jueves, 16 de diciembre de 2010

23. Violación en la Bombonera

Entro en paranoia.com
Gato drogadicta en Ámsterdam. Su nombre es Karel y vive en los alrededores de la casa de Peter. La casa de Peter es una especie de barco anclado en un canal de Ámsterdam, que viene a ser como Venecia, pero llena de holandeses y putas. Peter, claro, es un delincuente que la va de Virgilio y nos pasea por el Jardín Holandés del Cáñamo. Lo primero que hace es mostrarnos su casa flotante, cuatro veces más grande que la mía, que ni siquiera flota. El crimen paga, al menos más que el Estado.
En el rincón superior izquierdo de la página, Peter nos presenta a la gato Karel. Ama el cáñamo, dice Peter. Intuyo un caso de prostitución y droga, mujeres desnudas y orgías polimorfas. Me sube la testosterona y busco la imagen de Karel.
Se trata, sus rasgos fisonómicos lo demuestran sin sombra de duda, de un verdadero gato. El asunto carece por completo de sentido. Quedo desconcertado. Guardo la página.
Es una mañana tranquila, con pocos ilícitos. Me aburro. Salgo de la internet. Abro de mi archivo la página de Peter y trabajo en ella. A los veinte minutos convertí al Gato Karel en La Cerda Salvides. Copio el archivo a un disquete y lo llevo hasta el escritorio de Esteban
–¿Podés meter esto en la computadora de Salvides? –pregunto.
–Seguro –dice Esteban.
Regreso a mi escritorio antes que del despacho asome el rostro atormentado de Salvides.
Cu-cú. Cu-cú

Esteban tiene a Salvides al borde del descontrol nervioso. Por supuesto, el inspector no sabe quién le descalabra los archivos, pero sospecha que se trata de uno de nosotros.
Esteban es peligroso. Y pasea por más computadoras de las que confiesa. Tal vez hasta en la mía, por lo que he tomado la precaución de dejar una zona de fácil acceso rodeando el resto de una muy estudiada línea de defensas. Nada es suficiente para detener a Esteban pero al menos sabré si consiguió ingresar a mis archivos.
Todo esto me da una idea. Brillante, dirá Johnny.

El día transcurre sin mayores incidencias. Me doy una vuelta por la red boquense. La encuentro más reposada que la platea de Ferro. Ni señales de Beto Beep. Le pregunto la hora a una barrabrava de Quito. Las 3,17 PM responde. Charlamos. Está conectada a la red desde una computadora de la embajada argentina. Tiene 17 dulces años y una mirada triste, dice. Añora los apretujones en la popular de la Bombonera. Le pido que se describa. Jeans, zapatillas, una corta remera verde que le deja la cintura al aire y una cinta azul y oro sujetándole el pelo a la altura de la nuca. Se quita la cinta y agita la melena, larga hasta los hombros.
Te vi, escribo, estás frente a mí, a unos seis escalones de distancia”.
Le doy una descripción de Rolo. Llevo el torso desnudo, bañado en sudor. Pero huelo a Au de Cologne Blumenthal. Tengo una caja de tetrabrick.
Convidame”, dice.
Me abro paso en la multitud y llego a su lado.
Gol!!!, grito. Gol de Boca!!!”.
Saltamos abrazados.
“¿No tenés algo?”, pregunta después con un mohín encantador.
Saco una colilla del bolsillo derecho de mi jean. Muy arrugada, pues mi jean es excesivamente estrecho.
Ya me di cuenta”, dice con intención.
Reímos. Y fumamos, una pitada cada uno. Hasta que se mete Reiphnol.
Conviden, che!!”.
Carajo, Reiphnol se instaló junto a ella y la toma de la cintura. Le alcanzo el pucho. Da una pitada profunda y me lo devuelve. Al hacerlo se inclina hacia mí y pasa el brazo derecho frente a la chica mientras su mano izquierda desciende por la nalga.
Cuidado con lo que hacés”, le advierto.
Reiphnol ha metido la mano dentro del pantalón de la chica, que no atina a reaccionar. Un secuaz suyo me sujeta los brazos por detrás. Pesa 120 kilos y se me parece vagamente, pero en versión basta. De un culazo podría hacerlo aterrizar de cabeza en medio de la calle Brandsen, pero en ese momento soy Rolo y recuerdo a tiempo mi redondo trasero de muchachita. Preventivamente, aprieto los cachetes y aguanto a pie firme la embestida del gordo. En tanto, Reiphnol ha desprendido el botón del jean de la chica, que no opone resistencia. Está paralizada de terror.
Agarro al gordo de la muñeca y lo lanzo por sobre mi hombro. Cae a la primera bandeja, pero se resiste a morir. De todos modos le hago notar que está muy dolorido y queda fuera de la pelea. Me vuelvo hacia la chica. Reiphnol la sujeta por detrás con el brazo izquierdo y hurga con la mano derecha debajo de la camiseta.
No lleva corpiño”, dice.
Le tiro una trompada. Reiphnol la esquiva, suelta a la chica y me pega en las costillas. Me doblo en dos. Varios energúmenos saltan sobre mí. La chica se lanza escaleras abajo, medio en cueros. Reiphnol la persigue enarbolando la remera verde. Dejo fuera de acción a uno de mis agresores mediante un certero codazo en la nariz. Otro pretende aferrarme de las partes, pero las llevo envueltas en un pañuelo y zafo. Le aplico un violento puñetazo en la sien y lo dejo seco.
En tanto, la chica desaparece en la boca de un túnel.
“¡¡No, ahí no!!”, grito.
Pero ya es tarde: se acaba de meter en los baños. Catorce o quince vergas se vuelven hacia ella. Se detiene en seco e intenta retroceder, pero Reiphnol la sujeta una vez más por la cintura.
Me libro de la patota y me lanzo en su persecución. Los energúmenos ya comenzaron a quitarle los pantalones. La escucho gritar:
¡No, no! ¡No es lo que ustedes creen!”.
Pero ellos no creen nada y se encuentran en posición, prestos a consumar.
Corro como un enloquecido. Alguien me sujeta de la camisa. Giro para aplicarle un derechazo y me encuentro frente a frente con un cabo de la Guardia de Infantería. Miro a mi alrededor. Toda la tribuna se ha poblado de policías. Los hinchas huyen en todas direcciones. Dejo fuera de acción al cabo mediante un certero puntapié y reanudo la persecución, pero un grupo de agentes me cierra el camino. Dentro del túnel la chica grita. La echaron boca abajo entre los orines y se disponen a penetrarla, Reiphnol el primero.
Socorro, Estigarribia, socorro!!!
¡Sábato!
La sorpresa me paraliza y los agentes aprovechan para prenderme, dándome de paso algunos bastonazos.
Deténganlo!!!”, escucho por los parlantes de La Voz del Estadio.
Miro hacia arriba. En la cabina de transmisión, a la diestra de Macaya Márquez, Salvides comanda las operaciones.
No, digo, a mí no”.
Salvides sonríe.
¡¡¡Se están cogiendo a Ernesto Sábato en el túnel!!!”, grito.
Es inútil. Salvides sonríe. Al fin, por los parlantes, escucho su voz:
Está detenido, Mayonesa.”
Me debato con furia, pero Salvides me rodeó con un escuadrón completo de la Guardia de Infantería.
Macaya emite una juiciosa reflexión acerca del bochornoso espectáculo que acabo de dar mientras la Voz del Estadio ahoga los gritos desesperados de Sábato.
Si su piloto no es Acuamar, no es impermeable le puedo asegurar”.

Tengo que hacer algo con estos fasos que me trae Johnny.

domingo, 5 de diciembre de 2010

22. Una agresión injustificada

Entro en cybersex.com:
Daddy fucks babysitter. Mother joins them.
Un espectáculo muy edificante.

Me gustaría saber qué hicieron con el niño. O los niños. La historia no especifica de cuantos se trata. Y la chica puede ser tanto babysitter como bioquímica, mientras parezca puta. Lleva una falda escocesa muy corta y medias tres cuartos, que no se quita en toda la sesión, ni aun cuando “mother” se les une en la cocina.
Daddy ha depositado el culo de la babysitter sobre la mesa. Detrás se ve a mother que observa la escena. Acaba de regresar de la calle. Lleva traje sastre negro, sombrero tirolés haciendo juego y un prendedor dorado en la solapa. Trae una bolsa de compras, con paquetes envueltos como para regalo. Deja caer la bolsa: asombro. Luego mira por encima de los anteojos: interés.
Todo muy trivial hasta que se quita el traje sastre. No lleva ropa interior a excepción de un liguero negro que me arrastra hacia el borde del precipicio. En la siguiente imagen ya está junto a la mesa. Daddy, sorprendido in fraganti, parece decir “¡Oh!”. La babysitter finge temor. Mother separa a daddy de la chiquilina y se tiende sobre ella.
El culo de mother enmarcado en las tiritas traseras del liguero me provoca un vahído. Mi cabeza da vueltas. La babysitter está de espaldas en la mesa, con las piernas colgando. Mother sobre ella. Sus pies firmemente asentados en los zapatos de taco aguja. Daddy se introduce en mother por retaguardia y yo comienzo a caer. Me precipito en el abismo, girando en círculos. Por el retrovisor derecho veo a Johnny. Se ha vuelto hacia mí. Lleva el dedo índice a la sien y me mira inquisitivamente. Guardo mi pirulín aterciopelado y recobro la compostura, justo a tiempo. Salvides se asoma a la puerta de su despacho.
Cu cú. Cu cú.

Regresó Carola, muy maquillada y de anteojos oscuros. En evidente que su día femenino resultó atroz.
El chiste corre por la sección, entre risitas, y llega hasta Salvides por medio del hacker Esteban. Esteban entra a la computadora de Salvides con la familiaridad de quien recorre el living de su propia casa. El inspector se levanta de un salto y se asoma a la puerta del despacho.
–Cu cú –digo en falsete.
Salvides se vuelve hacia mí. Nuestras miradas se encuentran en mi retrovisor izquierdo, pero guarda silencio y regresa a su cueva.
También Carola permanece en su despacho, con el estómago destrozado por las aspirinas. Hubiera querido estar ahí cuando abrió los ojos y se encontró con el Hombre Araña.
¿Cuál habrá sido su reacción?
Ahora que lo pienso dejamos la Browning sobre el escritorio, junto al mouse.
Pobre Iraola.

Cada día me parezco más a mi madre.

Vive. Hablo de mi madre. De Iraola seguimos sin tener noticias. Posiblemente todavía yace en la alfombra de la oficial Quintana, con un agujero en la frente, un paro cardiaco o una horrible mutilación. No había contemplado antes esta posibilidad. De sólo pensarlo me vienen escalofríos. Y como un vahído.
–El efecto del ácido no puede durar más de unas horas –me comentó Johnny cuando Salvides atribuyó la ausencia de Carola a la histeria femenina. Luego recordamos el jugo de naranja. Tal vez eso explique por qué se reintegró recién el miércoles. Si es que ese fantasma maquillado que se arrastró hasta su despacho es la verdadera oficial Quintana. Y si en efecto se reintegró y no navega sin ayuda de la internet con los ojos perdidos en el racimo de dátiles.
Johnny no lo sabe con certeza pero sospecha que el abuso de alucinógenos puede dejar secuelas permanentes, como quedar atrapado en una pesadilla.
Igual que mamá.
Vive. Eso dicen los médicos. Cada tanto se acuerda de mí, informa Rolo sin que yo le pregunte.

