lunes, 6 de septiembre de 2010

11. No hay nada como un amigo

Hice contacto con Ernesto Sábato. Maneja un taxi los sábados a la noche. Es un trabajo muy angustiante, asegura.
De pronto ocurren hechos que me destrozan –escribió Sábato–, que me sumen en un dolor tan intenso que me imposibilita para cualquier tipo de tarea. Por ejemplo, conocí a Elaida”.

Elaida es yemenita, lo que al modo de ver de Sábato, no tiene por qué sorprender a nadie. Mucho menos a un hombre de mundo como yo.
Esta no es la red boquense y va de suyo que no finjo ser Mayonesa, el barrabrava de Lugano, sino José Alfredo Fonseca Estigarribia, un hacendado paraguayo. Vivo en Asunción. Desde ya, esto mataría de un infarto a Salvides, pero Salvides jamás inspecciona los patrullajes. Se encierra en su pequeña torre de cristal a leer a Liddlehard. Probablemente navegue a escondidas visitando las páginas de turismo o conectado a Interpol, pero jamás chatea. Es un burócrata de escritorio.
Elaida fue la primera pasajera que subió al taxi de Ernesto Sábato. Provenía de Yemen, un pequeño país en la península arábiga con una de las rentas per cápita más altas del mundo. Eso dice la correspondiente página Web, aunque no me siento muy inclinado a dar crédito a todo lo que se anuncia en internet. Sábato tampoco, en especial luego de conocer a Elaida. Cualquiera que hubiese leído la página de Yemen creería que se trataba de una potentada.
No tengo un centavo”, reveló Elaida.
Llevaban casi dos horas de viaje.
Hasta ese momento la noche había sido lo bastante perturbadora como para angustiar a Sábato. Imprevistamente se encontró escuchando cómo tendida en una playa del Yemén bajo el dulce y melancólico sol del atardecer, ella iba sintiendo un calor que le venía como de adentro y de abajo.
¿Ves?”, dijo Elaida.
Sábato se rehusó a mirar. Era su primer día de trabajo en la compañía de taxis y si giraba en el asiento podría chocar. Por otra parte, ignoraba si Elaida era una simple pasajera o un señuelo de alguna cámara sorpresa.
En fin, que no se volvió hacia ella aunque no dejaba de observarla por el espejo retrovisor, en especial cuando aseguró que estaba a punto de llegar al clímax, arrebatada por el recuerdo del tórrido sol del golfo pérsico, y la fina y blanca y suave arena y el simún que se mete debajo de las faldas de las mujeres y provoca estragos, como un torbellino, dijo Elaida, como el aliento abrasador de un amante latino.
Me encantan los latinos, ¿sabés?– susurró en la nuca de Sábato– porque los árabes hacen el amor como dios manda sólo en ocasionas muy especiales y las más de las veces practican la sodomía sin distinción de especie, sexo, edad o parentesco. Y lo peor es que algunos te quieren circuncidar”.
¿¡Cómo circuncidar!? –exclamó Sábato–. ¿¡Sos un hombre!?
Cuando consiguió dejar de reír, ella le explicó, en detalle, lo que esos energúmenos del desierto hacen a las mujeres. No pueden permitir que lleguen con el clítoris intacto hasta esa edad donde comienzan a arder de deseo y buscan desenfrenadamente el placer ocasionando numerosos accidentes de tránsito, exactamente iguales al que Sábato estuvo a punto de provocar cuando vomitó a través de la ventanilla. El vidrio estaba cerrado.
No pude evitarlo –me explicó Sábato–. Aunque cueste creerlo, fue el Pirulo que llevo adentro”

Carajo.
Apagué la computadora sin cerrar los programas y permanecí algunos minutos con la mirada perdida en la pantalla.

Tomábamos con Johnny un café en el Ebro luego del turno de servicio. Me sentí obligado a agradecerle su gesto de apoyo cuando yo debía soportar los espumarajos de baba y saliva que echaba la boca de Salvídes cuando coloqué los espejos retrovisores a los lados de mi escritorio.
Johnny se alzó de hombros.
–Es lo menos que podía hacer por un amigo –dijo.
Una vez recuperado de la sorpresa, me emocioné tanto que me dieron ganas de abrazarlo.
No hay nada mejor que un amigo ni existe nada más reconfortante que la verdadera amistad. Se compone de afecto, respeto y lealtad. Y humor. Los amigos deben hacerse bromas, de tanto en tanto. Aníbal no cesaba de repetírmelo cada vez que yo le reprochaba su costumbre de pegarme carteles en la espalda. Un día se enojó.
–Tomátelas Pirulo –dijo antes de volverse hacia la ventana.
Yo me había acercado a su mesa en el café, desde donde Aníbal balconeaba a las chicas que salían del liceo de la mitad de cuadra. Sostenía en mi mano su último cartelito:

“Sociedad Rural Argentina. Gran campeón cerdo Yorkshire.
Categoría capón”

