martes, 21 de septiembre de 2010

13. Una dulce mujercita y dos viejos amigos

Black Domina
Índica de alta pureza con bractéolos que te pondrá de rodillas y rogando por más. Esta áspera e irresistible dama sencillamente chorrea esa resina pegajosa por la que muchos hombres parecen sentir una fatal atracción
.

Bractéolos con resina pegajosa. Mmm.

Advertencia: ha tenido efectos devastadores en más de uno, dejando a los afectados aparentemente abatidos, con una extraña sonrisa en los labios.
Floración: 50 días.
Altura: 100/130 cm.
Cosecha: 90-120 gr.
Art No 2305
250 fl.


Efectos devastadores. Eso es.

Para tranquilizarme, entro en www.neurociencia.com
Posiblemente el título los engañe tanto como a mí. Es el de una página Web dedicada a las enfermedades mentales, sí señor.
Siempre creí que la enfermedad mental era otra cosa, como que uno se ponía loco de repente, por un problema grave o una impresión muy fuerte. El caso de mamá, por ejemplo. Tuvo varias emociones de cierta intensidad, además de mi tete a tete con la señora López Vázquez sobre el piso de la pista de baile, pero calculo que su mayor conmoción fue cuando por primera vez papá decidió hacer su truco de magia. Ya saben, lo del mantel.
Eso ocurrió antes de que yo naciera. Para cuando lo practicó en casa de los López Vázquez ya mamá veía las cosas con cierta resignación.
Luego de su primera experiencia con la magia, vine yo. Todo yo, no sólo el incidente en la fiesta de casamiento de Elena. Y Rolo adquirió la costumbre de envolver su verga con un pañuelo. La entrepierna de Rolo atraía irresistiblemente. Era imposible apartar los ojos de la protuberancia y en más de una oportunidad pensé si mamá no se habría sentido al borde de un precipicio cada vez que Rolo se paseaba mostrando los bíceps, con su estrecha remera de algodón, sus jeans apretados y el pañuelo y todo eso.
Muy fuerte para una madre.
También estaba lo de Elena y el ACV de papá. Mamá siempre supo lo que papá hacía en la cocina cada vez que Elena regresaba de sus trasnochadas. De ahí su empecinamiento en dejarlo al sol, junto a los malvones, aun en los días más tórridos del verano.
En fin, habían ocurrido los suficientes accidentes en la vida de mamá como para que pudiéramos explicarnos su locura en forma medianamente satisfactoria.
Ahora me vengo a enterar de que no fue así: era un problema genético.
Eso dice neurociencia.com.
Parece ser que algunas personas pueden pasar por las más horribles experiencias sin que se les mueva un pelo de la salud mental. Otras, en cambio, caen en la enajenación más extrema por un quítame de ahí esas pajas. Los primeros poseen genes en perfectas condiciones. Los otros, los tienen defectuosos.
Ahí está el secreto, en los genes defectuosos.
No supe si sentir alivio o preocupación. Cualquiera puede tener los genes defectuosos. ¿Cómo saberlo? Un gen es una cosita de nada, más pequeño que un piojo. Imposible determinar si es bizco, o sordo, o padece un defecto todavía más severo. Pero al menos neurociencia.com nada dice de las hormonas defectuosas, así que me puedo considerar a salvo de la locura. O, al menos, tan en riesgo como cualquiera de ustedes.
www. neurociencia.com . Recomiendo esa página.
Dejarán de sentir esa injustificada responsabilidad por la locura de sus padres. O de sus hijos. Gozar de una buena conformación genética lo es todo.
Y es obra del azar.
Les aseguro que hay mayores posibilidades de acertar un número a la lotería que de tener los genes en orden.