No volví a ver a mi madre desde la mañana del sepelio de papá. A Elena sí, una vez. Me cerró la puerta en las narices, como quien dice. Después salió el bancario. El bancario había vuelto con Elena. Y ahora vivían en mi casa, con mi madre.
–¡Es mi madre! –le grité a la cara.
El bancario sonrió. Y levantó el brazo. Recién entonces vi el caño de plomo. Alcancé a mover la cabeza y me dio de lleno en el hombro.
–Hace tanto que quería sacarme el gusto... –suspiró.
Yo estaba en el suelo, rodeado de estrellitas multicolores. Después, un vecino me llevó al hospital.
–Rotura de clavícula –dictaminó el médico–. ¿Con qué se pegó?
–Yo no me pegué. ¿O se cree que estoy loco?
–Humm –dijo el médico.
Mi vecino reía.
–Esto no quedará así.
–No –dijo el médico–. Vamos a enyesarlo.
Convertido en un jugador de fútbol americano me presenté en la comisaría. Llevaba al vecino de testigo.
–Vengo a hacer una denuncia por lesiones –dije.
El escribiente levantó la cabeza de sus papeles y retrocedió.
–¿A quién le pegó?
–A me pegaron. Mi cuñado, con un caño de plomo.
Mi vecino lanzó una risita.
–¿Dónde?
–En el hombro ¿Dónde va a ser?
¿Dónde ocurrió? –dijo el policía apretando los dientes.
A mi lado, el vecino se había atragantado, pero igualmente sostuve la mirada del policía.
–En la puerta de mi casa. Él es testigo.
Los ojos del policía se despegaron de mala gana de los míos y se volvieron hacia mi sonriente vecino.
–¿Qué pasó?
–Salí a la calle y lo vi a Pirulo sentado en la vereda.
–¿Quién es Pirulo? –preguntó el policía.
Sentí que el calor trepaba por mi cuello en dirección a las mejillas.
Mi vecino arqueó el pulgar y lo apuntó hacia mí.
–Ah –dijo el policía con cara de “debí darme cuenta”.
A esa altura yo había comenzado a hamacar mi peso de una pierna a la otra. Y me picaba el hombro, debajo del yeso. Pero estaba decidido a consumar la venganza. Nemo me impune lacessit, nemo me impune lacessit, repetía para mis adentros. Lo había leído en un cuento muy edificante: el héroe que empareda al hijo de puta de su amigo Libermann. O Aníbal.
–¿Qué dice? –preguntó el policía.
–Nada –yo había perdido decididamente la compostura– Tarareaba una canción.
–Lo viene haciendo desde que salimos del hospital –aclaró mi vecino sin necesidad: nadie le había preguntado nada.
–A usted nadie le preguntó nada –protesté.
–¡Cállese! –escupió el policía–. Aquí el único que dice quien puede hablar y quien no, soy yo.
Todavía vivía en casa de Rolo y ni soñaba con llegar a ser un PCBC. Por poco hago valer mis derechos ciudadanos, pero había empezado a dolerme el hombro y me sentía muy desdichado. Guardé silencio.
–Dígame qué pasó.
–Cuando escuché los gritos salí a la calle y encontré a Pirulo sentado en la vereda.
–¿Qué gritos?
El vecino volvió a apuntarme con el pulgar.
–¿Por qué gritaba?
–¡Porque mi cuñado acababa de partirme la clavícula con un caño de plomo!
–¡A mi no me grite!
–¡Yo no le grito!
–¡Qué son esos gritos! –me desmintió el cabo Trieste, saliendo de la sala de guardia.
Durante años el cabo Trieste había dirigido el tránsito en Avenida La Plata y Vernet. Me reconoció al instante.
–Pirulo... –murmuró. Se volvió hacia el escribiente– ¿Por qué lo trajeron?
–A mí nadie me...
–Acá este señor –ese era mi vecino– lo encontró gritando en la vereda.
Mi vecino asintió. Trieste también.
–Borracho, seguro. O mariconeando con José María.
El escribiente retrocedió otro paso. Tenía los ojos muy abiertos. Había oído hablar de José María.
–Y ahora, volá –dijo Trieste–. Y agradecé que tu hermano es policía...
Luego se volvió hacia el escribiente.
–El único normal de la familia –dijo–. El viejo estaba en el Borda, la vieja con delirium tremens, la hermana es una puta. Todo por culpa de éste.
Mientras salía alcancé a escuchar al escribiente:
–¿Qué hizo?
No quise enterarme de la versión policial de la fiesta de casamiento de mi hermana y caminé hasta la casa de Rolo.

Entro a los Osos Mimosos de Boedo.
Hola, soy Trieste –escribo–. ¿Quién tiene una cosa durita toda para mí?”
Varios se ofrecen. Los cito en el bar Dos Avenidas, donde el cabo acostumbra tomar una copa al finalizar su turno de servicio.

lunes, 29 de noviembre de 2010

21. Socialismo sexual

De www.paranoia.com:
Guía mundial de sexo.
Reporte desde Maastricht
La agencia de noticias alemana DPA informa que la doctora Cecil Aan de Stegge, directora de la Clínica Psiquiátrica de Maastricht, negoció un 40% de descuento para sus pacientes más antiguos en el burdel Club d’Amour. Ella había consultado a la policía por la dirección de un buen establecimiento. Asimismo, la manager del Club d’Amour se había desempeñado anteriormente como enfermera en un hospital psiquiátrico. Una auténtica madama especializada.
La señora Aan de Stegge, quien es también miembro de la Asociación de Cuidados Psiquiátricos de los Países Bajos, explicó que sus pacientes son de escasos recursos y no pueden afrontar los precios habituales de establecimientos de ese tipo. Ella pretende romper el tabú que rodea al sexo y las instituciones, pues esto lleva a que las pacientes femeninas sean permanentemente víctimas de acoso sexual.
Muchas enfermeras acompañan ahora a los pacientes al burdel.


Averiguación: Costo del tratamiento en la Clínica Psiquiátrica de Maastricht. ¿La doctora Aan hará descuentos especiales para personal civil de bajos recursos?

Uf.

Hace dos días que la oficial Quintana no se presenta a tomar servicio. Solicitó una licencia pretextando Razones Femeninas.
Por Razones Femeninas puede entenderse casi cualquier cosa. El cuerpo de policía ha sido integrado exclusivamente por hombres durante tantos años que existe una disposición de excesiva condescendencia hacia el personal femenino. Las mujeres siguen siendo una razonable minoría. No sé qué pasará en el futuro, pero por ahora son tratadas como objetos delicados. O hermanitas menores. Se les disculpa todo, hasta los berrinches.
Nadie se extraña de que la oficial Carola Quintana tenga un berrinche y decida no prestar servicio.
Iraola tampoco dio señales de vida, pero el subcomisario merodea en la Brigada muy ocasionalmente, una vez a la semana, a lo sumo, dos. Aquí, al menos, nadie se ha percatado de su ausencia. De todos modos, Johnny hizo correr la voz de que ambos se encuentran en Río de Janeiro, de fin de semana largo.
Circulan algunas bromas sobre la cantidad de ostras que se ve obligado a consumir Iraola para mantenerse activo. Y las más variadas especulaciones sobre el uso que da a su bastón.
Chanzas de oficina, producto del buen humor y la sana camaradería.

De Libermann no volví a tener noticias. Luego de ser expulsados de la confitería nos refugiamos en un bar de la calle Tucumán. Durante el día ha de ser el típico comedero de oficinistas apurados, pero desde el atardecer comienza a poblarse de la cochambrosa fauna del micro centro. Putas retiradas o en condición de merecerlo, marineros estonios, algún inmigrante recién llegado, borrachos solitarios de mirada vidriosa y músculos resecos. En fin, no desentonábamos.
A esa altura Libermann tenía un aire a general soviético con el pecho cubierto de condecoraciones, pero nadie pareció impresionado.
El problema fue el whisky. Libermann hizo un gesto de asco y lo escupió sobre la mesa. Yo no me atreví a probarlo sospechando que alguien había orinado dentro de la botella. Pedimos una cerveza, que es lo primero que a uno se le ocurre en esos casos. Estaba tibia, así que apelamos a una botella de vino blanco. Y un plato de queso para llenar el estómago.
Libermann sacó de su portafolio las copias de los mensajes de Caról. También había impreso una de las fotografías. Produjo sensación en el boliche. Los marineros sacaron las carteras de sus bolsillos. “Dólar, dólar” decían mostrando los billetes. Todos querían conocer a la oficial Quintana. Libermann no les prestó atención. Mientras la foto circulaba de mano en mano pensé si Johnny y yo no estaríamos desperdiciando un buen negocio.
Una de las putas ponderó el armamento del Hombre Araña. Agradecí mentalmente que Libermann no hubiera impreso una foto con mi blanca retaguardia asomando por los agujeros del traje.
Libermann estaba tan absorbido por sus preocupaciones que estampó distraídamente su autógrafo al pie de la foto. El dueño del bar la colocó en un ángulo del espejo, detrás de la barra.
Después nos fuimos. Le saqué a Libermann unos pesos. Para los detectives privados, dije, y lo metí dentro de un taxi.
Mas tarde, Johnny me informó que había llegado bien, aunque resbaló en el umbral del edificio, donde quedó tendido unos minutos provocando la lógica consternación de Johnny.
–No queríamos a acabar tan rápido con él ¿verdad? –dijo Johnny.
Nos había seguido toda la noche. Y después marchó detrás de Libermann.

Aníbal tenía esa misma costumbre: seguir a la gente. A veces era a un extraño, elegido al azar. Otras, a Rolo. O a mí. Pero yo difícilmente me aventuraba más allá de Avenida La Plata y Vernet.
Un día seguimos a Libermann, los dos. Libermann era fácil, dijo Aníbal. Andaba siempre abstraído, como calculando mentalmente raíces cúbicas de cifras de cinco dígitos. Pero hasta él podría percatarse de mi presencia, por lo que Aníbal me hizo colocar un gorro de visera y los anteojos negros de su madre.
La madre de Aníbal era la única mujer del barrio que usaba anteojos oscuros. Y echarpes de seda. Trabajaba en el centro, de secretaria. El padre de Aníbal había sido abogado, pero estaba preso. Por estrangular a su esposa con una cuerda de piano, nos informó Rolo.
La esposa del abogado no era la mamá de Aníbal, sino una señora de clase alta, con departamento en avenida Santa Fe, estola y piano de cola. De haber usado la estola el padre de Aníbal podría haber fingido un accidente, pero arrancó un extremo de la cuerda del piano, lo pasó alrededor del cuello de su esposa y la arrojó por la ventana. La mujer quedó balanceándose a pocos centímetros del suelo, frente a una tienda de ropa masculina: “Casa Mujica, prestigia su elegancia.”

Rolo contó la historia durante la cena. Hacía unos meses había ingresado a la escuela de policía y se interesaba por toda clase de crímenes. Nos deleitaba por las noches con nuevos y emocionantes relatos.
–No hablés con la boca llena –quiso decir papá en su media lengua. Desde el tercer ACV tenía paralizada la mitad derecha del cuerpo. Sostenía la cuchara con la mano izquierda. En el trayecto desde el plato a su boca perdía gran parte del contenido. El resto le caía por la barbilla a través de la mueca despectiva. Había adelgazado muchísimo, posiblemente por hambre. Mamá no se daba cuenta de nada y nosotros éramos casi niños. Creíamos que la delgadez de papá era una secuela –y lo era, pero de un modo indirecto– de su enfermedad.
Pienso que más de una vez sus balbuceos tenían por objeto pedir comida. O un cambio de dieta. Pero desde el tercer ACV no le entendíamos una palabra. Su reprimenda pasó desapercibida y Rolo prosiguió narrándonos la historia con la boca llena de milanesas. Cuando terminó, mamá, con un raro sentido de la oportunidad, dijo:
–¡Pobre señora...!

Camuflado con el gorro de visera y los anteojos de carey, estilo Gina Lollobrigida, aceché a Libermann en la esquina de su casa. Aníbal había descubierto que salía todos los martes y jueves a la misma hora rumbo a Avenida La Plata. Pasó cerca de nosotros, sin vernos. Caminaba, como ya dije, abstraído, acariciando las paredes con la punta de los dedos, a lo largo de toda la cuadra. Tenía siempre las manos sucias, ahora podía ver por qué.
Cruzó Avenida La Plata sin mirar a los costados y se detuvo en la parada del 65. Trepamos detrás suyo en el colectivo. Estaba lo bastante lleno como para ocultarnos de su vista. Aunque yo sobrepasaba en más de media cabeza a la mayoría de los pasajeros, ese sería un inconveniente fácil de subsanar.
Libermann fue hacia el fondo.
–Vamos –dijo Aníbal– pero con cuidado. Mejor agachate
Imagínense. Mi desplazamiento sigiloso en el interior de un colectivo atestado produjo el efecto de una pelota de básquet rodando por una pista de bolos. Cuando una pobre mujer cayó a los pies de Libermann, éste se dio vuelta y me vio, en cuclillas, en el centro mismo de la tremolina.
Hice un conejito.
–¿Qué hacés acá? ¿Y con esa cosa? –preguntó Libermann con disgusto. La cosa eran los anteojos de la madre de Aníbal.
–Viajo.
Sin decir palabra volvió a mirar al frente, hacia la nada, hacia sus imposibles cálculos matemáticos.
En cuanto pude, bajé del colectivo, rojo de vergüenza.

Siempre me despreció.
Ahora soy su amigo, su mejor amigo, su único amigo.
Su tabla de salvación, como quien dice.

domingo, 21 de noviembre de 2010

20. Su mejor amigo

Nueva receta de la doctora Zúbar:

Desde hace centenares de años las raíces de la Rhodiola rosea L. poseen fama de ser un poderoso estimulante, lo que las ha convertido en un ingrediente muy utilizado para diversas pociones de amor, también conocidas como “privorotnoye zelje”.

Tomo nota: “Privorotnoye zelje”, “Privorotnoye zelje”

El legendario príncipe ucraniano Danila Galitsky (siglo XVIII), quien poseía una considerable reputación debida a sus notables hazañas sexuales, solía decir que obtuvo su vigor de “la raíz dorada de los Cárpatos”.
La raíz es mayormente utilizada bajo la forma de una bebida alcohólica llamada “nastojka”. Las raíces frescas son mezcladas con un 40 % de vodka y conservadas por lo menos durante una semana en un lugar oscuro.
Una cucharadita de nastojka luego del desayuno, almuerzo y cena provoca, al cabo de 2 o 3 semanas, extraordinarios efectos tanto en hombres como en mujeres.
Recientemente fue aprobada oficialmente como medicamento ucraniano. Su uso y aplicaciones son semejantes al del ginsén.