Una señora me lo acababa de dar en el colectivo, luego de despegarlo de mi espalda.
–Sírvase, joven –bajó la vista al acercarme el papel. Luego agregó, en voz demasiado alta y sin dirigirse a nadie en particular: –¡No sé cómo los muchachos de hoy día pueden ser tan crueles!
Los ojos de todos los pasajeros se dirigieron hacia la mujer, tratando de averiguar qué ocurría.
Indudablemente, se sentía orgullosa de su buena acción.
–¿A ustedes les parece justo –prosiguió, al advertir que se había conseguido atraer el interés general– burlarse de la deformación ajena?
Los más avispados comenzaron a mirarme con curiosidad.
–Por más que sea tan gordo no deberían decirle “Cerdo Yorkshire”.
Detecté varias sonrisas y empecé a retroceder.
–Y ponerle carteles en la espalda. Muestre, joven, muestre.
Yo corría por el pasillo. Llegué junto al chofer.
–Pare acá –supliqué–. Por favor.
El chofer me miró por el espejo.
–En la parada.
Faltaba una cuadra. No demoró ni medio minuto en recorrerla, pero me pareció una eternidad. La indignada señora había comenzado a explicar lo de “capón”.
Llegué hasta el café con el cartelito temblando en mi mano.
–Tomátelas, Pirulo –Aníbal se volvió hacia la ventana con fastidio–. Sos un pelotudo y un desagradecido. ¿No te das cuenta que los pongo para hacerte más popular? Si no fuera por mí, nadie te daría ni cinco de bola. Y ahora, rajá.
No volvió a hablarme hasta una semana después, cuando le pedí disculpas.

Me dieron ganas de abrazar a Johnny: uno siempre necesita alguien en quien confiar y, aunque me metía en problemas con demasiada frecuencia, había demostrado ser un amigo. Primero, su guiño de apoyo mientras los gritos de Salvides me perforaban los tímpanos. Y después el comentario, deslizado al pasar, restándose importancia: “Es lo menos que podía hacer”.
Luego agregó:
–La verdad, gordo, sos el tipo más divertido que conozco.
De mi garganta brotó un cloqueo parecido al de un pavo.
–No es para tanto.
–¿Qué no? Eso de los espejos estuvo genial.
Johnny me miró con sorpresa cuando dije:
–Bueno, pero vos tuviste algo que ver en el asunto.
Era la pura verdad. Acababa de convencer a Milan, el serbio, de que, casas más, casas menos, yo era igualito a Amelita Vargas y había comenzado a preguntarle si no había tenido oportunidad de conocer una mujer parecida, en Bosnia por ejemplo.
Me explico: esos balcánicos se habían consagrado a un curioso proceso de depuración étnica. No querían que nadie que luciese diferente viviera en sus vecindarios. Para conseguirlo pergeñaron un método incongruente: violar a todas las hembras de sus odiados vecinos. El resultado será paradójico: en unos años resultará imposible saber si un tipo es serbio, bosnio, herzegovino o paraguayo.
Love is all you need.

En el acelerado proceso de mestizaje que llamaban “depuración étnica”, habían perpetrado actos de un salvajismo estremecedor.
El momento era de extrema tensión: yo podía estar chateando con un criminal de guerra, con el mismísimo Carnicero de Bosnia.
Entonces Johnny reventó una bolsa de papel a mis espaldas.
¡Bum!
Demoraron más de diez minutos en reanimarme.

El estallido de la bolsita de papel acabó por disipar mis dudas y coloqué, por fin, los espejos retrovisores. Pero algo que ver también tuvo la oficial Quintana: cada vez que escuchaba su taconeo al cruzar el salón para ir de su despacho al de Salvides, adivinaba que había venido de uniforme, con sus medias oscuras y el liguero azul.
Es azul. Así lo prescribe el reglamento. Tiene una presilla, a la altura del muslo derecho para sujetar un arma de emergencia. Lo sé. Yo mismo se lo quité, vestido de Hombre Araña.

¿La oficial Quintana tendría alguna noción de lo que había ocurrido en su despacho?
No conseguía sacarme la idea de la cabeza: no puede existir ninguna pastilla, ningún polvo, ningún ácido en toda la faz de la tierra capaz de anular completamente la conciencia de una persona. En algún lugar, pequeño, invisible hasta para un microscopio, la mente de la oficial Quintana debía saber. Y en el momento menos pensado, recordaría.
En lo mejor de un patrullaje miraba la pantalla y creía verla aproximarse a mis espaldas, en puntas de pie, empuñando un cortapapeles.
Como podrán apreciar, había un sinnúmero de razones para justificar los retrovisores. Pero no podía revelar ninguna de ellas a Salvides. Así que me limité a explicarle lo de Amelita Vargas.
–¡Travesti cibernético! –escupió Salvides con desprecio.
Mas tarde, luego de recibir el informe de Salvides, el subcomisario Iraola me miró, pensativo. No hizo ningún comentario, pero en ese momento supe que algo se había roto entre nosotros.