Estoy harto de ilícitos sexuales y no sé de qué modo seguir en el caso de los traficantes de niños. Pero de cualquier forma, como todos los días, debo poner en marcha el buscador y salir de patrulla.
Uno no sabe con qué habrá de encontrarse.
No es justo.
Cualquier patrullero convencional puede tener un día liviano. Es más, suelen tenerlos. Los seres humanos de carne y hueso no cometen crímenes todo el tiempo, sin detenerse jamás, y en plena vía pública. Como bien dice el subcomisario Iraola: “No todos los ciudadanos son delincuentes”.
Pero en la internet ocurre precisamente lo contrario. Y en mayor medida en mi área de trabajo: Delitos Sexuales.
Al principio despiertan curiosidad. Y excitación, para qué negarlo. Pero al cabo del tiempo se vuelven tediosos y comienzan a dejar un regusto repugnante, de empalagosa saciedad.
Preferiría patrullar Drogas Peligrosas. Envidio a Johnny. Para él todo es sencillo: le apasiona su trabajo. Se infiltró hasta tal punto en las redes de narcotraficantes que es imposible vender una pastilla de éxtasis en toda la costa atlántica sin que Johnny haya tenido alguna participación en el episodio.
Ha organizado numerosas redes con un esquema similar al de cualquier empresa de venta directa. Le dicen Técnica de Management y Comercialización. Lo aprendió en la UADE.
Esteban, que patrulla Movimientos Subversivos le llamaría Organización Celular.
Consiste en la formación de equipos de vendedores coordinados por un responsable de sector que a su vez participa de un equipo coordinado por un responsable de área. Las áreas pueden ser geográficas o de producto.
Las áreas de producto también se coordinan en un área geográfica. Después están las regiones, que son equipos de coordinación de áreas geográficas. Y las divisiones, que agrupan a las áreas de productos.
Es una pirámide compleja, multidimensional. En la cúspide está Johnny.

Debo volver urgentemente a neurociencia.com. Tal vez encuentre algo que explique el extraño comportamiento de Libermann.

Me presenté en casa de Libermann a eso de las 7 de la tarde. Tiene un amplio departamento en Belgrano, con una hermosa vista, decorado con buen gusto y sobriedad, como corresponde a un médico. O a un filósofo. O a un psiquiatra.
La señora Libermann, Sara, es una mujer menuda –el mismo Libermann no sobrepasa el metro sesenta–, vestida con sencillez, bonita, pero de una belleza, me pareció en un primer momento, algo intrascendente, como si la hubieran sumergido una y otra vez en agua lavandina. Cuando estreché su mano creí estrujar un pequeño manojo de pasto seco. En fin, que no tuve ni un asomo de vértigo, ni el menor amago de erección, y conseguí comportarme con bastante comedimiento. Hasta la hice reír en un par de ocasiones, de manera que una hora después, cuando Libermann metió la llave en la cerradura, su mujercita y yo nos habíamos convertido en viejos amigos.
Ella trotó a recibirlo, con infantiles saltitos de felicidad.
–Te tengo una sorpresa –dijo luego de besar a Libermann en la mejilla. Fue un beso casto, más fraternal que amoroso. Tomé nota.
Libermann traía de la calle la sonrisa convencional y desvaída de un médico de guardia o de un filósofo escéptico. O de un psiquiatra en Disneylandia. No mejoró cuando me vio arrellanado en su sillón Chesterfield. Pero no me había reconocido y se dejó conducir por su dulce mujercita a lo largo del living.
–Mirá quien está acá –dijo ella.
–¿Quién?
Libermann todavía sonreía.
–Tu amigo de la infancia.
Esto debió hacerle sospechar. Me pareció que su paso se hacía más vacilante.
Permanecí en su sillón, apoyando los pies en su mesa ratona, bebiéndome su whisky. Sentía la cara tirante de tanto sonreír.
Libermann también sonreía, pero de un modo forzado. Llegó hasta mí. No quité los pies de la mesa y continué sonriendo.
Él ya había dejado de hacerlo y su rostro perdía el color. Quedó unos segundos boquiabierto.
–¿Pirulo...? –preguntó al fin.
Me puse de pie de un salto y lo estreché en un abrazo. Libermann tenía un aire a maniquí de tienda. Su esposa se secó una lágrima con un pañuelo. Le hice un conejito.
–Esto es tan emocionante –suspiró.
–Sí, mucho –suspiré a mi vez.
Libermann no dijo nada.