Extraordinarios efectos. Me gusta eso.

Libermann me llamó por teléfono. Le había dado el número de la Brigada, no el de mi casa. Muy poca gente conoce el número de mi casa. Menos aún la dirección. No figuro en la guía, ya saben, por razones de seguridad. Presenté la solicitud a la compañía de teléfonos apenas se creó la Brigada. En papel membrete de la Policía Federal, con la firma del Jefe. Impresiona, si usted ignora que todo lo que entra y sale de la Institución lleva Su firma. Es una formalidad: el Jefe firma cualquier papel que le lleven sus asistentes. Pero únicamente ellos. No puede ir cualquiera hasta su puerta y decirle: “Jefe, firme acá”. Los papeles le llegan por la vía orgánico-administrativa, a eso me refiero. Luego de hacer un largo periplo escalafonario. El puntapié inicial lo da el jefe inmediato. En mi caso, Salvides.
Ceremonial no había alcanzado a retirar los arreglos florales dispuestos para la inauguración de las computadoras cuando ya Salvides tenía mi solicitud sobre el escritorio. Era su primer acto como jefe de Brigada y estudió el papel con detenimiento. No era para tanto: tres líneas solicitando a la compañía de teléfonos que me eliminara del listado público de abonados. Abultaba más el encabezamiento que el texto propiamente dicho.
–¿Usted quiere que su número no figure en la guía?
Eso, precisamente, decía la nota. Por las dudas se la pedí y le eché un vistazo.
–Sí –dije–. Está escrita en español.
El rostro de Salvides se tiñó de morado. Me arrebató el papel y le estampó su firma.
Desde ese momento supe que nuestra relación no sería todo lo cordial que es deseable esperar, pero mi número no figura en guía.
Y Libermann se vio obligado a llamarme a la Brigada. Atendió Johnny.
–Ché, Gordo –gritó cubriendo el micrófono con una mano. Lo miré por el retrovisor izquierdo mientras continuaba patrullando paranoia.com–. Acá hay uno que pregunta por vos. O por el comisario Meneses.
Carcajadas generales.
Le arrebaté el auricular.
–Es Libermann –susurré.
–Oh –dijo Johnny.
Era Libermann. Sonaba desesperado.
–Tenés que ayudarme, Pirulo. Me escribió el Hombre Araña.
–Mejor lo hablamos personalmente.
–Sí.
–Pero no en tu casa.
–¡No! ¡En mi casa no!
Eso acababa de decirle. Otro con el mismo síndrome que Salvides. Debía tratarse de un virus.
–¿Te sentís bien?
Para nada. Estaba dispuesto hasta a hablar con Meneses. Le dije que no se lo recomendaba y nos citamos para esa misma tarde en una confitería de la calle Florida.
Fuimos con Johnny, aunque por separado. Insistió en conocer a Libermann: al fin de cuentas era nuestro objetivo número uno. Supongo que acepté más que nada para que no me mareara con lo de los objetivos y los pájaros. Además, me daba cierta seguridad. Libermann podía estar tendiéndome una trampa. Aparecer con Sara, por ejemplo.
Llegué a la cita temprano, con tiempo suficiente para tomar un whisky a solas. Necesitaba darme valor, prepararme para lo que pudiese ocurrir. Me encontraba en plena operación y no precisamente a cubierto, en el anonimato del ciberespacio.
Me tranquilizó ver entrar a Johnny, casi al mismo tiempo que Libermann. Johnny se detuvo en la puerta y echó una mirada general al salón. Libermann caminó directamente hacia mí, tropezando en el camino con un mozo, y se sentó a la mesa. Traía un portafolio. Johnny, un libro. Lo acababa de comprar. Se ubicó en una mesa a mis espaldas.
–Esto es terrible –dijo Libermann.
Estaba agitado. Tenía flojo el nudo de la corbata, desprendido el primer botón de la camisa y el moco en su solapa parecía el escudo de una extraña cofradía.
–¿Tomás algo?
Me miró con desconcierto. Después asintió.
–Un whisky.
Yo ya había liquidado el mío y pedí dos. Es sabido que los gastos corren por cuenta del cliente.
–Esto es terrible –insistió Libermann.
No iba a facilitarle las cosas.
–Antes que nada –dije– tenés que decidir si esto...
–Es terrible.
Hice un movimiento circular con la mano.
–Me refiero a esto, entre nosotros.
Libermann me miró expectante.
–¿Preferís que sea oficial o... extraoficial?
Preguntó qué diferencia había.
–Muy simple. Si es oficial debo dar parte al juez.
–¡Al juez!
Sí, había un virus.
–Soy un auxiliar de la Justicia –afirmé con empaque de escribano público.
El rostro descompuesto de Libermann era un espejo de su mente. Por su mente cruzaban las horribles consecuencias de su paso por el juzgado, el acoso periodístico, el escarnio de sus colegas, el divorcio, la soledad, la locura, la muerte. Y al final, en La Tablada, en el sector del cementerio destinado a las putas y los macrós, una sola persona despidiendo sus restos, su viejo amigo de juventud, yo, Pirulo.
–Extraoficial –dijo Libermann.
Asentí.
–Bien, vamos al grano.
Libermann abrió la boca, seguramente para decir lo terrible que era todo, cuando una sombra se materializó junto a la mesa.
–El doctor Libermann, presumo...
Y sin darle tiempo a responder, Johnny le alcanzó el libro.
–¿Tendrá inconveniente en dedicarlo? Es para mi novia, ¿sabe? Una gran admiradora suya.
Libermann tomó el libro, aturdido. Era su novela histórica sobre la máquina de coser. Lo abrió en la primera página. En la solapa había una fotografía suya, en su consabida pose de Pedante.
–Este hombre es un genio –evidentemente Johnny se dirigía a mí, pero no me animé a mirarlo a la cara.
Libermann ya tenía en su mano una estilográfica con capuchón dorado.
–¿Para quién...?
–Ponga “Para Carola, con amor”.
Me atraganté. Libermann vaciló.
–No me parece correcto...
–Por mí, no se haga problemas –dijo Johnny–. No soy celoso, en realidad.
Libermann parpadeaba, todavía indeciso.
–Si lo fuera, imagínese –Johnny volvía a dirigirse a mí–. Carola admira tanto al doctor...
Libermann apoyó por fin la pluma, que inició un pomposo recorrido sobre la hoja, en tanto Johnny seguía con su parloteo.
–Ella ya tiene este libro, pero muy manoseado ¿sabe? Lo lleva todo el tiempo consigo, hasta cuando va al baño. Y se queda horas ahí.
Los anteojos de Libermann estaban empañados de transpiración. Estampó su firma y le alcanzó el volumen a Johnny.
–Me parece que se masturba –dijo Johnny.
Comencé a toser. De todos modos escuché a Libermann preguntar débilmente:
–¿Quién...?
–Mi novia. ¿Quién va a ser? Y voy a confesarle algo, doctor.
Libermann boqueaba.
–Estaba muy preocupado por eso –dijo Johnny con voz aterciopelada–. Pero ahora, que lo conocí a usted, en persona, la comprendo perfectamente. En su lugar, yo haría lo mismo
Se inclinó sobre Libermann y le besó la mejilla.
–Adiós.
Lo vi alejarse con paso elástico rumbo a la puerta mientras Libermann se restregaba el pómulo.
–¡Me mojó! ¡El hijo de puta me mojó con la lengua!
Aclaré mi garganta.
–Es el problema de ser popular. Bien, volvamos a lo nuestro.
Libermann asintió.
–¿Otro whisky? –pregunté.
Nuevo asentimiento.
–Algo raro pasa con vos.
Libermann continuaba dando cabezazos como un boxeador al borde del knock out.
–Es terrible –dijo al fin–. Me escribió el Hombre Araña. Me parece que averiguó lo que pasa entre su mujer y yo. Ya sabés, las fotos.
–¡Ah! Con las que te hacés la paja.
Libermann miró a los costados.
–Bajá la voz, Pirulo.
Bajé la voz.
–¿Es la de internet?
–Sí, pero hace un tiempo empezó a mandarme e mails. A mí, personalmente. Y con fotos. ¡No sabés qué fotos!
No, yo no sabía.
–Dedicadas. “With my love…
Libermann se detuvo. Tenía los ojos muy abiertos.
–...Caról... ¡El tipo del autógrafo!
Se puso de pie.
Miré a mis espaldas. Libermann me había contagiado su nerviosismo. Desde ya, Johnny había desaparecido hacía rato. Y por la puerta de calle.
–¡Era el Hombre Araña! –exclamó.
Logré tranquilizarlo. Y pedí dos nuevos whiskys que el mozo trajo con reticencia.
–El Hombre Araña es un actor porno.
El mozo me miró de reojo.
–¿Y no viste lo que hizo? –chilló Libermann–. ¡Me chupó toda la cara! Aunque no sé –agregó pensativo–. No tenía un culo como el del Hombre Araña.
El mozo fue hacia la barra e intercambió algunas palabras con el cajero. El cajero no nos sacaba la vista de encima.
Sugerí que sería mejor irnos.
–¡No a mi casa! –Libermann seguía chillando–. Sara no te puede ni ver. Te culpa de todo lo que me está pasando.
Me llevé las manos al pecho.
–¡¿A mí?!
–Disculpala Pirulo, ella no sabe lo de Caról.
Bueno, siendo así debía mostrarme magnánimo.
–Tranquilizate. Yo te voy a ayudar.
Libermann comenzó a moquear. Se arrepentía de haberse burlado siempre de mí, que yo no era un gordo imbécil de genes defectuosos, sino su amigo. Su mejor amigo. Su único amigo.
Casi me emocionó.

jueves, 11 de noviembre de 2010

19. La Fase Uno en marcha: un leve toque de genialidad

Vean un ejemplo de los maravillosos afrodisíacos ucranianos de la doctora Zúbar:

La ruda o Ruta graveaolens L., es el afrodisíaco femenino más popular. Existen numerosas canciones y ritmos folclóricos ucranianos que aluden a su capacidad de enamorar a los hombres. Es lo máximo en pociones de amor. A fin de ser amadas las mujeres ucranianas beben una poción de ruta-nastojka.
De acuerdo a la leyenda las brujas atraían a los muchachos adolescentes hacia los campos florecidos de ruda. Su penetrante aroma poseía a los jóvenes haciéndolos presa fácil de sus deseos.
Aún hoy, las mujeres experimentadas citan a sus amantes cerca de plantas de ruda.

“Tengo ruda en mi jardín y yo misma he comprobado sus efectos”
, dice, juguetona, la doctora Zubar.

