domingo, 12 de septiembre de 2010

12. Más plantitas para tu invernadero

Northern Ligths
Interior
Ganadora de la copa Pure Indica años 88, 89 y 90
Lo máximo en variedades de interior. A través de una reproducción cuidadosamente seleccionada ha sido posible obtener una de las más poderosas plantas del mundo. Su adaptación a interiores es excelente dando como resultado especimenes pequeños y rechonchos de gran productividad.
Floración: 45-50 días.
Altura: 100/125 cm.
Cosecha: 125 gr.
Art No: 235.
200 fl.

“Pequeños y rechonchos”. Me en-canta.

Afrodisíacos Ucranianos
La medicina tradicional ucraniana no contiene abundantes recetas afrodisíacas o “privorotnoye zelje” (poción de amor). Supuestamente, los ucranianos machos poseen gran vigor sexual. De igual modo, las hembras parecen siempre interesadas y bien dispuestas.
Así, el propósito de las pociones de amor de este fogoso pueblo no es incrementar la potencia sexual sino atraer a un individuo en particular.
Por lo general han sido utilizadas por las mujeres para llamar la atención de algún miembro específico del sexo opuesto.
Otro propósito puede ser el de incrementar la fertilidad.
Existe, además, un pequeño grupo de recetas aptas para curar casos de impotencia, más que nada indicadas para los ancianos.
El cáñamo (Cannabis sativa) es una planta muy popular en Ucrania y posee numerosas aplicaciones medicinales. Como afrodisíaco, la creencia popular sostiene que el preparado más poderoso es la propia semilla, rostisada y salteada. De todos modos éstas deben ser sólo utilizadas por los hombres.
Antiguamente era costumbre en las cenas de boda alimentar al novio con semillas de cáñamo rostisadas. Las semillas podían ser servidas como ingrediente de un pan especial o de una bebida.

Hago inmediatamente un pedido al Banco de Semillas Sensi. La respuesta no tarda en llegar:
“No enviamos semillas fuera de la Comunidad Europea”.
Chauvinistas.

Novedades im-por-tan-tísimas: picaron los traficantes. En páginas amarillas alguien respondió al anuncio de la indigente madre de familia numerosa que solicitaba chapas de zinc.
Me ofrecen chapas, desde luego. También yerba, azúcar, leche en polvo y una bolsa de fideos. Además de una revisación médica gratuita para mis pequeños hijos. Quieren saber edades, sexo y, en lo posible, recibir algunas fotografías.
Trato de salir del paso y ganar tiempo mediante un ingenioso ardid: respondo que lo último resultaría harto difícil, puesto que mi existencia transcurre dentro de la zona de Necesidades Básicas Insatisfechas. Lógicamente, carezco de dinero para gastar en fruslerías. Pero hablaría con mi vecina.
Advierto a tiempo un ligero error en mi razonamiento, y añado: es ella, mi vecina, quien, amable y desinteresadamente, me permite usar su computadora para mendigar en la internet.

Johnny siguió mi relato, asintiendo de tanto en tanto. Cuando terminé, me miró unos minutos en silencio. Y exclamó:
–¡Brillante, Gordo!
No era para tanto. De todos modos hice un conejito y comenté:
–Brillante es una cualidad de la superficie. Lo mío es simplemente genial.
Exageraba, desde luego. Si bien era cierto que había conseguido salir del apuro, ahora no tenía la menor idea de cómo seguir. Era una locura informar a Salvides –yo había vuelto a operar sin su consentimiento– y no me sentía muy seguro de la conveniencia de recurrir a Iraola. Desde que Salvides me acusó de travesti cibernético, Iraola apenas si me había dirigido la palabra las pocas veces que vino a patrullar.
–Tenés que derivar el caso a Caról.
Para Johnny el nombre de la oficial Quintana era, definitivamente, Caról. De seguro había colgado las fotografías en la pared de su cuarto y las admiraba cada noche, antes de dormir. O se entretenía a solas, por la mañana. Como Libermann.

Libermann, ¿recuerdan?
El compañero de colegio que me había reemplazado en mi papel estelar de puching ball y tacho de residuos. De no haber sido por él, ni siquiera el rumor de que había violado a la señora López Vázquez a la vista de los novios, doscientos invitados, seis mozos y el propio doctor López Vázquez, habría sido suficiente para librarme de los golpes, los bollitos de papel y las escupidas que recibía indiscriminadamente mientras me desplazaba por la adolescencia.
A Libermann le fue peor, pues Aníbal llegó a orinarlo. Como lo oyen.
Ocurrió en el baño, durante un recreo. Libermann, Aníbal y yo meábamos en línea, y en ese orden, frente a los mingitorios. De pronto, Aníbal giró hacia Libermann. Libermann, sorprendido, dio un salto, aplastándose contra la pared como un condenado a fusilamiento. A espaldas de Aníbal, yo no alcanzaba a ver que ocurría, pero no hacía falta ser muy imaginativo para sospecharlo. Me pareció excesivo, qué quieren que les diga.
La indignación inundó mis ojos de lágrimas. Como lo oyen. Siempre tuve muy desarrollado el instinto de la justicia.
–¡Basta! –grité–. ¡No seas hijo de puta!
Y empujé a Aníbal.
Nunca pude controlar mi fuerza. Ni de niño ni menos todavía de adolescente. Tampoco ahora. Soy un obeso superbebé.
Aníbal salió despedido hacia adelante y chocó contra Libermann.
Entonces, sí, Libermann comenzó a gritar.
Después dijo que su pantalón meado había sido un accidente... provocado por mí.
Fue un asunto de solidaridad corporativa: Aníbal era el mejor alumno de la clase, seguido de Libermann. Yo venía mucho más atrás, en el último pelotón, pugnando por evitar el descenso.
Pero Libermann también tuvo otras razones, más oscuras: no estaba protegiendo a Aníbal, se protegía a sí mismo. Es algo relacionado con el efecto destructivo de la compasión. De alguna manera, yo hice a Libermann en el baño lo mismo que aquella buena y entrometida mujer había logrado conmigo en el colectivo: transformar una humillación privada en un acontecimiento público. Es decir, evidente e irremediable.
Libermann jamás me perdonó. Y comencé a recibir su desprecio casi con mayor rigor que ningún otro ser humano en toda la faz del planeta. Y eso es mucho decir: en lo peor de una paliza, cuando su portafolio ya había salido volando a través de la ventana, sus anteojos estaban astillados, su rostro cubierto de moretones y algún grandote apoyaba la rodilla en su pecho, los ojos y la boca ensangrentada de Libermann sólo exhibían desprecio.
Tenía un rictus parecido al de mi padre, luego del primer ACV.
Cuando los otros días descubrí su dirección electrónica en una cartilla de medicina pre paga me vino como un vahído. Sin pensar, llevado por el vértigo del momento, le escribí un e mail:
“¡¡¡Te vamos a romper la trompa, boludo de mierda!!!”
Había caído en las garras del pasado, como Mamá.



