miércoles, 6 de abril de 2011

31. Un súbito incremento de las gonadotropinas

Pasé toda la mañana diseñando una página Web. Pueden encontrarla en www.geocities.htm/users/inocente/. Quedó bastante bien.
Título:

“Yo no violé al inspector Salvides”.

Explico la verdad de lo ocurrido, tal como se lo relaté a ustedes, obviando, por inconducente, el detalle de la calcomanía y las pastillas.
Envié un e mail con la dirección de la página a numerosos destinatarios, comenzando por el Jefe. Dispuesto a proclamar mi inocencia a los cuatro vientos, también la dejé en algunos periódicos y en el Ministerio de Interior. Asunto:

“A la autoridad que corresponda”

Mi copiloto dijo que esto estaba muy bien, pues contribuía a crear el Caos Institucional.
Jamás había pretendido nada semejante, pero me cuidé de confesárselo. Me admiran, él y su hermano. Me creen un tipo cool.
No pienso revelarles el verdadero origen de mis trastornos de conducta. Podrían atar cabos, sospechar la razón profunda de sus propias motivaciones, esa deformación genética hereditaria que signará sus vidas. No tardará en tener manifestaciones físicas, fácilmente detectables a simple vista, pero hasta entonces prefiero que disfruten de su existencia mientras puedan, sin ataduras ni complejos, libres de un diagnóstico temprano.
Si alguien hubiera sido tan bondadoso conmigo...
Pero no vale la pena pensar en el asunto: sólo lograría aumentar mi resentimiento. Fuera de Johnny y mis sobrinos, no queda nadie en mundo a quien no desee fervientemente aplastar como a una cucaracha.
También está el doctor Hermosilla, claro.
Es un buen hombre. Se preocupó por mi estado de salud. Y me dio tres días de vida.
Pero no hay nadie más. En algún momento, a pesar de su propensión al sadismo, llegué a apreciar al subcomisario Iraola. Éramos de algún modo dos almas gemelas condenadas al cotolengo por culpa de una discapacidad.
Bestia Deforme, me dijo.
Y rescindió mi contrato.
Pero yo no olvido. No olvido nada.

Mi copiloto vino para contarme que había conseguido entrar a la Policía Federal. Por un momento me desconcertó, pero luego comprendí que se refería a los archivos.
–No hay nada muy interesante –dijo.
Parecía tan decepcionado que le sugerí probar en Documentación Personal. Seguramente se le ocurriría algo divertido para hacer ahí.
Sonrió. Mi figura se agigantaba progresivamente a sus ojos y había adquirido las dimensiones de un Coloso. Sí, yo entendía la verdadera esencia de todo el asunto, el Secreto Profundo de la Vida: la diversión.
Nos chocamos las manos. Luego se puso la campera. Estaba muy ansioso por sentarse frente a la computadora. Abrió la puerta y se volvió.
–¡Qué onda tenés, tío!
Me sonrojé, qué quieren que les diga.

Esa noche fui hasta la casa de Libermann. Tenía sus llaves ¿recuerdan? De todos modos, por un momento, dudé: ¿me encontraría con Sara o habría salido a uno de sus torneos de backgammon?
Desde la calle resultaba imposible ver si había luz en su piso. Crucé y llamé por el portero eléctrico sin obtener respuesta. Lo hice tres veces más, con el mismo resultado. Saqué el llavero de Libermann. Acerté con la llave al segundo intento. Subí por el ascensor hasta el piso dieciséis, desde donde bajé hasta el quince por las escaleras. No quería correr riesgos.
Por ejemplo: encontrarme cara a cara con Sara al salir del ascensor. De sólo imaginar lo que podría ocurrir me dolieron los testículos.
Otro riesgo era que el portero eléctrico estuviera averiado. Apoyé la oreja contra la puerta. Ningún ruido. Toqué el timbre y corrí a ocultarme en las escaleras. Dejé pasar un par de minutos. Al fin me decidí y regresé con el llavero en la mano. Esta vez demoré bastante en acertar con las dos llaves correspondientes.

¿Para qué querrá tantas llaves un homeless como Libermann?
Esto fue un chiste.