Me cambié en el descanso de la escalera.
–Sacate el calzoncillo –dijo Johnny cuando comenzaba a colocarme las ajustadas calzas del Hombre Araña.
Las implicancias serían espantosas.
–El agujerito...
Johnny se acomodó el antifaz. Llevaba sombrero de fieltro, capa y una malla enteriza negra con una enorme zeta en medio del pecho.
–Hay que sorprenderla –explicó con fastidio– de manera que no pueda reaccionar.
Todos los oficiales de policía conocen al menos algunos rudimentos de defensa personal. El primer impulso de Carola sería lanzar una patada exactamente donde colgaría, inerme, mi pirulín aterciopelado.
–Quedás tan ridículo con ese traje que va a creerte una alucinación –Johnny sacó la hipodérmica del bolso. La blandió como un florete–. Vamos, apurate.
Me apuré.
–¿Cómo estoy?
No era coquetería: me resulta imposible ver más abajo de mi abdomen.
–Perfecto. Acordate: sin darle tiempo a nada, le saltás encima para inmovilizarla. Treinta segundos serán suficientes.
El sedante tenía efecto inmediato, explicó.
Trepé el último tramo de la escalera seguido de cerca por Johnny. Cada tanto me daba un empujoncito en las partes de mis nalgas que dejaban expuestas los orificios practicados en la parte trasera del traje.
Me volví hacia él.
–¿Qué hacés, boludo?
–Vamos, no hay tiempo que perder –repuso Johnny. Bajó la vista hacia mi entrepierna– No va a poder reaccionar –rió–. Te lo aseguro.
Carajo.
Seguí subiendo la escalera y llegué hasta la puerta. Escuchamos unos minutos: ningún sonido proveniente del interior. Con suerte, Carola no estaba en casa. Tal vez ni siquiera había llegado. Podíamos sacar el disquete y retirarnos tranquilamente, como si nada hubiese sucedido.
Coloqué la llave en la cerradura y abrí la puerta. No había acabado de asomar la cabeza dentro del departamento cuando ya veía su cartera sobre la mesa del comedor.
–Trae mala suerte –murmuré por sobre mi hombro.
Johnny no me escuchó. O se hizo el desentendido.
–La cartera –expliqué–, da mala suerte ponerla sobre la mesa.
–Vamos –dijo Johnny. Y me dio una nueva palmadita en el culo.
Cruzamos el comedor en silencio. La alfombra amortiguaba nuestros pasos. Me asomé al pasillo. Había luz en el escritorio.
–Está ahí –susurré.
–Vamos –me urgió Johnny con otra palmada. Se estaba poniendo denso.
Reiniciamos la marcha. Al llegar a la puerta de la habitación pude ver que la luz provenía de una lámpara de escritorio. La oficial Quintana, sentada frente a la computadora, me daba la espalda. No hizo ningún movimiento. En la pantalla se veía la imagen de una mujer desnuda: Caról, la amante del Hombre Araña. Sus manos parecían muy pequeñas en comparación al miembro del superhéroe que asomaba a través de la abertura del traje.
¡Había abierto el disquete!
No hice ruido, lo juro. Tampoco Johnny. Pero algo –la intuición de una presencia extraña, ondas que emiten los cuerpos, aura de las almas– la hizo volverse.
Supongo que de todos modos la hubiésemos confundido. No es habitual encontrarse cara a cara dentro de la propia casa con el Hombre Araña con el pirulín afuera, acompañado de un Zorro con un bolso de lona azul en una mano y una hipodérmica en la otra. Pero la oficial Quintana no acababa de reaccionar frente a su propia imagen en la pantalla y se limitó a mirarme con expresión atontada. Hasta que bajó la vista. Y frunció el ceño: yo no era el verdadero Hombre Araña.
Me arrojé sobre ella y la derribé, con silla incluida, antes que alcanzara a manotear la Browning, a un costado del teclado. La aplasté con todo mi peso hasta que Johnny encontró la vena.
Estaba orgulloso de mi actuación. Johnny también.
–Bravo –dijo. Y me dio otra palmada.
Antes de que consiguiera reaccionar, añadió:
–Y ahora, manos a la obra.
¿Qué obra?
Seguí la dirección de su mirada. La oficial Quintana dormía en la alfombra.
Mientras Johnny le quitaba las ropas, envié un mensaje de correo a Libermann, adjuntando la última foto que nos quedaba. Pero no podía apartar mi mente de Carola.
–Dejale el liguero.
Johnny aceptó complacido mi sugerencia. Ahora atornillaba la cámara en lo alto del trípode.
La oficial Quintana dormía vestida únicamente con un liguero azul sobre la roja alfombra de su dormitorio.
Ay.
–Vamos a hacer primero algunas tomas tuyas, aprovechando que estás listo.
Yo todavía llevaba el traje de Hombre Araña.
Me tendí sobre Carola, adoptando las más variadas poses, según las directivas de Johnny. Era el director de cámaras y debía obedecer sus instrucciones, pero me amoscó un poco el que siempre pretendiera tener mi culo en primer plano. Dejé de prestarle atención y pronto descubrí, bajo mis manos, las agradables formas de la oficial Quintana. Al cabo de un rato, caía en el precipicio.
–¡Corten! –dijo Johnny a mis espaldas. Luego agregó–: Estuviste fantástico, gordo.
Me separé con renuencia de Carola.
–¡Te gustó! –exclamó Johnny– Bueno, un poquito...
Siguió riendo mientras yo trataba de cubrir mis partes. Después preguntó, seriamente:
–¿Querés hacer un par de tomas más? Ya sabés...
–Jamás. Soy un caballero.
Se alzó de hombros.
–Entonces me toca a mí. Sacate las pilchas.
Se acercó a Carola y le abrió un párpado.
–Está demasiado dormida. Esperemos a que se espabile un poco.
–Nos puede reconocer –protesté–. O algo peor.
Algo peor era que alcanzara a llegar a la Browning.
–No te preocupés, Johnny sabe lo que hace. Tengo un poco de ácido en el bolso.
¿Planeaba desfigurarla? Yo no podía permitir eso. Además, Robin no nos aceptaría en su home page y tendríamos que enviar las fotos a Bizarre Sex.
–¡Me matás gordo! ¡Sos más divertido que Curly!
Johnny era desconcertante. Yo pretendía impedir que hiciera una atrocidad y él estallaba en carcajadas. Su única preocupación parecía ser que el anestésico combinado con el ácido no resultara fatal.
–No podemos permitir eso –dijo.
No, por supuesto.
–Dentro de poco la vamos a tener comiendo de la mano. ¿Te imaginás cuando sea la jefa de la Brigada?
Le recordé que mi relación con la oficial Quintana no era precisamente formidable. Johnny opinaba que eso carecía de importancia. Dijo algo del vínculo amo-esclavo.
–No te olvidés de Libermann –le recordé.
Asintió.
–Sí, ya sé. Es nuestro objetivo número uno.
Eso estaba bien. Me hubiera gustado saber quién era el número dos, pero ya me había mareado lo suficiente con el asunto de los tres pájaros.
Johnny buscaba en su bolso. Sacó un pequeño gotero y lo agitó ante mis ojos.
–Con un poquito de esto puedo hacer que la fiesta del ternero tipo en Saliqueló parezca el carnaval de Río.
A eso es a lo que yo llamaría Magia.
Disolvió una gota de ácido en una botella de jugo de naranja, echó un poco de jugo en un vaso y se lo dio a beber a la oficial Quintana. Antes, había vuelto a guardar la botella en la heladera.
–No vamos a desperdiciar –dijo.
Me quité las ropas de Hombre Araña y se las alcancé. Johnny se colocó el traje. Tenía una tremenda erección. Hablo de Johnny. Traté de mirar hacia otro lado, pero debía tomar las fotos.
Johnny se encaramó sobre la oficial Quintana. Procedió a darle ligeros cachetazos para que despertara. Carola comenzó a mover los labios. Johnny avanzó, de rodillas, un par de trancos.
–Dale –dijo.
Oprimí el obturador, una y otra vez. “Cuantas más fotos saques, mejor”, había dicho Johnny. Luego haríamos una selección.
Estaba tan concentrado que no escuché la puerta de calle.
–Carooola –canturreó desde el living el subcomisario Iraola.
Johnny se desprendió de un salto, provocando una queja de la oficial Quintana.
–¿Estás ahí? –el tono del subcomisario era insólitamente aniñado.
Apagué los focos y apunté el equipo de fotografía hacia la puerta.
Iraola se asomó con una sonrisa tonta.
–¡Sorpresa! –exclamó una décima de segundo antes que yo disparara el flash.
Retrocedió hasta la pared del pasillo cubriéndose los ojos con una mano mientras con la otra buscaba en su sobaquera.
–¡Quieto! –gritó Johnny– Le estoy apuntando.
Pueden imaginar con qué. Iraola no: seguía deslumbrado por el fogonazo y levantó los brazos por sobre su cabeza.
Johnny lo obligó a colocarse contra la pared, con las piernas separadas. Luego de quitarle la Browning, lo palpó de armas, toqueteándolo innecesariamente. Encendí los focos y registré la escena para los anales del abuso de autoridad.
Todavía debíamos finalizar la sesión. Resultaba evidente con sólo echarle una ojeada a Johnny, que, entre otras cosas, manipulaba la hipodérmica. En treinta segundos el subcomisario se había derrumbado inconsciente y Johnny saltaba sobre la oficial Quintana.
Una vez que Johnny recuperó el aliento, procedimos a borrar las pistas, operación que llevó impresa la huella de mi genio.
Verán: primero dimos de beber a Iraola medio frasco de jugo de naranja, una dosis suficiente para alucinar a la reina de Inglaterra. Luego Johnny propuso tender al subcomisario junto a la oficial Quintana. Y fue ahí cuando apareció mi toque:
–¿Y si lo vestimos de Hombre Araña?

lunes, 1 de noviembre de 2010

18. Para matar tres pájaros de un tiro

Entré en el “Banco de semillas sensitivas”. Pasen y vean también ustedes:

Big Bud
Interior
Ganadora de la copa Mostly Indica
Lo mejor en pureza y vigor híbrido. La planta sorprende aun a los agricultores más experimentados. Yemas colosales, excelente resina, gusto y poder. Algo variable, aproximadamente una de cada cuatro hembras será una productora poderosa, con más larga floración y mayores beneficios.
Floración: 50-65 días.
Altura: 110-150 cm.
Cosecha: 150 gr.
Art. No 335.
160 fl
.

Hembras con la floración más larga. ¿Qué me cuentan?

Las llaves funcionan.
A las dos de la tarde entré al departamento de la oficial Quintana. El portero dormía la siesta y había poco movimiento de vecinos. Me había retirado del trabajo, luego de verificar que la oficial continuaba en su puesto. Fingí una indisposición estomacal. No me costó mucho: tomé un buen vaso de bicarbonato e irrumpí en el despacho de Salvides sin tocar a la puerta.
–¿Y ahora qué quiere? –preguntó el inspector con su proverbial don de gentes.
Eructé.
–Me siento mal –dije–. Creo que voy a vomitar.
Nuevo eructo, esta vez más sonoro y prolongado.
Salvides miró a su alrededor, aterrado, buscando váyase a saber qué. Un impermeable, o un traje de neoprene. El pobre ignora mi drama con la tiroides y cree que tengo el estómago atiborrado de ravioles. A la altura de mi tercer eructo ya me había dado el día libre. Y una recomendación: té de boldo y a la cama.
Guiñé un ojo a Johnny y al salir me dirigí directamente al departamento de la oficial Quintana. Tenía tiempo de sobra, pero era preferible terminar cuanto antes.
Como ya dije, entré sin dificultad, si exceptuamos los dos pisos que tuve que subir por la escalera. Hice varios altos para recuperar el aliento, en los que recordé sin benevolencia a la madre de Johnny. Y a la hermana, si acaso tenía alguna.
Abrí la puerta del departamento y me derrumbé en un sillón.
Diez minutos después todavía respiraba con dificultad, pero mi visión se había recuperado lo suficiente como para observar a mi alrededor. Lo primero que me llamó la atención fue el color de las paredes: naranja, rosa carmesí, lila. No había una igual al resto, pero todas combinaban entre sí, provocando una agradable sensación de calidez. La alfombra era gruesa, mullida y resultaba difícil dominar el impulso de tenderse en ella, en lo posible desnudo. No habría riesgos: la ventana daba a una antigua playa de estacionamiento en la que crecían rozagantes gomeros. Uno de ellos estaba tan cerca que casi era posible acariciarlo.
Me excité, qué quieren que les diga.
Casi sin pensarlo, me quité las ropas, me tendí en la alfombra y retocé una media hora larga, en la que no dejé de pensar en la oficial Quintana.
Una vez más distendido, me puse de pie y avancé por el pasillo. A la izquierda, se abría una habitación con una ventana a la misma vista y una cama de dos plazas. A la derecha estaba el baño y, mas allá, un cuarto pequeño donde el objeto central era la PC. La encendí y me senté al teclado. Fue coser y cantar: en menos de diez minutos la fotografía de Carol que llevaba en un disquete había salido disparada al ciberespacio rumbo al centro del cerebro de Libermann.
Después me aboqué a revisar los archivos.
La carpeta “Patrulla” me llamó inmediatamente la atención. No era para menos: estamos todos ahí, desde Salvides hasta Esteban, el más bisoño de los PCBC, un hacker arrepentido a quien se le conmutó una improbable pena por descubrir la existencia de la Brigada a cambio de una colaboración activa en la lucha contra el crimen. Hay un archivo para cada uno donde la oficial Quintana asienta rigurosamente cualquier novedad.
No pueden creer lo que dice de mí. No tengo estómago para repetir lo que esa mala puta dice de mí.
Por un momento sentí el impulso de borrar sus archivos, romper su computadora y prender fuego al departamento, pero recapacité: Carola debía conservar copias de seguridad. La solución era mucho más simple: alterar el contenido. Me disponía a poner manos a la obra cuando sonó el teléfono.
Dos llamadas y se detuvo: Atención.
Al cabo de unos segundos sonó nuevamente, una sola vez: Rajá.
Era la clave que habíamos combinado con Johnny: Carola había salido de la oficina.
Cerré los archivos y apagué el equipo. Me vestí rápidamente, bajé las escaleras a toda velocidad, abrochándome los pantalones, y tomé un taxi. Llegué a mi casa, todavía agitado, con el corazón en la boca. Me desmayé en el living.