El estudio de Libermann era aproximadamente del tamaño de todo mi departamento, si le sumamos el baño, el palier y el hueco de la escalera. En un extremo, de espaldas a una puerta balcón con vista al este, había un escritorio de dos metros y medio por uno veinte. La butaca era giratoria y treinta centímetros más alta que las dos incómodas sillas destinadas a los pacientes, o a los alumnos, las visitas, o a quienquiera que Libermann pretendiese impresionar. Probablemente, su tímida mujercita.
Apenas me hizo pasar llegué hasta la ventana, desde donde admiré durante unos minutos la silueta del Monumental recortándose contra la bruma del río. Después me senté en la butaca.
Libermann parecía todavía más pequeño, de pie junto al escritorio. Volvió a ensayar su sonrisa forzada.
–¿Por qué no nos ubicamos acá? –dijo–. Estaremos más cómodos.
Me levanté de la butaca y fui hacia los sillones. Había tres, uno de dos cuerpos, rodeando a una bonita mesa hexagonal.
Para que acaben de formarse una idea del tamaño de esa habitación les diré que había también dos bibliotecas de pared a pared, enteramente ocupadas por libros, un atril de pintor con un retrato al óleo del propio Libermann, en pose de Pedante, con el índice en la mejilla, enmarcado con una pesada moldura barroca, y un rincón destinado a una computadora con mucha mayor cantidad de accesorios de los que un aficionado pudiera necesitar.
Libermann parecía no saber qué hacer con sus manos. Ni con ninguna parte de su cuerpo. Aunque sospecho que su principal duda era qué hacer conmigo. Yo había descendido desde mi metro noventa y siete casi hasta su estatura, apoltronándome en uno de los sillones. Libermann me dirigió una mueca –su sonrisa era cada vez más artificial– y colocó un CD en su computadora. Luego volvió al sillón.
La música comenzó a salir de los parlantes.
–¿Vivaldi?
Hizo otra mueca.
–Mozart.
Asentí, como si supiera algo del asunto. En cualquier otra oportunidad me hubiera limitado a escuchar en silencio, absteniéndome de meter la pata, pero necesitaba que recuperara parte de su confianza en sí mismo.
–Es una maravilla –dije pensativo– que esa cosa pueda pasar música.
Al escucharme llamar cosa a su computadora tuvo un ligero sobresalto.
–En realidad posee aplicaciones sorprendentes... –Se detuvo a mitad de la frase y me miró frunciendo el ceño–. ¿Vos no habías estudiado computación?
Me llevé la mano al pecho, sorprendido.
–¿Yo?
–Alguien me dijo...
Sonreí con tristeza.
–No, no. –Aguardé unos segundos–. Soy policía.
Nuevo sobresalto de Libermann. Ocurre con frecuencia. Todo el mundo se siente culpable de algún misterioso delito.
–Tareas administrativas –añadí para tranquilizarlo–. Liquidación de haberes, esa clase de cosas.
–Pensé que eso estaría computarizado...
La entrada de Sara me sacó del apuro. Traía una bandeja con dos vasos, un balde de hielo, una botella de escocés y platitos con queso y salchichas. Sentí que me venía el vahído: se había cambiado de ropas. Llevaba un vestido negro, con un amplio escote, una gargantilla muy ceñida al cuello, pulsera haciendo juego y una fina cadenita de oro alrededor del tobillo izquierdo. Cuando se inclinó para apoyar la bandeja en la mesita hexagonal su vestido se elevó dejando ver la parte posterior de sus muslos, enfundados en oscuras medias de nailon.
Yo estaba decididamente asomado al precipicio.
–Les dejé unos sandwiches de pavita, preparados en la heladera
–¿Salís? –preguntó Libermann con voz trémula.
–El torneo de backgammon, acordate.
Libermann asintió.
Sara vino hacia mí.
–Fue un gusto conocer un viejo amigo de mi marido.
Me puse de pie, le estreché la mano (ya no me pareció un manojo de pasto) y le besé la mejilla. Todos éramos ya Viejos Amigos.
–Bueno, chicos –dijo desde la puerta–, tienen toda la casa para ustedes. Diviértanse.
Libermann permaneció en silencio. Parecía abstraído. Al menos, pensé, había perdido el hilo de la conversación y no me vería obligado a explicar por qué, en el tercer milenio, la Policía Federal aún no había computarizado la liquidación de haberes.