Una vez dentro del departamento me dejé caer en un sillón. Tenía una angustiosa necesidad de tomar un whisky, pero me contuve: era preciso dejar la menor cantidad de rastros. Fui hasta el escritorio de Libermann. Comprobé, con alivio, que la computadora seguía ahí. Era esencial para mi plan.
La encendí y coloqué el disquete que llevaba en el bolsillo. Lo abrí. Había trabajado lo suficiente en esa imagen como para no experimentar otra sensación que la indiferencia, pero el enorme miembro del Hombre Araña seguía pareciendo tan amenazante que volví a sentir una extraña inquietud, como un ahogo. Y calores, debidos seguramente a una secreción de gonadotropinas.
Minimicé el archivo y abrí el programa de correo de Libermann. El muy imbécil había decidido reemplazar su nombre por un seudónimo: “Liber”. Le habrá sonado poético, o romántico, o váyase a saber qué. Con esos locos nunca se sabe.
Si bien su dirección electrónica figuraría como remitente en el e mail, no me pareció apropiado que la tarjeta fuera sin firma. Expandí el archivo de la disquetera e introduje una ligera modificación.

“Podrás dejar de quererme, pero olvidarme, jamás”

Borré la firma de Spiderman y escribí:

“Carlos S. Libermann. Doctor en Filosofía”.

Luego volví a su programa de correo, tecleé la contraseña y al cabo de unos segundos ya estaba en el ciberespacio.
Sentí la consiguiente erección. Mi hipófisis producía ahora testosterona a toneladas.
Envié un e mail a la oficial Quintana. Asunto: “Deseo Incontrolable”.
Y le añadí la tarjeta.
Repetí el procedimiento, cambiando únicamente la dirección de Carola por la del inspector Salvides.
Y me dejé llevar. Ya saben como es eso.
El siguiente e mail lo mandé al Ministerio del Interior, y tuve tiempo de enviar un cuarto a Ernesto Sábato, que había cometido la torpeza de figurar en el buscador Ole. Estaba reflexionando sobre la conveniencia de que también Iraola recibiera su tarjetita cuando escuché la puerta de calle.
¡Otra vez!
¿Es que no podía meterme en la casa de nadie sin que apareciese Iraola a fastidiar?

No sé por qué pensé en Iraola. Carecía de la menor lógica que el subcomisario tuviera las llaves de la casa de Libermann, pero pensé en él. Y en esta oportunidad no tenía un reflector para enceguecerlo, ni somníferos, ni nada. Ni siquiera un miserable rastro de mi erección. Había desaparecido como por encanto, apenas escuché la puerta.
Súbitamente tomé verdadera conciencia de que estaba en la casa de Libermann. No era Iraola quien me sorprendería en tan desairada situación, con mi aterciopelado pirulín fuera de su escondrijo, jadeando sobre el teclado de una computadora ajena. Era alguien muchísimo más peligroso: Sara.
Me refiero a que Iraola podría cubrirme de insultos, dejarme sin trabajo y hasta enviarme a la cárcel, pero jamás, sépase que jamás, hurgaría en mis bolsas tratando de verificar si los testículos están en su sitio.
Desconecté la computadora y apagué la luz casi al mismo tiempo que Sara encendía la del pasillo. Pasó frente al escritorio de Libermann sin dignarse a mirar y entró a la habitación contigua.
Me asomé al pasillo. Si conseguía atravesar los cinco metros que me separaban del living podría luego ir hasta la cocina y escabullirme por la puerta de servicio. Di un paso fuera del escritorio. Y un segundo paso, siempre mirando sobre mi hombro. Y mirando sobre mi hombro fue que la vi salir de la habitación.
El tiempo se detuvo.
La tierra se detuvo.
El universo entero se detuvo, convertido en un inmenso sepulcro. Apenas el sordo rumor del tránsito permitía advertir que todavía había vida allá abajo, en el planeta Tierra.
El rostro de Sara estaba descompuesto. Tenía las piernas abiertas, los hombros alzados y sus brazos colgaban tiesos a sus costados. Un verdadero espantajo. Pero, medio de espaldas, mirando sobre mi hombro, con la pierna derecha en el aire, yo lucía infinitamente peor: un bailarín elefantiásico ejecutando un pas de deux.
Título del ballet: el cisne y el esperpento.
El cisne era yo. Me vino una risa...
Sara salió del estupor y parpadeó. Entonces yo apoyé mi pie en el suelo y me volví hacia ella. Comenzó a gritar.
–¿Qué pasa mujer?
Ella gritó más fuerte.
–Pero ¿qué mierda pasa?
Miré hacia abajo, hacia el sitio donde se habían clavado los horrorizados ojos de Sara: mi pequeño amigo permanecía asomado fuera de su escondite.
¡Qué momento!