Más tarde, Johnny me explicó todo:
–La oficial Quintana es una espía de Iraola.
Me impactó la seguridad con que formuló la grave acusación, aunque pensándolo bien, surgía del más elemental sentido común. No me había atrevido ni en sueños a considerar semejante posibilidad. Soy un tipo carente de maldad a quien llena de desconsuelo descubrir las bajezas a que es capaz de llegar el alma humana. Por ejemplo, que Iraola hubiera puesto una arpía para espiarme, a mí, al numen de la Brigada Internet, al muchachito de la película, era un golpe demasiado duro para mi autoestima.
Johnny dijo que no era únicamente yo, sino que todos los patrulleros estábamos bajo vigilancia, incluido Salvides.
Johnny resultaba incapaz de entender mi decepción: yo siempre había creído ser el hombre de confianza de Iraola, su partner, su compañero de patrulla. No es cierto que sintiera celos de Carola: por mí, Iraola podía llevarse esa puta a Montevideo cuantas veces le viniera en gana. Y arrancarle el liguero con los dientes. O lo que fuera.
–Es una magnífica oportunidad –aseguró Johnny, sacándome de mi reconcomida ensoñación– de matar tres pájaros con un solo tiro.
Así dicho, sonaba fenómeno.
–Primero –el pulgar de Johnny se alzó ante mis ojos, atrayéndome como una serpiente a un inocente ratoncito–, estuviste muy bien en no borrar los archivos. Indudablemente, Carola hace copias de seguridad. Pero podemos alterarlos. De eso me ocupo yo.
Conservaba su pulgar alzado. Deduje que hablábamos todavía del primer pájaro.
–Modifico el disquete y la próxima vez que entrés a su casa reemplazás los archivos. No se va a dar cuenta de nada.
¿Qué próxima vez?
–Mañana, cuando le mandemos otra foto a Libermann.
Ese era el segundo pájaro, pero Johnny continuaba levantando un solo dedo.
–Dos pájaros. Levantá otro dedo.
Meneó la cabeza con aire de desconsuelo, pero alzó el índice.
–Dos: mandamos otra foto a Libermann.
–Quisiera saber cual es el tercer pájaro.
Johnny me estudió en silencio un minuto largo. Mis manos comenzaron a transpirar. ¿Había dicho algo malo?
Al fin habló:
–Sos increíble.
No pude evitar un sonrojo de satisfacción.
–Continuemos –dijo Johnny.
Sí, continuemos, continuemos.
–Recapitulando...
–¿Recapitulamos o continuamos?
Johnny no me prestó atención.
–Uno, modifico los archivos que guardaste en el disquete.
Alcé un dedo y asentí.
–Dos, mandás una nueva foto a Libermann.
Alcé otro dedo. Íbamos bien.
–Tres, reemplazás los archivos de Caról por los que voy a modificar en el disquete.
Alcé el tercer dedo. Había algo mal: tenía tres dedos pero veía apenas dos pájaros.
Johnny preguntó por qué no me metía los dedos en culo.
¿Era simple curiosidad o se trataba de una sugerencia?
–Dejate de joder, gordo. Hablemos en serio.
Eso hacía, pero me cuidé de aclararlo. Siempre es preferible ser tomado por bromista.
–Ahora dame el disquete.
El disquete, sí, el disquete con los archivos y la foto de Caról y el Hombre Araña.
Johnny tendió su mano sobre la mesa, con la palma hacia arriba.
–¿Y el disquete?
Me palpé los bolsillos. Sonreí, sospecho que un poco pálido.
Johnny se echó hacia atrás y cerró los ojos.
–Dejaste el disquete en la computadora de Caról...
Adopté la postura Meditación Trascendental. Manos cruzadas sobre el abdomen, ojos cerrados, graves cabeceos de asentimiento.
–¿Por qué sos tan autodestructivo?
Una pregunta retórica. Argumenté:
–Fue un olvido.
–Sí –aceptó Johnny–. Es común en vos. Seguramente jugarías a la ruleta rusa con una pistola automática.
Johnny tiene sentido del humor, ya lo dije. Traté de aguantar la risa. Imposible.
La panza de Johnny también se sacudía.
Pedimos otra cerveza. Estábamos en un pequeño bar americano, sobre la calle Venezuela. Según había podido comprobar, luego de un vistazo superficial a la carpeta “Patrulla”, la oficial Quintana había detectado nuestros encuentros en el Ebro. Se limitaba a asentarlos, secamente, sin comentarios, pero el mero registro en el dossier los volvía sospechosos.
Johnny vació el vaso de un trago.
–Vamos a tener que movernos rápido.
El problema era hacia donde. En cualquiera de los rumbos posibles se abría un precipicio.
Propuse una línea de acción contemplativa, citando un antiguo refrán árabe: “Si estás hundido hasta el cuello en un mar de mierda, no hagas olas”.
–¿Qué pueden saber los árabes del mar? –dijo Johnny.
Quedé confundido, pensando. Al fin, olvidé a los árabes y volví a la realidad, por así decirlo. De abrir el disquete, y si lograba sobrevivir al shock, era posible que la oficial Quintana no nos reconociera, aunque en ese sentido Johnny corría menos riesgos que yo. Pero sabría que alguien había usado su computadora y nuestro plan de escarmentar a Libermann fracasaría antes de empezar.
Libermann. Por un momento me había olvidado de él. Y de Sara.
–Hay una solución –aseguró Johnny–: acelerar los tiempos. Sorprender a Caról antes de que alcance a reaccionar.
Sonaba estupendo, hasta que Johnny esbozó su plan. Y media hora después regresó con un bolso que contenía los elementos necesarios para la Fase Uno.

sábado, 23 de octubre de 2010

17. El secreto de Japón

Margo, la de Canarias, es una ninfómana polimorfa indiscriminada, no me cabe ya ninguna duda. Volví a encontrarla mientras patrullaba una red coreana encubierto como Aikiro Tanaka, ingeniero japonés de la Toyota Co.
La Toyota Motor Corporation o, más sencillamente, Toyota Jidosha Kabushiki-gaisha, es una empresa multinacional japonesa, lo que constituye una flagrante contradicción en los términos. Pero eso carece de importancia. Lo que viene al caso es que los japoneses, tanto los multinacionales como los simplemente japoneses, son grandes importadores de materia prima, que a su vez vuelven a exportar ya elaborada, con mucho valor agregado. Ese es el secreto de su prosperidad.
Por ejemplo, toman una famélica cultivadora de arroz de cualquiera de sus satélites del Extremo Oriente y en un chasquear de dedos la convierten en diosa de asian.sex.
En general son menores, niñas apenas púberes.
Entregar las hijas mujeres a los señores poderosos es una milenaria costumbre oriental. O ahogarlas de pequeñas.
Los tiempos modernos han traído algunos cambios benéficos. Y las niñas son ahora profesionales del sexo, fabriqueras o –convenientemente desguazadas– productoras de piezas de recambio.
Ya saben, yo sigo tras la pista de los traficantes de órganos. Es mi Acción Altruista del año. Pero no confío en la oficial Quintana, en especial desde que se exhibe en pelotas en la Home Page de Robin.

Es un chiste, claro. Aunque cada vez que abro esa página no dejo de impresionarme.
Parece mentira, tan modosita. Una mosquita muerta.
Atrapada en la tela del Hombre Araña.
Otro chiste.
Me río, mucho. No puedo parar, hasta que por los retrovisores advierto que todos los patrulleros giraron en sus asientos y me miran con curiosidad.
Salvides se asoma a la puerta del despacho.
Cu-cú. Cu-cú.

Como les decía, patrullaba Corea cuando tropecé con Margo. No bien la vi parlotear en grupo recordé nuestro encuentro en el salón privado de la red Ole y se me endurecieron los pezones. Como lo oyen. Pero me recobré al punto: mi cobertura era Aikiro Tanaka. A los ingenieros japoneses no se les endurecen los pezones, por si quieren saberlo.
Entré en la conversación.
Sayonara, soy Aikiro. Me pueden decir que hora es ahí???
Inmediatamente Marga respondió que las seis, pero en Canarias, lo que en Corea podía significar cualquier cosa. Carecía de importancia. Quiero decir: ¿qué utilidad puede tener para un japonés saber la hora de Canarias?
Pero de diálogos idiotas están abonadas las Grandes Pasiones.
Hubo una especie de flechazo, la combinación química de los bytes de que les hablaba anteriormente. Y fuimos al cuarto privado. Y consumamos.
Después fumamos. Yo, un enorme Romeo y Julieta Churchill del mejor tabaco dominicano. Ella, marihuana. Era un ilícito, ya saben: tenencia de drogas. Ese es el ilícito. El consumo, en cambio, está permitido. Ustedes se preguntarán: ¿cómo consumir sin antes haber tenido? Misterio legislativo.
Me abstuve de reportar a Margo, ya que andaba detrás de peces más gordos. Terminamos de fumar y salimos del cuarto privado, pero Margo no tardó en volver, esta vez acompañada de Rocky, un rosarino semianalfabeto, lleno de faltas de ortografía. Y Braulio, un brasilero fálico.
Menage a trois. No es un ilícito.

Un par de días después todavía me ardía la cara por el cachetazo de Sara. Bastó que yo mencionara el nombre de Aníbal para que saltara como un resorte.
Aníbal Lequerica. La última vez que lo vi, antes de irse al extranjero, fue cuando la novia de Rolo, el propio Aníbal, y yo vomitamos en seguidilla, aunque en orden inverso, sobre la alfombra del departamento de Rolo. Aníbal y yo, exactamente debajo de la mesa de comedor. La chica, de pie, todavía junto a la puerta.
Rolo avanzó hacia ella con el Mágnum en ristre. Vi como se tensaban los músculos de su espalda y temí lo peor.
–¡Limalamira!
Me apuntó con el Magnum.
–Vos– dijo.
Mis esfínteres estaban a un tris de una vergonzosa dilatación.
–Te vas inmediatamente de acá. No quiero volver a ver tu horrible cara de cerdo –Así, como lo oyen. Luego añadió–: Y te llevás a ese delincuente antes que le vuele la cabeza de un tiro.
El delincuente era Aníbal, que chapoteaba debajo de la mesa.
Rolo echó los hombros hacia adelante o lo que fuera que hiciese para endurecer sus pectorales. Parecían una coraza debajo de su estrecha remera de algodón. Luego giró hacía la chica, estremecida por el llanto contra la puerta de entrada.
–¿Te sentís bien? –preguntó en un tono extrañamente dulce.
La chica meneó la cabeza.
–No.
Y se estrechó contra él.
–Esos cerdos... –dijo con su vocecita de pájaro.
A mis espaldas escuché una nueva gargantada de Aníbal.
Las mejillas de la chica se inflaron. Sus ojos, bañados en lágrimas, parecían a punto de saltar de las órbitas. La blanca y estrecha remera de Rolo quedó rociada de chizitos, maníes y verdes trozos de aceituna que en conjunto, y desde mi ángulo visual, tenían la encantadora apariencia de una ensalada Waldorf.
Esa fue la última vez que vi a Aníbal. Nunca más había sabido de él.

La indignada reacción de Sara al oír el nombre de Aníbal me llamó la atención. ¿Qué vínculo podía unirlos? ¿Acaso había regresado y visitaba a los Libermann? Me vino una furia...
Me sentí traicionado, ya saben. Aníbal había sido mi gran amigo, mejor amigo, el único ser viviente en toda la superficie del planeta que me había dado pelota. Y ahora prefería a Libermann. Aunque... –no pude evitar sonreír, no pude– tal vez su vínculo no fuera precisamente con la rama masculina del matrimonio Libermann...
Me sonreí para mis adentros, con discreción, modoso y circunspecto como buen patrullero, pero ¿cómo averiguar la verdad?
De nada valdría interrogar a Sara. No era cuestión de ponerla sobre aviso. Todavía no tenía planes concretos respecto a ella, pero eso era cuestión de tiempo. Mi imaginación vuela y, casi sin proponérselo, se remonta hacia las inconmensurables alturas de la genialidad.
La risa había dejado de ser discreta y me hacía temblar la panza. Ya no pude contenerme:
–¡Aníbal viejo y peludo nomás!
Miré por los espejos retrovisores. Todos los patrulleros se habían vuelto hacia mí. Salvides volvió a asomarse a la puerta del despacho.
–¿Qué carajo pasa acá?
Hice una seña con la mano, dando a entender que había sido apenas un intrascendente exabrupto y entré a paranoia.com.

sábado, 16 de octubre de 2010

16. Una agresión injustificada

Entro al banco de semillas sensitivas emplazado estratégicamente en el reino de Holanda. A Salvides le puede dar un ataque: los narcoagricultores publicitan abiertamente sus productos en la web, ofreciendo gran variedad de semillas. Pasen y vean:

Índica hawaiana
Interior
Ganadora de la Copa Pure Indica 1994.
¡Aloha! ¡Disfrute de la excitación tropical!
Hemos cruzado la selecta Dama Hawaiana con nuestra Northern Lights. El resultado es una variedad potente, de fresco aroma y alto rendimiento, ampliamente compensatorio de un período de floración algo prolongado. Para muchos, fue LA sorpresa en la Copa Cannabis 94.
Floración: 60-65 días.
Altura: 120 150 cm.
Cosecha: 125 gr.
Art. No: 2308.
125 fl.

Aloha, aloha.