Llegué a mi casa, me saqué los zapatos, la camisa y los pantalones. Abrí una cerveza y una vez instalado cómodamente ante la computadora, revisé algunos archivos de Carola.
Así se llama la oficial Quintana. Carola. Carola Quintana. Me gusta.
De todos modos, a los fines artísticos, la bautizamos Carol. Se pronuncia acentuando la “o”: Caról. Yo hubiera conservado el original pero Johnny insistió en que Carola sonaba a maestra jardinera: jamás podría ser el nombre de la amante del Hombre Araña.
No es exactamente la amante. La historia es más compleja, más elaborada. Johnny tenía la idea general del argumento. En la cabeza, me dijo, pero quería que improvisáramos. Pues bien, improvisamos. Variaciones sobre una idea, como en el jazz.
spidersexxx.
Es un confuso video y una secuencia de cuarenta imágenes. Las pueden ver gratuitamente en el rubro Aficionados de la Robin’s Home Page.
Robin quedó encantada con las fotos. Y quiere contratarme. Supongo que planea agregar una nueva sección: “Spiderman and me”.
Suena tentador, pero debería trasladarme hasta California, con todo lo que eso implica.
Cuando se lo comenté, Johnny se amoscó.
–No serás tan hijo de puta de renunciar. Hice todo esto por vos.
Todo esto” era la secuencia de cuarenta fotografías. Y el video.
Johnny se mostró decididamente ofensivo. A su modo de ver, la sección que Robin planea abrir conmigo es abnormal Sex.
Lo acusé de envidioso.
Me estudió en silencio.
–¡Vos estás de veras enfermo! –exclamó con entusiasmo al cabo de un rato.
No supe cómo reaccionar. Él parecía de veras entusiasmado. Además, yo exageraba mis méritos pues Johnny había sido mi doble en las escenas de sexo propiamente dicho: todos primeros planos de Caról, con una mínima, pero esencial, participación del Hombre Araña.
Mi papel consistió en derramarme en distintas posturas sobre la oficial Quintana.
Para Johnny, tuve una intervención decorativa.
La idea me hizo gracia.

Spidersexxx fue una operación de carácter defensivo. Ni Johnny ni yo pensamos alguna vez, seriamente, en convertirnos en estrellas porno. Tampoco la oficial Quintana.
Luego del enojoso incidente provocado por la torta de Bob, la oficial Quintana había dejado de dirigirme la palabra. Podía darme cuenta de que en cuanto se le presentase la oportunidad –por ejemplo, cuando Salvides saliera por la puerta de Virrey Cevallos dentro de un chaleco de fuerza– yo lo haría inmediatamente después, como un borracho expulsado de un bar.
Ahora podía estar tranquilo, dijo Johnny. Las posibilidades que tenía Carola de convertirse en jefa de la Brigada eran más bien remotas.
–Si ninguno de los patrulleros entra a la página de casualidad, nos ocuparemos nosotros de guiar la investigación.
–Sólo si fuera estrictamente necesario –acoté.
Johnny se alzó de hombros. Se siente seguro: si mientras esté de servicio conserva los pantalones puestos, será imposible identificarlo mediante un identikit. No creo que pueda decirse lo mismo de mí. En ningún momento me quité la máscara, pero hay algo definitivamente familiar en ese Hombre Araña.
Por otra parte, no quería destruir la carrera de Carola.
–Ya veremos –dijo Johnny.

En los descansos que hacíamos durante la sesión de fotografías, para reponer el aire o administrar a Carola una nueva dosis –tarea que quedaban bajo la exclusiva responsabilidad de Johnny–, yo me entretenía copiando los archivos de su computadora.
Tengo los CD en casa. Los estoy revisando de a poco. Los archivos están protegidos, pero con un poco de ingenio y paciencia, es posible abrirlos.
Lo hice con dos este fin de semana. Y puedo decir una sola cosa: ¡qué horror!
Mi hermano, mi héroe, mi ídolo... cayó de su pedestal.
No podría decir que Rolo era un ejemplo para mí, porque jamás hubiera podido seguir sus pasos. Hasta el fatídico fin de semana Rolo era un semidiós, ahora...
Verán, encontré una foto suya en los archivos de la oficial Quintana. Se lo ve de espaldas, con una capucha de cuero en la cabeza y los brazos sujetos a un gancho mediante una cadena. Pero tiene que ser Rolo: reconozco su redondo culo de muchachita, los hombros poderosos y los antebrazos velludos.
No comprendo qué hace en la computadora de Carola. Bueno, eso es evidente a simple vista: se deja azotar por una rubia de largas piernas disfrazada de Gatúbela. Pero no tendría que estar ahí, ni en el disco rígido ni en semejante postura.
También fue una sorpresa averiguar algunas costumbres de la oficial Quintana. Pasea en el Dark Site. Es un sitio de perversiones desmedidas, territorio del subcomisario Iraola. Por un momento se me ocurrió que tal vez chateen entre sí, sin advertirlo. La idea me hizo gracia.
La foto de Rolo se la podría haber enviado el propio subcomisario, desde la computadora contigua a la mía, mientras todo el mundo cree que en su pequeño despacho la oficial Quintana persigue abusadores de niños y protege a las mujeres golpeadas.
Pero no entiendo el papel de Rolo en todo esto. Porque es Rolo, tiene que serlo.
Qué horror.