martes, 8 de marzo de 2011

29. Una visita providencial

Este sería el momento indicado para tomarme vacaciones, pero apenas si me corresponde un día de franco. Estoy impresionado de lo poco que vale una Madre para la ley laboral. Un día. Artículo 63: fallecimiento de familiar directo.
Mi cuñado y mis sobrinos también podrían considerarse familiares directos. Junto a mis dos hermanos harían cinco días...
Desecho la idea –tendría que perpetrar una masacre– y pido médico, a través de Johnny. No me atrevo a hablar con Salvides. Ni quiero saber de él, pero de todos modos Johnny me informa que no bien llegó se metió en su despacho y no ha vuelto a salir. Miro el reloj: son casi las dos de la tarde.
–Con suerte se habrá muerto –digo.
–Con suerte –reconoce Johnny.
Cuelga. Vuelvo a la cama y duermo hasta las cinco. Me despierta el timbre. Es un hombre bajo, con una gran cabeza, tórax ancho y brazos y piernas tan cortos como arqueados.
–Hermosilla –dice.
Le tiro una trompada.
–El doctor Hermosilla –aclara, desde el suelo.
Es correntino o paraguayo y de lejos se ve que tiene trastornos glandulares. Me apiado de él. Lo consuelo. Frunce el ceño y recuerdo a la mujer del colectivo que se apiadó del cartel que yo llevaba en la espalda: “Cerdo capón”. La compasión es el sentimiento más innoble y destructivo que es capaz de albergar el alma humana. Reconozco mi falta de tacto y le pido disculpas. Lo observo con atención: tiene un tic nervioso que le provoca un incesante temblor en los labios. Pobre tipo, pienso, pero esta vez me cuido de hacer cualquier clase de comentario.
–Bueh, hémonos aquí –digo para quebrar el hielo.
El doctor Hermosilla pregunta qué me pasa.
Nada”, voy a responder, pero recuerdo que es el médico de la policía.
–Murió Mamá.
El doctor asiente.
–Y me bajó la gonadotropina.
Parpadea. Tiene más tics de lo esperado.
–Es un problema de la hipófisis –para aclarar el punto me señalo la cabeza–. La tengo perezosa.
Pregunta si estoy bajo tratamiento. No comprendo. Por alguna razón parece alterado.
–¿Tiene algún diagnóstico?
–Hace muchos años.
–¿Y recuerda qué le dijeron?
–Que era un gordo de mierda.
El rostro de Hermosilla estalla en una sucesión de tics. Su hipófisis debe andar peor que la mía.
–¿Un médico le dijo eso?
–El doctor López Vázquez. ¿Lo conoce?
Hermosilla menea su gran cabeza.
–Y al doctor Libermann ¿Lo conoce?
Frunce el ceño, tratando de hacer memoria.
–Me temo que no.
–¡Pero usted no conoce a nadie, viejo!
Hermosilla mete la mano en el bolsillo del saco. Retrocedo, con los brazos en alto. Estos guaraníes son jodidos. Se comieron a Solís, por ejemplo. Pero no me presta atención y escribe en un recetario.
–¿Dónde cumple servicio?
–En la División Computación. Es todo lo que me está permitido revelarle.
Asiente.
–Le doy tres días –dice
–Es por la hipófisis... ¿Me encuentro muy mal, doctor?
Me estudia con la mirada. ¡Está haciendo un diagnóstico!
–No podría decírselo –miente–. Le aconsejo pedir turno en el Churruca.
Lo acompaño hasta la puerta.
–¿Puedo hacerle una pregunta?
Toma aire. Puedo.
–¿Los trastornos glandulares se deben a una mala combinación genética? Quiero decir –me apresuro a aclarar–, una combinación defectuosa de genes o incluso una combinación normal pero de genes defectuosos ¿puede provocar este tipo de desarreglo? Póngale que uno tiene el hipotálamo torcido...
–Bueno... Hay teorías –Hermosilla se agita. He logrado despertar su interés. Vaya uno a saber cuántas veces habrá pensado si su deforme cuerpo no es sino otra aberración genética– Pero se conoce muy poco al respecto.
Comprendo.
–¿Y puede ser hereditario?
Pienso en mis sobrinos.
–No estoy en condiciones de asegurarlo.
–¡La ciencia está en pañales! –exclamo.
–Sí –admite Hermosilla.
Le palmeo el hombro.
–Usted es un gran médico. Cuídese.
Se mete al ascensor y no vuelvo a verlo, pero me dio tres días de vida.