Escalar hasta el piso de Libermann estaba lejos de mis aspiraciones, por lo que me apersoné en su domicilio de un modo más convencional.
Una vez recuperada de la sorpresa –yo había llegado sin avisar–, Sara me franqueó la entrada no sin reprenderme, juguetona.
–A ver si se controlan un poco, chicos, porque el otro día Lito parecía un trapo de piso.
Lito –Libermann para ustedes– estaba en su estudio, enfrascado en sus misteriosas actividades filosóficas. Se mostró dubitativo. Tenía alguna idea de que yo había ido de visita la semana anterior, pero, evidentemente, no conseguía recordar gran cosa.
–Esta es una visita oficial –le dije por lo bajo.
Parpadeó sorprendido.
–Por lo de las amenazas –agregué.
–¡Ah! Cierto que eras policía. ¿Sabés? Tengo esa noche completamente en blanco. Espero que no hayamos hecho ninguna cagada.
Ninguna, si exceptuábamos la botella de whisky que Libermann había tirado por la ventana.
–Pero algo de las amenazas hablamos, sí, de eso me acuerdo.
–Es un asunto muy serio –dije, sombrío–. Lo reporté a superioridad. El comisario Meneses opina que será conveniente ponerte una custodia.
La idea no le gustó. A nadie le gusta. Pero que las autoridades policiales lo tomaran en cuenta pareció devolverle la confianza en sí mismo. Lo que no encajaba era el nombre de Meneses. Lo dije sin pensar, llevado por mi compulsión a las bromas.
–Pensé que Meneses había muerto…
–Hace años –repuse–. Y octogenario. Este es el sobrino, mi superior inmediato.
Debía dejar de decir boludeces o todo el plan de Johnny acabaría por irse al tacho. Pero no es fácil, no es fácil.
–La misma recia estampa del tío –proseguí– aunque en versión “delicada”.
Libermann entrecerró los ojos.
–Eso es una contradicción...
Bajé la voz:
–Es gay. El fin de semana pasado se fue a Montevideo con el inspector Salvides. Meneses usa liguero azul debajo del uniforme. Salvides se lo arranca con los dientes.
En ese momento Sara entró a la habitación trayendo una bandeja con queso y gaseosas.
–Disculpame querida –dijo Libermann–. Cambié de idea: ¿podrías servirme un whisky?
–¡Que sean dos!
Sara fingió enojarse, pero era evidente que estaba encantada de que su esposo tuviera por fin un amiguito de juegos.
Libermann se mostró molesto.
–Me habías dicho que ésta era una visita oficial...
–Bueno, tratándose de un viejo amigo bien puedo hacer una excepción. Supongo que no se te ocurrirá irle con el cuento a Meneses.
No, a Libermann no se le ocurriría.
Sara regresó con el whisky. Me encantaba verla apoyar la bandeja en la mesita ratona. Se volvió hacia mí, sorprendiéndome con la vista clavada en la parte posterior de sus muslos.
–¿Se va a quedar a cenar?
Eché una mirada fugaz al contrariado Libermann.
–No sé si debería...
–Sí, por favor –rogó–. Lito, decíle al señor Pirulo que se quede.
–Eeeee –dijo Libermann.
Sara hizo un puchero.
–No me va a despreciar así... Además, me gustaría que me contara de su trabajo. ¡Debe ser apasionante!
¿Mi trabajo? ¿Qué le habría dicho Libermann? Ruborizado, me sonrió con timidez.
–No es para tanto. –Intenté salir del paso, a ciegas–. Tan rutinario como cualquier otro.
–Qué modesto es usted. Desde el primer momento que lo vi me dije “Este es un hombre modesto”. ¿No es cierto, Lito?
Libermann asintió, mientras llenaba su segundo vaso de whisky. Yo no había alcanzado a probar el mío.
Sara se plantó ante mí con los brazos en jarra. Pude observar al trasluz la bonita forma de sus piernas.
–¡Pero mire usted: llamar rutinario al trabajo de un piloto de pruebas!
Aprovechando que había quedado con la boca abierta me zampé el whisky de un trago.
–¡Yo no dije “de pruebas”! –se sobresaltó Libermann.
Sara no le prestó atención.
–Y además, fabricante de aviones.
–Tampoco dije eso –Lo de Libermann ya era un gemido.

¡El hijo de puta le había hablado de Deseo!

Empecé a caer en tirabuzón dentro de un pozo. En el fondo me aguardaba un sonriente gordo de voz finita, hipófisis perezosa y testículos esquivos.
–Ocurrió una sola vez –me defendí, sin mucha convicción–. Cosas de chicos.
Libermann se hundía más y más en el sillón mientras iba acabando con el whisky.
–Seguramente también eran cosas de chicos las que le hacían a Lito.
–Estaba borracho, Pirulo... –se disculpó Libermann.
–Sí, borracho –Sara había aproximado su rostro a menos de diez centímetros del mío. Sus ojos lanzaban descargas eléctricas. En cualquier momento asomaría por su boca una lengua de fuego. Bajé la vista, aterrado, y descubrí su escote. No llevaba corpiño–. Era un médico prestigioso, y un filósofo, y escritor. Y desde que usted vino, señor Pirulo, no ha pasado un día en que no se emborrache.
Tuve un vahído. Al fondo del pozo, se abría un precipicio. Así como lo oyen. Me abracé al gordo de tiroides perezosa y me asomé al precipicio.
–¿Qué hace, idiota? –chilló Sara.
Lo que yo había hecho era atrapar uno de sus pechos a través de la suave tela del vestido, de satén, o seda.
Retrocedió un paso para apartarse de mí, aprovechando mi proverbial dificultad para ponerme de pie con rapidez.
–¿Cómo se atreve, cerdo inmundo, después de todo lo que ha hecho para arruinar nuestra vida?
Era imposible que supieran lo de las amenazas. ¿Qué más había hecho yo?
Sara parecía adivinar mis pensamientos.
–Destruyó la infancia de Lito.
Libermann sollozaba en el sillón.
–¡Siempre lo defendí!
–Claro, como esa vez que lo orinó en el baño.
Ya había conseguido ponerme de pie.
–Ese no fui yo, sino Aníbal Lequerica.
La boca de Sara se torció en una mueca de asco.
–¡Cómo se atreve! –dijo antes de darme la bofetada.
Nunca pensé que una mujer tan chiquita pudiera pegar tan fuerte.
No me quedé a cenar.
Y esa misma noche, apenas llegué a mi casa, llamé a Johnny.
–Cuando quieras –dije–. Destruyamos a ese pedante hijo de puta.

lunes, 11 de octubre de 2010

15. Las excitantes recetas de Ann

En vivo y en directo de Anne´s Page For Human Health:

Numerosos preparados de origen animal, con poco o nulo valor nutritivo, han sido frecuentemente utilizados como afrodisíacos.
De acuerdo a una receta medieval las hormigas negras deshidratadas deben mezclarse con aceite de oliva inmediatamente antes de su consumo.
Los lagartos, por su parte, eran muy apreciados en la Edad Media tanto por árabes como por los europeos meridionales. La fórmula más sencilla consiste en secar un lagarto y triturarlo hasta que quede convertido en polvo. Se lo vierte luego en un recipiente con vino blanco dulce. Servir frappé.
Un lagarto oriundo de algunas islas mediterráneas, el Sticus officinalis, era en el siglo XVIII un afrodisíaco tan popular que llegaba a consumirse habitualmente en sitios tan remotos como Suecia y Dinamarca.
En muchos países del lejano oriente la sangre de serpiente es utilizada para provocar sufrimiento en los individuos de sexo masculino.
En “El jardín perfumado” se sugiere que embadurnando el pene y la vulva con la bilis de un chacal hará a dichas partes más vigorosas para el coito. El mismo resultado puede obtenerse con la leche de burra.
Las sanguijuelas pueden ser utilizadas para aumentar el tamaño del miembro viril. Se colocan dentro de una botella que debe ser conservada en el calor de un estercolero hasta que las sanguijuelas se han convertido en una masa homogénea. Utilizar entonces como linimento, untando repetidamente el miembro.

¡Ay!

Johnny insistió en que derivara a la oficial Quintana el caso de los traficantes de niños.
–No hace falta que le informes, ni a ella ni a Salvides –dijo–. Basta con contactarse con los traficantes y enviarles su dirección electrónica. La de Caról –agregó al ver la incomprensión pintada en mi rostro–. Como si fueras ella.
–Como si fuera ella...
Después de mi velada con Libermann esa clase de asociación no me causaba ninguna gracia, mucho menos viniendo de Johnny. Pero tenía razón: bajo ningún punto de vista podía continuar con el caso. Ni dejar escapar a los delincuentes. ¿Qué importaba si el crédito por mi investigación se lo llevaba una tilinga tetona como la oficial Quintana? Lo primordial era desbaratar la red de traficantes de niños.
Me sentí un desdichado superhéroe anónimo que, sobreponiéndose a la injuria y el desdén de sus conciudadanos, renueva cada noche su perpetuo combate contra el mal: el Hombre Araña...
La idea me hizo gracia. También a Johnny.

Me gusta Johnny: tiene sentido del humor. Por poco se cae de la silla cuando le conté de Libermann. Y en un momento me miró con ojos brillantes, agrandados de admiración.
–¡Sí! –exclamó–. ¡Sí, sí, sí!
Después se secó las lágrimas y me estudió detenidamente.
–Sos un genio –dijo.
No era para tanto, pero de todos modos hice un mohín de modestia seguido de un conejito. Yo apenas había sugerido que, además de los traficantes de niños, podíamos derivar a la oficial Quintana también el “Caso Libermann”.
Me moría por ver la cara de Libermann en el momento de encontrar en su correo electrónico un mensaje del Hombre Araña. Y una foto. Pero existía un inconveniente.
–Apenas si me quedan una o dos –dijo Johnny. Naturalmente, pensábamos en fotografías fuera de catálogo, las que Johnny había reservado para su uso personal– Si el tipo quiere más, tendremos que tomar medidas extremas.
Eso podía significar cualquier cosa, ninguna buena. Me mantuve en silencio. Johnny no:
–Una nueva sesión...
Me vino un vahído, pero no del estilo “borde de precipicio”, sino exactamente como si Rolo volviera a encañonarme con la Magnum.

Entre otras armas antirreglamentarias, Rolo tenía una Magnum. Lo supe la noche que entró a su casa con una de sus novias mientras Aníbal yo vomitábamos en la alfombra del comedor.
La Magnum es una cosa enorme, de tamaño aproximado a una verga de caballo, pero más dura.
Si les parece una comparación fuera de lo común, es porque no conocen a Rolo lo suficiente como para tomar en serio sus amenazas más extravagantes.
Apenas entró al departamento, dejó a su paralizada novia en el vano de la puerta y se dirigió a la cocina, de donde volvió con un trapo en la mano izquierda y la Mágnum en la derecha. Yo continuaba de hinojos, aliviando mi estómago, y lo veía a través de un velo de lágrimas. Rolo era una figura fantasmal desplazándose en un paisaje brumoso. Llegó a mi lado y apoyó el extremo del enorme y cromado cañón contra mi nariz.
–Cerdo hijo de puta –masculló.
Rolo siempre masculla, como si las palabras subieran hasta su boca dentro de una pastosa envoltura de mierda. Pero esa vez masculló más que de costumbre
–No vas a arruinar mi vida como arruinaste la de todos los demás –Se refería a los miembros de nuestro pequeño grupo familiar, claro–. Yo te voy a reventar.
Me puse de rodillas, lo que sólo desde una posición supina puede verse como un progreso, y abrí la boca para decir algo. No podría precisar qué, seguramente una excusa de circunstancias, pero Rolo no me dio tiempo a nada e introdujo el cañón del arma en mi boca hasta que la mira me raspó la garganta.
–Te lo voy a meter en el culo –siguió mascullando Rolo–. Y cuando apriete el gatillo vas a explotar como una morcilla podrida.
Extrajo el cañón con violencia, arrancándome un trozo de diente con la maldita mira, justo a tiempo para que yo hiciera un nuevo lanzamiento. Una especie de pantagruélico Gruuaaap. Y Aníbal –recuerden que Aníbal dormía debajo de la mesa de comedor– despertó de pronto y también hizo Gruuaaap.
Rolo miraba desconcertado, sin decidirse a quien de los dos sodomizar primero con su cromada verga de acero, cuando en el vano de la puerta su novia se cubrió la boca con una mano, se dobló en dos, y sin decir “agua va” derramó en el piso una ración doble de chizitos, maníes y palitos salados nadando en un líquido muy parecido a la cerveza.
El rostro de Rolo perdió todo vestigio de color. Tenía los ojos muy abiertos, mirando hacia ninguna parte. Su boca era un desagradable tajo morado. Giró lentamente hacia la chica. El muy bruto era capaz de cumplir su amenaza, comenzando por ella.
–¡Limalamira! –grité.
Rolo me miró intrigado.
–¿Qué?
–Que limes la mira, por favor.
Era un chiste.

