándome si también él habría matado a sus padres.

Esto no era justo. No había visto a mi madre en años. Y papá ya estaba muerto cuando golpeó contra la maceta. Si ni siquiera sangró.
Pero la odiosa acusación de Aníbal había revivido en mi interior un adormecido sentimiento de culpabilidad, esa horrible sensación de ser el responsable de la debacle familiar.
¡Y se decía mi amigo!
Durante años vino a tomar la leche a casa. Mientras mamá conservó algún contacto con la realidad, había sentido pena por Aníbal, el hijo de la señora de anteojos oscuros que trabajaba en el centro. Cuando jugábamos a la pelota en la vereda y mamá se asomaba a la puerta para anunciar que la leche estaba lista, siempre buscaba a Aníbal con la mirada y mediante una seña lo invitaba a compartir mi pan con manteca.
Mi pan con manteca.

No vayan a creer que alguna vez sentí celos: Aníbal era mi amigo y de algún modo el cariño que le prodigaba mamá también caía sobre mí. Por ejemplo, cuando estaba Aníbal, había dulce de leche.
¡Quién hubiera dicho que me traicionaría de esta forma! ¡Y con Sara, la esposa de Libermann!

Uno de los factores que siempre –hasta que lo vi en televisión– me hicieron sentir más cerca del género humano que Libermann, fue mi amistad con Aníbal. Y ahora venía a descubrir su doblez, su falsedad, su hipocresía. Aníbal había comenzado a venir a casa por la leche. Y siguió haciéndolo luego por Elena.
Me gustaría que la hubiese visto, ya desde chiquita, sentada en las rodillas de papá, preparando el estallido de su sistema cerebro vascular. Ella lo mató, la víbora.
La víbora y Aníbal: tal para cual.

Había salido del mundo del crimen casi sin darme cuenta, llevado por impulsos interiores. Abría ahora la página de la compañía telefónica. Ni rastros de Aníbal. Sin embargo, tenía teléfono. Él mismo lo había dicho.

Sentí un vahído. Mi cabeza daba vueltas y comencé a caer al vacío. Las luces de los automóviles eran pequeños haces rojizos. El viento hacía zumbar mis oídos. Caía al vacío, planeando en círculos. Miré hacia arriba. Un gordo con una mancha de tierra ensangrentada en la cabeza me miraba acodado en un balcón, con los ojos y la boca muy abiertos. Seguí cayendo mientras una sombra emergía junto al gordo. Tenía una remera ceñida que resaltaba los pectorales y un bulto en la entrepierna. Parecía Rolo, pero era Aníbal. Lo supe al instante.
Aníbal apoyó el cañón de su Mágnum contra la cabeza del gordo. “¡Iiiiii!”, escuché cuando la cabeza estalló como una ciruela podrida.

No sé cuanto tiempo estuve en el piso. Cuando abrí los ojos todavía era de noche. El protector de la pantalla era un enredo de cañerías. Enderecé la silla y me acomodé frente a la computadora. La página de la telefónica seguía abierta.
Busqué Hermosilla. Había varios. Resalté “Hermosilla, Jorge R. Med” y conecté el teléfono. Respondió un contestador automático. Dejé un mensaje rogándole que me llamara.
Colgué, pero no volví a la red. Permanecí aguardando la llamada de Hermosilla hasta que me sorprendió la salida del sol. Cuando abrí los ojos lo primero que recordé fue el mensaje de Aníbal en el contestador de Sara Libermann.
Me vino una bronca…

Para tranquilizarme, entro en el banco de semillas sensitivas

Silver Pearl
Interior/Invernadero
Ganadora de la Copa Sativa/Indica 96
Madre de la famosa Silver Haze, ahora a la venta como estirpe.
Híbrido formado por Early Pearl, Skunk #1 y Northern Lights. Es más rápida y de sabor más dulce que la Shiva Skunk. De excelente rendimiento en interior e invernadero, exhibe la resina opaca característica de Northern Lights #5 y la dulzura y el amplio cáliz de la Early Pearl/Skunk.
Una de las favoritas de este banco de semillas.
Floración: 45– 50 días.
Altura: 100-125 cm.
Cosecha: 100 gr.
Floración en invernadero: fin de septiembre.
Cosecha en invernadero: 500 gr.
Art No 2303
125 fl.


La dulzura y el amplio cáliz...
Siento otro vahído. Las paredes giran a mi alrededor. Mis dedos se cierran con suavidad en torno al mouse.
Siento en mi cuello la cálida respiración de la señora López Vázquez. Sus labios se entreabren dejando ver una pareja hilera de dientes entre los que asoma la sonrosada y ávida lengua de la oficial Quintana.
Me dejo caer, me dejo caer, hasta que veo al Hombre Araña avanzar hacia mí sosteniendo en sus manos un descomunal instrumento de penetración.
Reacciono a tiempo y con un rápido impulso alcanzo a apagar el cpu.
Clic.