Encontré la dirección del hogar conyugal de los Libermann de la manera más simple: en la guía de teléfonos. Ustedes preguntarán: “¿Por qué tan súbito interés?”
No fue súbito.
A su humilde y falsamente modesto modo, Libermann se había convertido en un hombre famoso. Tal vez ya lo era antes, para ciertos círculos de intelectuales, putos y pedantes, pero cuando lo vi en un programa de televisión por cable sentí un vahído.
Al principio me costó reconocerlo, y si me quedé viendo el programa fue luego de preguntarme “¿Quién carajo es este pelotudo para que le hagan un reportaje?
El tipo iba a presentar una novela histórica sobre la invención de la máquina de coser, o algo así. La había escrito mientras trabajaba en una tesis filosófica. “En los descansos entre capítulo y capítulo”, explicó con falsa modestia.
Calculo que si no me hubiera pasado de copas habría cambiado de canal, pero cuando estoy bebido suelo pelear con la televisión. Es una especie de sesión sadomasoquista que llevo a cabo cada noche: ella me agrede y yo la insulto. Además, me había picado la curiosidad. Deformación profesional.
Aunque PCBC, soy, de todas maneras, un policía.
Y la curiosidad era esta: ¿Quién carajo era ese pelotudo para que le hicieran un reportaje?
Lo reconocí un instante después, en cuanto apoyó el índice de la mano derecha en su mejilla, dándose aires de importancia.
–¡Libermann! –grité–. ¡Es Libermann!
Nadie me escuchó.

Vivo solo en casa, con un pequeño helecho. Responde al nombre de Mariano.
En realidad no responde a nada, en absoluto, pero de algún modo me hace compañía. En mi experiencia personal, Mariano es lo más parecido a una madre que he podido conseguir.
Fue un chiste.

Los chistes son mi debilidad. Por lo general me impiden sostener durante un lapso más o menos prolongado cualquier conversación convencional. Me asaltan a frecuencia inusitada.
Siempre fui una Máquina de Pensar Pelotudeces. Eso decía Aníbal.

La última vez que vi a Aníbal, me traía a Mariano y una noticia: viajaba al extranjero. No dijo dónde. No pude sonsacárselo, ni siquiera con la ayuda de algunas botellas de vino. Y si finalmente conseguí hacerlo, no lo recuerdo. Lo único que tengo presente de nuestro último encuentro, además del helecho y la noticia, fue que en el momento en que Rolo abrió la puerta del departamento yo vomitaba sobre la alfombra.
Venía con una novia. Tampoco recuerdo su nombre.
Después de eso Rolo me consiguió trabajo en la División Computación. Un horizonte nuevo se abría frente a mí, pleno de misterio y aventura.
Y pude mudarme.
Con el televisor, mi computadora y Mariano.

Ver a Libermann en televisión y tener un estallido de furia fue todo uno. Fuera del asombroso parecido a Henry Kissinger que había adquirido con la edad, y de la limpieza general de su aspecto, la sonrisa despectiva, las cejas alzadas y el índice apoyado en la mejilla lo revelaban como el mismo pedante de siempre.
Fíjense que, además de médico, era psiquiatra, filósofo y novelista. Lo único que le faltaba era un postgrado de latin lover. “Tengo en mis manos tu vida, tu destino, tu imaginación y tu mente” parecía querer decir el currículum de Libermann.
Me apiadé de él. El pobre infeliz pretendía huir de su pasado, sobreponerse a las humillaciones recibidas, manipulando a los demás.
Se trataba, sin ninguna duda, de una revancha. Podía apostar a que jamás había regresado a Boedo. Después de repudiar la azulgrana ahora se había hecho hincha de River. Un hombre sin pasado y sin recuerdos. ¿Acaso podía contar alguna anécdota graciosa en la que él mismo no fuera el hazmerreír?
¿Podía?
En el colegio había un gordo boludo al que no le habían bajado los testículos. Ja, ja, ja. Construyó un avión en la terraza. Ja, ja, ja
Me vino una furia...
Al día siguiente le mandé el e mail.