Después me consiguió trabajo en la división Computación. Y me prestó dinero para alquilar un departamento, donde fui a parar con el televisor, mi computadora y el helecho Mariano, para aquel entonces mis únicos bienes personales.
El avión había pasado a mejor vida un año atrás, en una soleada mañana de septiembre. No bien regresamos de sepultar a papá, Rolo buscó en el cuarto de herramientas hasta encontrar una barreta. Después subió a la terraza.
No tuve ánimos para impedírselo.

Una nueva sesión fotográfica con la oficial Quintana me provocaba tanto pavor como la Magnum de Rolo. O más. Lo peor era que Johnny ya la daba por inevitable.
Me hizo la ve de la victoria, como Churchill prometiendo sangre, sudor y lágrimas.
–Dos, Gordo, nada más que dos fotos, es todo lo que tengo. Tu amigo no se va a conformar con eso.
“Mi amigo” era Libermann y “eso” eran las fotos que le enviaríamos por correo electrónico. Para ser más precisos, desde la computadora particular de la oficial Quintana. Johnny había hecho copias de las llaves de su casa.
–Ya entré el sábado pasado –dijo– cuando se fue a Montevideo con Iraola.
–¿Iraola?
Evidentemente, no era esa la parte substancial de la confidencia, pero me había tomado de sorpresa.
–No te hagás el boludo –protestó Johnny– que lo sabe hasta el diariero de la esquina.
Soy siempre el último en enterarme de todo.
(No debo volver a decir esto. Suena muy poco profesional).

Escuché el plan de Johnny como en un sueño, sin conseguir librarme de la imagen de Iraola babeándose sobre el liguero de la oficial Quintana en un cuarto de hotel de Montevideo. No era una visión muy estimulante, entre otras cosas, porque sabía que también el subcomisario Iraola tenía su propia Magnum antirreglamentaria.
Volví a sentir vahídos. Johnny hablaba de cómo enviaríamos una a una las nuevas fotografías de Caról hasta enloquecer a Libermann por completo.
–Y una noche –llegó a decir– cuando Sara esté en uno de sus torneos de backgammon vos podrías aparecer en su balcón vestido de Hombre Araña.
–Vive en un piso 15 –objeté.
Johnny sacudió la mano apartando el humo de un hipotético cigarrillo.
–Psss. Para vos eso va a ser una pavada.
¿Johnny estará tan loco como para creer que realmente soy el Hombre Araña?

martes, 28 de septiembre de 2010

14. ¡Libermann confiesa!

Conocí a Margo en la red Olé. Es lesbiana. Casi de inmediato se estableció entre nosotros un campo magnético. Como lo oyen.
Debo aclarar que también en la red Olé tengo cierto parecido a Amelita Vargas, aunque no chateo con el alias de “Salomé”. En la red Olé soy “Abril”.
Cuando se chatea se establece como una química entre los bytes. Ya saben, el campo magnético. Eso pasó con Margo. Me cayó bien de entrada. Es de las Canarias, islas paradisíacas en el Atlántico, frente al África.
Le pregunté si era negra. Dijo que no, pero que estaba muy bronceada. Completamente. Toma sol desnuda, eso hace. También chatea desnuda.
Tengo un encantador pomponcito rubio –escribió.
La imaginé haciendo pucheros. La única manera de decir “pomponcito” es haciendo pucheros.
Le pedí que me lo repitiera.
Pomponcito, pomponcito.
Ahh!!! –repuse.
Advirtiendo mi excitación, Margo ordenó:
Quítate la falda!
Obedecí de inmediato. Margo me pidió que le describiera mis bragas, que vienen a ser las bombachas de las gallegas esas. Hice una pormenorizada reseña de la ropa interior de la oficial Quintana.
Quítatelas!!!– ordenó Margo ya al borde del descontrol erótico.
Si Salvides me sorprendía chateando en bolas le venía un infarto, pero igualmente me desprendí de la pequeña tanga azul marino con vivos rosados.
–Pomponcito, pomponcito– susurró mi amante lésbica.
Ahhhh!!– gemí, excitada hasta el delirio en mi papel de Abril.
–Ahhhh.... –gimoteó a su vez Margo, a cada instante más excitada.
Después nos tocamos las tetas, y todo eso, obviando mi pirulín aterciopelado, del que como agente encubierta, obviamente carezco.
De todos modos cuando salí de la red pude comprobar que lo hacía con una pequeña erección.

Volvamos a mi audaz incursión en casa de Libermann. Sara nos había dejado solos ¿recuerdan? Tomábamos whisky como dos viejos amigos celebrando el reencuentro.
A medida que descendía el nivel del líquido en la botella, subía el etílico en los torrentes sanguíneos y Libermann fue resignándose a la evidencia: no existía una sola persona en toda la inconmensurable infinitud del universo, ni siquiera él, capaz de librarse del pasado.
Para mi eso no constituye ninguna novedad: lo supe desde los 15 años, pero hasta la verdad más evidente puede olvidarse gracias a dos títulos universitarios, dinero a paladas y una esposa dulce y sexy.
En dos horas Libermann había retrocedido 20 años. Se sonó la nariz con su recobrada torpeza y el moco quedó adherido a su camisa, a la altura del pecho.
–Me amenazan –dijo.
Adopté una actitud policíaca, con el torso inclinando hacia delante. El hombro izquierdo más bajo que el derecho.
–¿Quién?
Volvió a sonarse la nariz. Una vez más y su camisa obtendría un estampado hawaiano.
–Algún compañero del colegio.
Para ser filósofo no era ningún tonto. Necesitaba confundirlo un poco: bastaba sumar dos más dos para relacionar las amenazas con mi sorpresiva reaparición.
–¿Lo sabés positivamente o sólo lo imaginás?
Me miró con todo el desprecio que su soberbia y su borrachera le permitieron.
–¿Cómo que si lo imagino? –se encrespó. Evidentemente tiene mala bebida– Si lo supongo, querrás decir.
Asentí con un cabeceo.
–Eso. ¿Lo sabés positivamente o lo suponés?
–No tengo dato alguno pero tampoco lo supongo: lo deduzco –concluyó, en un nuevo arrebato de pedantería.
–Y esas amenazas ¿son telefónicas?
Meneó la cabeza y miró la computadora con aversión.
–Cada vez que abro el E mail encuentro una amenaza, o insultos.
–¿El qué?
–El correo electrónico –aclaró.
Permanecí con mi mejor cara de nada.
–¿Conservás alguna de las cartas? Es importante, pues podríamos encontrar huellas dactilares.
Libermann siguió desparramando secreciones nasales a izquierda y derecha.
–No, no, correo electrónico. Internet, ¿entendés?
No, yo no entendía. Continuaba liquidando haberes con una calculadora a manija.
Libermann fue hacia la computadora. Oprimió una tecla adoptando la pose de Liberace frente al piano.
En su monitor de cristal líquido, el protector de pantalla desapareció como por encanto.
–¡Oh! –dije.
–Esto no es nada –aseguró Libermann, dándose aires de importancia.
Realmente, había vuelto a ser un idiota.
Pronto entramos a su programa de correo. Una de las carpetas me estaba destinada ¿qué les parece? Decía: “Amenazas”.
No es un nickname que alguna vez haya utilizado, pero no necesité mucho para deducir que era el que en ese momento me correspondía.
Con alguna sorpresa comprobé que Libermann guardaba todos mis mensajes. Probablemente los estuviera analizando. No llegaría a nada: podían haber sido enviados por cualquiera de sus treinta y siete ex condiscípulos.
Abrió uno o dos, al azar.
–Son todos más o menos iguales –dijo–. No tienen mucha imaginación y demuestran un alto grado de inmadurez. Tal vez de psicosis o hasta de retardo mental.
Me apresuré a servirme más whisky y volví a llenar su vaso.
–Puede ser un chico... o un loco al borde del descontrol –aventuré
No pude determinar si Libermann estaba muy asustado, sorprendido o solamente borracho.
–¡Es uno de mis compañeros de colegio! –exclamó.
Me aclaré la garganta.
–También son los míos.
Se aferró de mis solapas. Quería saber si yo también había recibido amenazas.
Lo aparté suavemente pero con bastante repugnancia: seguro me había llenado el saco de moco.
–No –respondí–. Pero yo no tengo computadora.
Me alcanzó su vaso vacío. La botella estaba en la misma situación y Libermann se tambaleó hasta el comedor. Al cabo de un rato volvió con otro cubo con hielo y una nueva botella. Me apuntó con un dedo:
–¿En serio no estás conectado a internet?
–Y no tengo la más puta idea de cómo funciona.
Se sentó frente al teclado. Tomé nota de su contraseña: “sésamo”. En algún momento podría serme útil.
Mientras esperábamos, volví a llenar los vasos.
–Vamos a navegar un rato –dijo.
Recordé el estúpido chascarrillo de Salvides.
–¿No llevamos salvavidas?
Libermann me echó una mirada similar a la que Johnny y yo dirigíamos a Salvides y no me respondió: además de ignorante, yo era un completo imbécil. A esa altura ya lo tenía completamente despistado. Podía darme un lujo.
–¿Por qué no te fijás si recibiste algún mensaje?
Había uno, estaba en condiciones de garantizarlo. Escueto y muy conveniente. A veces pienso si no tendré poderes extrasensoriales. Decía: “Cornudo”.
Libermann se echó maquinalmente hacia atrás. Los ojos y la boca, muy abiertos, le daban el vago aire de un pálido muñeco de trapo.
–¡Pero este hijo de puta! –exclamó al fin– ¡Lo voy a denunciar a la policía!
Carraspeé.
–Ya lo hiciste.
Me miró intrigado.
–Vos...
Asentí. Y para que no le cupiera ninguna duda me abrí el saco dejando ver la culata del 38. Lo había llevado conmigo como prevención: cabía la posibilidad de que Libermann hubiera descubierto al autor de las amenazas.
Adopté la postura policíaca de hombros echados hacia adelante.
–Empecemos por el principio...
Libermann vació el vaso de un trago. El whisky debía andar todavía a la altura de su esófago cuando disparé:
–¿Cómo te llevás con tu mujer?
Sobresalto.
–No pensarás que ella...
–No debemos descartar ninguna posibilidad –lo interrumpí– Además, no estoy diciendo que tu mujer esté directamente involucrada: puede haber alguien más.
No se tranquilizó, en absoluto. Ambos habíamos visto a su esposa esa noche, acudir muy elegante, maquillada y bonita al torneo de backgammon. Pero Libermann se resistía.
–No es ella –casi sollozó–, soy yo.
–¿Tenés una mina? Esa puede ser una pista más importante –Libermann negaba con cabeceos desconsolados–. ¿Es casada? ¿Divorciada?
–No, no.
Le serví más whisky y lo miré a los ojos.
–¿Es un hombre?
Libermann dio un salto en su silla. Si seguía sobresaltándolo pronto un infarto de miocardio me dejaría sin víctima. Le pregunté, del modo más suave posible, si le gustaban las mujeres.
–Demasiado –repuso con el desaliento de quien confirma un diagnóstico fatal–. Ese es mi problema.
Nuevo silencio y más whisky.
–Quiero mucho a Sara –dijo al cabo–. Es una buena esposa, dulce, limpia, ordenada
Con esos criterios no sería muy popular en la Red Feminista.
Libermann se ruborizó:
–Y nos llevamos bien en la cama... cuando lo hacemos.
–Bueno –expliqué en tren consolador y con aires de connaisseur–, las esposas no siempre tienen ganas...
–¡No es ella, Pirulo! ¡Soy yo! ¡Es que me masturbo por lo menos tres veces al día!
El temblor comenzó por mi vientre, subió a través de la tráquea, se convirtió en nudo a la altura de mi garganta, llenó mis ojos de lágrimas y finalmente estalló en mi garganta en una carcajada incontenible.
Libermann estaba demasiado borracho para ofenderse realmente, pero de algún modo yo había herido su amor propio.
–¿Te reís?
Yo no reía. Me moría de risa.
–Ya vas a ver –dijo.
Abrió una dirección de internet. En cuanto comenzaron a bajar las imágenes reconocí la home page de Robin.
–Ya vas a ver –insistió, abriendo páginas a velocidad pasmosa.
Y vi.
Vi mis redondas y lechosas nalgas asomando por los agujeros del traje de Hombre Araña y, a continuación, una seguidilla de imágenes donde la pantalla era enteramente ocupada por la oficial Quintana y una mínima, pero imprescindible y también impresionante porción de la anatomía de Johnny.
–Esa mina me mata –confesó Libermann–. Tiene un lomo fenomenal. Y me vuelve loco ese liguero azul marino. ¡Y el corpiño¡ ¿Vos viste lo bien que le queda ese corpiño! Y eso no es todo, porque si mirás bien, te darás cuenta de que está más fuerte desnuda que en ropa interior. Eso es extraordinario. ¿Cómo querés que no me masturbe a cada rato, Pirulo? Decime, ¿cómo puede hacer un hombre normal para no volverse loco con esa mina?
No le contesté, ni falta que hacía: la oficial Quintana ya me había vuelto loco a mí, y mucho antes que a Libermann, y eso que Libermann nunca había escuchado el sonido de los tacos de la oficial Quintana recorriendo el espacio que separaba su despacho del de Salvides. No dije nada, aunque de todas maneras Libermann no me habría escuchado. Apenas si se detuvo lo suficiente como para aspirar una bocanada de aire y llenar su vaso casi hasta el tope.
–Pero lo peor, y tendré que analizar eso muy seriamente –agregó luego de echarse al buche un nuevo trago de whisky–, son las fantasías que me despierta el culo del Hombre Araña.

martes, 21 de septiembre de 2010

13. Una dulce mujercita y dos viejos amigos

Black Domina
Índica de alta pureza con bractéolos que te pondrá de rodillas y rogando por más. Esta áspera e irresistible dama sencillamente chorrea esa resina pegajosa por la que muchos hombres parecen sentir una fatal atracción
.