Entré en neurociencia.com
Increíble: si ustedes cortan longitudinalmente la cabeza de un ser humano en la dirección que va de los frontales al occipucio y luego, venciendo la repugnancia, observan el interior, verán, de fuera hacia adentro, en primer lugar, la caja craneana. Luego, pegadita a ella, ocupando prácticamente toda la superficie, desde la frente hasta la base del cráneo, el neo-cortex. Seguidamente, una sección en forma de medialuna que alberga al sistema lúmbico. Y en el centro de la esfera craneana, asentado sobre la silla turca como Zeus presidiendo el Olimpo, el hipotálamo, en persona.
No los aburriré con detalles: bástenos saber que el hipotálamo tiene tan sorprendente multiplicidad de funciones que podría considerárselo el mismísimo alma humana.
Una de esas funciones es la regulación del sistema endocrinológico.
Un mal funcionamiento endocrinológico puede provocar trastornos en el comportamiento.
Ya lo sabía.
¿Lo sabrán también los médicos del Churruca?
Por las dudas no pediré turno. Podrían no renovarme el contrato y deberé regresar a casa de Rolo, en peores condiciones que nunca.
La relación con mis hermanos se ha deteriorado.

En el cementerio, luego de pegarme con la cartera, Elena se alejó del brazo de su marido. Mi copiloto los siguió de cerca. Había recorrido unos pocos metros cuando se dio vuelta y me saludó con la mano. Llevé la mía a la sien derecha e hice la venia. Mi copiloto sonrió. A los muchachos les gusta esa clase de cosas.
Rolo, en cambio, se fue sin una palabra. Un gesto descomedido de su parte: al fin y al cabo yo también acababa de perder a mi madre.
Quedé solo ante la tumba mientras los peones la llenaban de tierra.
–Adiós– dije.
Los tipos continuaron paleando, como si nada.
–En mi país se saluda, carajo.
Alzaron la cabeza a un tiempo. Se veían como rústicos autómatas neanderthalenses.
–Disculpe –dijo uno de ellos–. Pensamos que se despedía de su mamá.
–¿¡De mi mamá!? ¡Ella está muerta!
–Por eso...
Ambos parecían convencidos de la razonabilidad de la insólita respuesta. Me picó la curiosidad.
–¿Ustedes conversan con los muertos?
El que había hablado se enderezó y me miró de mal modo. Tenía dos manos del tamaño de cacerolas de hierro. Y una pala. Comencé a retroceder y luego me di la vuelta y me alejé presuroso hacia la salida en busca de un poco de cordura.

Regresé a casa solo, y en subte. En el trayecto me sorprendí pensando en mi sobrino, en la mutua atracción que nos ejercíamos.

Salgo de neurociencia y coloco el disquete número 2 de Caról.
Curiosidad: Iraola tiene varicoceles. Lo descubrí ampliando una imagen.
Me gusta jugar con las imágenes. Se puede hacer casi cualquier cosa con ellas.
Abro otra fotografía. Es una de las últimas que tomé de Johnny, luego de dormir a Iraola. Dejamos al subcomisario en el pasillo y volvimos al estudio de la oficial Quintana. No hacía falta una ampliación para advertir que Johnny tenía una notoria necesidad de terminar el trabajo.
Quedo unos minutos maravillado de la plasticidad del cuerpo humano. Pongo manos a la obra y procedo a eliminar todo rastro de la oficial Quintana. Relleno ahora la superficie. Me demanda más de tres horas de concentrada labor. El Hombre Araña queda de rodillas sobre la roja alfombra del estudio. Apunta poderosamente hacia mí.
Se me alteran las gonadotrofinas y río.
Después me aboco a colocar el texto, con sumo cuidado: es preciso calcular muy bien el espacio, diseñarla de manera que parezca una tarjeta de salutación. Por fin queda lista.
Podrás dejar de quererme, pero olvidarme jamás.”
Firmado:
“Spiderman”

Vuelvo a reír. Mis ojos están llenos de lágrimas. Moqueo. Parezco Libermann. En adelante tomaré menos, prometo. Me calmo e imprimo varias copias de la tarjeta.
Le envío una a Libermann, por fax.
Voy a la heladera y abro otra botella.

