martes, 24 de agosto de 2010

9. El hombre araña

Peligro en la red: incesto en California. Padre, hija y un vibrador. Título: “Un poco más, daddy”.

Hay veces en que estoy a punto de pedir un cambio a un área menos traumática de la internet. Terrorismo. O Drogas Peligrosas, la especialidad de Johnny. Pero el subcomisario Iraola insiste en que soy el más indicado para patrullar ilícitos sexuales.
–Son los peores crímenes –dice–. En especial, si hay menores involucrados.
Es verdad, pero cuando aparece involucrado un menor debo elevar el caso a la oficial Quintana. Esa es su área: menores en riesgo y mujeres golpeadas. Hay miles de mujeres golpeadas en el planeta. Y hombres, aunque sospecho que ahí merodea Iraola.
La chica de “Un poco más, daddy” está en riesgo. Por dos dólares puedo comprobar hasta que punto. Y por ocho más existe la posibilidad de dar algunas órdenes.
Me hubiera gustado pedir que usara el vibrador con su amado daddy, pero habría tenido una discusión con Salvides. Parece que la plata saliera de su bolsillo y no de los fondos reservados del Ministerio.
Tendré que derivar “Un poco más, daddy” a la oficial Quintana. Es abuso de menores y prostitución.
La oficial Quintana ha descollado en la lucha contra la prostitución infantil. Hace poco descubrió un caso en Sidney y recibió una felicitación del Consejo del Menor. No comprendo por qué el Consejo del Menor de aquí y no el de Sidney. Tampoco comprendo el significado del enigmático mensaje del presidente del Consejo: “Meterse con la prostitución es meterse con la vida”.

–Me tenés que dar una mano –había dicho Johnny, ¿recuerdan?
La ayuda que requería era de orden práctico. Pero me revelaría su naturaleza recién cuando terminara nuestro turno de servicio.
–¿Es un asunto particular?
–Más o menos.
Al cumplirse la hora, Salvides salió de su despacho y nos miró con curiosidad. Todos los detectives habían apagado los motores de búsqueda y cubrían sus equipos con las fundas de nailon. Algunos ya hacían cola frente al reloj, mientras Johhny y yo continuábamos de patrulla.
Salvides pareció a punto de decirnos algo, pero lo pensó mejor: podría obtener una respuesta. Se alzó de hombros e hizo un gesto vago con el índice apuntando hacia su sien. Ya saben.
Algunos de los muchachos ensayaron risitas de compromiso y de a poco fueron abandonando la oficina.
Johnny se puso de pie.
–Vamos.
Lo seguí hasta el privado de la oficial Quintana. Recién entonces advertí que no la había visto salir con los demás. Me pareció que tampoco había abandonado su despacho en toda la tarde. Si bien yo patrullaba contra la pared, de espaldas al salón, cuando la oficial lo atravesaba para dirigirse hacia lo de Salvides sentía el penetrante aroma del Parfum Dalí Edition Special. Y si había venido de uniforme, el repicar de sus largos tacos en el mosaico, que me provocaba inevitablemente una ligera excitación. Pero esa tarde había transcurrido calma y monótona como pocas.
Johnny abrió la puerta del despacho. La oficial Quintana estudiaba el racimo de dátiles.
–Vamos –me urgió Johnny.
Yo permanecía paralizado en el vano de la puerta. Para obligarme a entrar hubiera sido preciso un shock eléctrico.
–¿Qué esperás, boludo?
Comencé a retroceder.
Johnny meneó la cabeza con fastidio, de dos zancadas llegó hasta la butaca de la oficial y la hizo girar. Las manos de Quintana yacían laxas en su regazo. Tenía los ojos entreabiertos.
–¿Está muerta?
Johnny no respondió. Se había alejado unos pasos de la oficial y la observaba con ojo crítico.
–Vamos a tener que hacer algo con esa cara.
Supuse que hablaba en plural mayestático, pero Johnny no parecía ver las cosas del mismo modo.
–A ver, Gordo, dame una mano.
“Gordo” es en la Brigada mi nickname más corriente. Muestra muy poca originalidad y parece un poco abusivo, pero así y todo lo prefiero a Pirulo. Hace mucho que dejé de ser Pirulo, aunque suelo comportarme como tal en demasiadas ocasiones. Esta prometía ser una de ellas.
Continué retrocediendo al tiempo que meneaba la cabeza.
Johnny me paralizó con su índice.
–Me metí en esto por vos.
Eso no era verdad.
–Eso no es verdad –dije. Además, no tenía idea de a qué denominaba “esto”. Y me parece que no quería saberlo.
–Bueno, dejate de joder –protestó Johnny– Pongámonos a laburar antes de que se le pase el efecto.
Observé a la oficial Quintana con mayor detenimiento: Johnny le había dado una de sus pastillas.
–Mientras yo la preparo –prosiguió– vos ponete el traje de Hombre Araña.
Había escuchado mal. O empezaba a tener alucinaciones auditivas. Podían ser síntoma de un tumor cerebral, de una hormona fuera de lugar, de demencia…, aunque también era posible que Johnny hubiera disuelto uno de sus comprimidos en mi café.
Todavía estaba a tiempo de echar a correr hacia la salida, pero Johnny había comenzado a desprender la blusa de la oficial Quintana, revelando un ajustado soutien de reglamentario color azul. La puso de pie, tomándola de las axilas. La oficial se bamboleó a izquierda y derecha. Tenía una sonrisa tonta. Un hilo de saliva rodaba por su barbilla. Y sus brazos colgaron fláccidos a los costados cuando Johnny la libró del soutien. Volví a sentirme al borde de un precipicio.
Ya no era dueño de mí.
Con el discernimiento de un autómata me dirigí al escritorio de Johnny, abrí su bolso y saqué el traje de Hombre Araña.
Eso me hizo reaccionar.
–¡Yo no me puedo poner esto!
Era una protesta polivalente, pero Johnny pretendió comprender sólo uno de sus significados.
–Es tela elástica –gritó desde el despacho–. Lycra, o algo por el estilo.
Resulta increíble la resistencia y ductilidad de esos tejidos sintéticos. Mi cuerpo fue haciendo presión sobre los puntos, pero estos, lejos de deshacerse, parecían querer regresar a su conformación original. Al cabo de un rato conseguí meterme dentro del traje, pero en cierto sentido acabé adaptándome a su forma.
El resultado era bastante aceptable y podría haber dicho que magnífico, de no ser por la bragueta que, lejos de pasar desapercibida, se abría en un enorme tajo por el que pendía mi tímido pirulín aterciopelado. Mis nalgas, por su parte, asomaban como bochas de helado de crema a través de dos orificios circulares practicados en la parte trasera del pantalón.
–¡No me puedo poner esto!
Johnny se asomó a la puerta.
–Ya lo tenés puesto. Además, te queda muy bien.
¿Sí? Busqué un espejo, pero no había ninguno a mano. Siempre tuve la intención de colocar un par de retrovisores en los laterales de mi escritorio, pero había pospuesto una y otra vez el asunto desanimado ante la perspectiva de una nueva discusión con Salvides. Ahora lamentaba haber sido tan pusilánime.
Me observé como pude en el vidrio de una de las ventanas. La borrosa figura del superhéroe irradiaba gallardía y virilidad.
Me coloqué la máscara, saqué pecho y con paso elástico me dirigí al despacho de la oficial Quintana.