Bractéolos con resina pegajosa. Mmm.

Advertencia: ha tenido efectos devastadores en más de uno, dejando a los afectados aparentemente abatidos, con una extraña sonrisa en los labios.
Floración: 50 días.
Altura: 100/130 cm.
Cosecha: 90-120 gr.
Art No 2305
250 fl.


Efectos devastadores. Eso es.

Para tranquilizarme, entro en www.neurociencia.com
Posiblemente el título los engañe tanto como a mí. Es el de una página Web dedicada a las enfermedades mentales, sí señor.
Siempre creí que la enfermedad mental era otra cosa, como que uno se ponía loco de repente, por un problema grave o una impresión muy fuerte. El caso de mamá, por ejemplo. Tuvo varias emociones de cierta intensidad, además de mi tete a tete con la señora López Vázquez sobre el piso de la pista de baile, pero calculo que su mayor conmoción fue cuando por primera vez papá decidió hacer su truco de magia. Ya saben, lo del mantel.
Eso ocurrió antes de que yo naciera. Para cuando lo practicó en casa de los López Vázquez ya mamá veía las cosas con cierta resignación.
Luego de su primera experiencia con la magia, vine yo. Todo yo, no sólo el incidente en la fiesta de casamiento de Elena. Y Rolo adquirió la costumbre de envolver su verga con un pañuelo. La entrepierna de Rolo atraía irresistiblemente. Era imposible apartar los ojos de la protuberancia y en más de una oportunidad pensé si mamá no se habría sentido al borde de un precipicio cada vez que Rolo se paseaba mostrando los bíceps, con su estrecha remera de algodón, sus jeans apretados y el pañuelo y todo eso.
Muy fuerte para una madre.
También estaba lo de Elena y el ACV de papá. Mamá siempre supo lo que papá hacía en la cocina cada vez que Elena regresaba de sus trasnochadas. De ahí su empecinamiento en dejarlo al sol, junto a los malvones, aun en los días más tórridos del verano.
En fin, habían ocurrido los suficientes accidentes en la vida de mamá como para que pudiéramos explicarnos su locura en forma medianamente satisfactoria.
Ahora me vengo a enterar de que no fue así: era un problema genético.
Eso dice neurociencia.com.
Parece ser que algunas personas pueden pasar por las más horribles experiencias sin que se les mueva un pelo de la salud mental. Otras, en cambio, caen en la enajenación más extrema por un quítame de ahí esas pajas. Los primeros poseen genes en perfectas condiciones. Los otros, los tienen defectuosos.
Ahí está el secreto, en los genes defectuosos.
No supe si sentir alivio o preocupación. Cualquiera puede tener los genes defectuosos. ¿Cómo saberlo? Un gen es una cosita de nada, más pequeño que un piojo. Imposible determinar si es bizco, o sordo, o padece un defecto todavía más severo. Pero al menos neurociencia.com nada dice de las hormonas defectuosas, así que me puedo considerar a salvo de la locura. O, al menos, tan en riesgo como cualquiera de ustedes.
www. neurociencia.com . Recomiendo esa página.
Dejarán de sentir esa injustificada responsabilidad por la locura de sus padres. O de sus hijos. Gozar de una buena conformación genética lo es todo.
Y es obra del azar.
Les aseguro que hay mayores posibilidades de acertar un número a la lotería que de tener los genes en orden.

Estoy harto de ilícitos sexuales y no sé de qué modo seguir en el caso de los traficantes de niños. Pero de cualquier forma, como todos los días, debo poner en marcha el buscador y salir de patrulla.
Uno no sabe con qué habrá de encontrarse.
No es justo.
Cualquier patrullero convencional puede tener un día liviano. Es más, suelen tenerlos. Los seres humanos de carne y hueso no cometen crímenes todo el tiempo, sin detenerse jamás, y en plena vía pública. Como bien dice el subcomisario Iraola: “No todos los ciudadanos son delincuentes”.
Pero en la internet ocurre precisamente lo contrario. Y en mayor medida en mi área de trabajo: Delitos Sexuales.
Al principio despiertan curiosidad. Y excitación, para qué negarlo. Pero al cabo del tiempo se vuelven tediosos y comienzan a dejar un regusto repugnante, de empalagosa saciedad.
Preferiría patrullar Drogas Peligrosas. Envidio a Johnny. Para él todo es sencillo: le apasiona su trabajo. Se infiltró hasta tal punto en las redes de narcotraficantes que es imposible vender una pastilla de éxtasis en toda la costa atlántica sin que Johnny haya tenido alguna participación en el episodio.
Ha organizado numerosas redes con un esquema similar al de cualquier empresa de venta directa. Le dicen Técnica de Management y Comercialización. Lo aprendió en la UADE.
Esteban, que patrulla Movimientos Subversivos le llamaría Organización Celular.
Consiste en la formación de equipos de vendedores coordinados por un responsable de sector que a su vez participa de un equipo coordinado por un responsable de área. Las áreas pueden ser geográficas o de producto.
Las áreas de producto también se coordinan en un área geográfica. Después están las regiones, que son equipos de coordinación de áreas geográficas. Y las divisiones, que agrupan a las áreas de productos.
Es una pirámide compleja, multidimensional. En la cúspide está Johnny.

Debo volver urgentemente a neurociencia.com. Tal vez encuentre algo que explique el extraño comportamiento de Libermann.

Me presenté en casa de Libermann a eso de las 7 de la tarde. Tiene un amplio departamento en Belgrano, con una hermosa vista, decorado con buen gusto y sobriedad, como corresponde a un médico. O a un filósofo. O a un psiquiatra.
La señora Libermann, Sara, es una mujer menuda –el mismo Libermann no sobrepasa el metro sesenta–, vestida con sencillez, bonita, pero de una belleza, me pareció en un primer momento, algo intrascendente, como si la hubieran sumergido una y otra vez en agua lavandina. Cuando estreché su mano creí estrujar un pequeño manojo de pasto seco. En fin, que no tuve ni un asomo de vértigo, ni el menor amago de erección, y conseguí comportarme con bastante comedimiento. Hasta la hice reír en un par de ocasiones, de manera que una hora después, cuando Libermann metió la llave en la cerradura, su mujercita y yo nos habíamos convertido en viejos amigos.
Ella trotó a recibirlo, con infantiles saltitos de felicidad.
–Te tengo una sorpresa –dijo luego de besar a Libermann en la mejilla. Fue un beso casto, más fraternal que amoroso. Tomé nota.
Libermann traía de la calle la sonrisa convencional y desvaída de un médico de guardia o de un filósofo escéptico. O de un psiquiatra en Disneylandia. No mejoró cuando me vio arrellanado en su sillón Chesterfield. Pero no me había reconocido y se dejó conducir por su dulce mujercita a lo largo del living.
–Mirá quien está acá –dijo ella.
–¿Quién?
Libermann todavía sonreía.
–Tu amigo de la infancia.
Esto debió hacerle sospechar. Me pareció que su paso se hacía más vacilante.
Permanecí en su sillón, apoyando los pies en su mesa ratona, bebiéndome su whisky. Sentía la cara tirante de tanto sonreír.
Libermann también sonreía, pero de un modo forzado. Llegó hasta mí. No quité los pies de la mesa y continué sonriendo.
Él ya había dejado de hacerlo y su rostro perdía el color. Quedó unos segundos boquiabierto.
–¿Pirulo...? –preguntó al fin.
Me puse de pie de un salto y lo estreché en un abrazo. Libermann tenía un aire a maniquí de tienda. Su esposa se secó una lágrima con un pañuelo. Le hice un conejito.
–Esto es tan emocionante –suspiró.
–Sí, mucho –suspiré a mi vez.
Libermann no dijo nada.

El estudio de Libermann era aproximadamente del tamaño de todo mi departamento, si le sumamos el baño, el palier y el hueco de la escalera. En un extremo, de espaldas a una puerta balcón con vista al este, había un escritorio de dos metros y medio por uno veinte. La butaca era giratoria y treinta centímetros más alta que las dos incómodas sillas destinadas a los pacientes, o a los alumnos, las visitas, o a quienquiera que Libermann pretendiese impresionar. Probablemente, su tímida mujercita.
Apenas me hizo pasar llegué hasta la ventana, desde donde admiré durante unos minutos la silueta del Monumental recortándose contra la bruma del río. Después me senté en la butaca.
Libermann parecía todavía más pequeño, de pie junto al escritorio. Volvió a ensayar su sonrisa forzada.
–¿Por qué no nos ubicamos acá? –dijo–. Estaremos más cómodos.
Me levanté de la butaca y fui hacia los sillones. Había tres, uno de dos cuerpos, rodeando a una bonita mesa hexagonal.
Para que acaben de formarse una idea del tamaño de esa habitación les diré que había también dos bibliotecas de pared a pared, enteramente ocupadas por libros, un atril de pintor con un retrato al óleo del propio Libermann, en pose de Pedante, con el índice en la mejilla, enmarcado con una pesada moldura barroca, y un rincón destinado a una computadora con mucha mayor cantidad de accesorios de los que un aficionado pudiera necesitar.
Libermann parecía no saber qué hacer con sus manos. Ni con ninguna parte de su cuerpo. Aunque sospecho que su principal duda era qué hacer conmigo. Yo había descendido desde mi metro noventa y siete casi hasta su estatura, apoltronándome en uno de los sillones. Libermann me dirigió una mueca –su sonrisa era cada vez más artificial– y colocó un CD en su computadora. Luego volvió al sillón.
La música comenzó a salir de los parlantes.
–¿Vivaldi?
Hizo otra mueca.
–Mozart.
Asentí, como si supiera algo del asunto. En cualquier otra oportunidad me hubiera limitado a escuchar en silencio, absteniéndome de meter la pata, pero necesitaba que recuperara parte de su confianza en sí mismo.
–Es una maravilla –dije pensativo– que esa cosa pueda pasar música.
Al escucharme llamar cosa a su computadora tuvo un ligero sobresalto.
–En realidad posee aplicaciones sorprendentes... –Se detuvo a mitad de la frase y me miró frunciendo el ceño–. ¿Vos no habías estudiado computación?
Me llevé la mano al pecho, sorprendido.
–¿Yo?
–Alguien me dijo...
Sonreí con tristeza.
–No, no. –Aguardé unos segundos–. Soy policía.
Nuevo sobresalto de Libermann. Ocurre con frecuencia. Todo el mundo se siente culpable de algún misterioso delito.
–Tareas administrativas –añadí para tranquilizarlo–. Liquidación de haberes, esa clase de cosas.
–Pensé que eso estaría computarizado...
La entrada de Sara me sacó del apuro. Traía una bandeja con dos vasos, un balde de hielo, una botella de escocés y platitos con queso y salchichas. Sentí que me venía el vahído: se había cambiado de ropas. Llevaba un vestido negro, con un amplio escote, una gargantilla muy ceñida al cuello, pulsera haciendo juego y una fina cadenita de oro alrededor del tobillo izquierdo. Cuando se inclinó para apoyar la bandeja en la mesita hexagonal su vestido se elevó dejando ver la parte posterior de sus muslos, enfundados en oscuras medias de nailon.
Yo estaba decididamente asomado al precipicio.
–Les dejé unos sandwiches de pavita, preparados en la heladera
–¿Salís? –preguntó Libermann con voz trémula.
–El torneo de backgammon, acordate.
Libermann asintió.
Sara vino hacia mí.
–Fue un gusto conocer un viejo amigo de mi marido.
Me puse de pie, le estreché la mano (ya no me pareció un manojo de pasto) y le besé la mejilla. Todos éramos ya Viejos Amigos.
–Bueno, chicos –dijo desde la puerta–, tienen toda la casa para ustedes. Diviértanse.
Libermann permaneció en silencio. Parecía abstraído. Al menos, pensé, había perdido el hilo de la conversación y no me vería obligado a explicar por qué, en el tercer milenio, la Policía Federal aún no había computarizado la liquidación de haberes.