Pregunta para el doctor Hermosilla:
“¿Los trastornos glandulares pueden verse agravados por la ingestión de bebidas alcohólicas?”

Sorpresa: tocan el timbre. Abro la puerta y me encuentro cara a cara con mis sobrinos. Los dos: el copiloto y el mecánico. Nos abrazamos. El mecánico se excusa por no haber ido al velorio.
–Me hace mal –dice.
–Macanas –interviene el copiloto–. Lo que pasa es que anda peleado con los viejos.
Los viejos son la víbora y el escarabajo. Lo miro apreciativamente.
–Jorge me contó del velorio –dice el mecánico. Deduzco que Jorge es el copiloto–. Y me entraron unas ganas locas de verte.
Me sonrojo.
–Le pedimos tu dirección al tío –agrega el piloto.
Esto me desconcierta. ¿Qué tío? Luego recuerdo a Rolo. Me abstengo de revelarles las extrañas costumbres de su tío buen mozo, y asiento, bonachón. Estoy muy contento de la visita, digo. Los convido con una copa y charlamos de generalidades. Intento descubrir qué temas pueden ser de su interés.
–¡La computación!– responden al unísono.
A mi juego me llamaron. Les dicto una breve conferencia sobre las nociones más elementales de la informática. De a poco, comienzo a descubrir que conocen del tema tanto o más que yo. Como para recuperar el ascendiente menciono mi trabajo en la División, pero sin entrar en detalles. Abren los ojos. Intercambian una mirada. Al fin el copiloto se decide.
–¿Sabías que la policía tiene una Brigada Internet?
–¡No! –exclamo, tratando de asimilar el golpe. La existencia de la Brigada ha sido conservada en el más riguroso secreto.
–Lo descubrimos hace un tiempo, navegando.
A partir de ese momento no paran de hablar de la internet. Los escucho pacientemente. Al fin pregunto:
–¿A ustedes les interesaría trabajar en esa Brigada?
–Todo lo contrario –dice el mecánico.
Todo lo contrario”. Trato de entender qué significa.
–Son unos turros –explica el copiloto.
–Quieren coartar la libertad de información.
–Internet es el único espacio democrático del mundo.
–Cualquiera tiene a derecho a decir lo que le cante.
–Y de acceder a toda la información disponible.
–Es la paradoja del capitalismo.
–El germen de su destrucción.
–No hay Poder.
–El Poder es de todos
–El Poder es de los Usuarios.
Mis ojos iban saltado de uno al otro a medida que desenrollaban su atolondrada proclama subversiva. No puedo creer lo que oigo: mis sobrinos son hackers. Jamás había pasado por mi cabeza que en mi familia pudiera haber un guerrillero electrónico ¡y ahora resulta que hay dos!
Les pregunto si entraron en algún archivo. Vuelven a intercambiar miradas. Ahora es el mecánico quien se anima. En varios, dice.
–¿Y en la Brigada Internet?
–Varias veces. Pero ahí no pasa nada.
Asiento, comprensivo. Soy el tío simpático que entiende todo.
–Preferimos los archivos y bancos de datos.
–Ah –digo.
–Pero hay un tipo que entra siempre a la Brigada.
–Ernesto Sábato –acota el mecánico–. Parece que agarró de punto a un policía medio pelotudo.
Me atraganto. La tos debe haber disminuido la irrigación de mi hipotálamo, porque a continuación me dejo llevar. Y les doy una dirección electrónica. A ver si encuentran algo, digo.
Mis sobrinos se van. Bajo con ellos hasta la calle. Es una tibia noche de primavera y los paraísos en flor perfuman el aire con aroma de azahares.
Eso me pareció muy extraño