jueves, 11 de noviembre de 2010

19. La Fase Uno en marcha: un leve toque de genialidad

Vean un ejemplo de los maravillosos afrodisíacos ucranianos de la doctora Zúbar:

La ruda o Ruta graveaolens L., es el afrodisíaco femenino más popular. Existen numerosas canciones y ritmos folclóricos ucranianos que aluden a su capacidad de enamorar a los hombres. Es lo máximo en pociones de amor. A fin de ser amadas las mujeres ucranianas beben una poción de ruta-nastojka.
De acuerdo a la leyenda las brujas atraían a los muchachos adolescentes hacia los campos florecidos de ruda. Su penetrante aroma poseía a los jóvenes haciéndolos presa fácil de sus deseos.
Aún hoy, las mujeres experimentadas citan a sus amantes cerca de plantas de ruda.

“Tengo ruda en mi jardín y yo misma he comprobado sus efectos”
, dice, juguetona, la doctora Zubar.

Me cambié en el descanso de la escalera.
–Sacate el calzoncillo –dijo Johnny cuando comenzaba a colocarme las ajustadas calzas del Hombre Araña.
Las implicancias serían espantosas.
–El agujerito...
Johnny se acomodó el antifaz. Llevaba sombrero de fieltro, capa y una malla enteriza negra con una enorme zeta en medio del pecho.
–Hay que sorprenderla –explicó con fastidio– de manera que no pueda reaccionar.
Todos los oficiales de policía conocen al menos algunos rudimentos de defensa personal. El primer impulso de Carola sería lanzar una patada exactamente donde colgaría, inerme, mi pirulín aterciopelado.
–Quedás tan ridículo con ese traje que va a creerte una alucinación –Johnny sacó la hipodérmica del bolso. La blandió como un florete–. Vamos, apurate.
Me apuré.
–¿Cómo estoy?
No era coquetería: me resulta imposible ver más abajo de mi abdomen.
–Perfecto. Acordate: sin darle tiempo a nada, le saltás encima para inmovilizarla. Treinta segundos serán suficientes.
El sedante tenía efecto inmediato, explicó.
Trepé el último tramo de la escalera seguido de cerca por Johnny. Cada tanto me daba un empujoncito en las partes de mis nalgas que dejaban expuestas los orificios practicados en la parte trasera del traje.
Me volví hacia él.
–¿Qué hacés, boludo?
–Vamos, no hay tiempo que perder –repuso Johnny. Bajó la vista hacia mi entrepierna– No va a poder reaccionar –rió–. Te lo aseguro.
Carajo.
Seguí subiendo la escalera y llegué hasta la puerta. Escuchamos unos minutos: ningún sonido proveniente del interior. Con suerte, Carola no estaba en casa. Tal vez ni siquiera había llegado. Podíamos sacar el disquete y retirarnos tranquilamente, como si nada hubiese sucedido.
Coloqué la llave en la cerradura y abrí la puerta. No había acabado de asomar la cabeza dentro del departamento cuando ya veía su cartera sobre la mesa del comedor.
–Trae mala suerte –murmuré por sobre mi hombro.
Johnny no me escuchó. O se hizo el desentendido.
–La cartera –expliqué–, da mala suerte ponerla sobre la mesa.
–Vamos –dijo Johnny. Y me dio una nueva palmadita en el culo.
Cruzamos el comedor en silencio. La alfombra amortiguaba nuestros pasos. Me asomé al pasillo. Había luz en el escritorio.
–Está ahí –susurré.
–Vamos –me urgió Johnny con otra palmada. Se estaba poniendo denso.
Reiniciamos la marcha. Al llegar a la puerta de la habitación pude ver que la luz provenía de una lámpara de escritorio. La oficial Quintana, sentada frente a la computadora, me daba la espalda. No hizo ningún movimiento. En la pantalla se veía la imagen de una mujer desnuda: Caról, la amante del Hombre Araña. Sus manos parecían muy pequeñas en comparación al miembro del superhéroe que asomaba a través de la abertura del traje.
¡Había abierto el disquete!
No hice ruido, lo juro. Tampoco Johnny. Pero algo –la intuición de una presencia extraña, ondas que emiten los cuerpos, aura de las almas– la hizo volverse.
Supongo que de todos modos la hubiésemos confundido. No es habitual encontrarse cara a cara dentro de la propia casa con el Hombre Araña con el pirulín afuera, acompañado de un Zorro con un bolso de lona azul en una mano y una hipodérmica en la otra. Pero la oficial Quintana no acababa de reaccionar frente a su propia imagen en la pantalla y se limitó a mirarme con expresión atontada. Hasta que bajó la vista. Y frunció el ceño: yo no era el verdadero Hombre Araña.
Me arrojé sobre ella y la derribé, con silla incluida, antes que alcanzara a manotear la Browning, a un costado del teclado. La aplasté con todo mi peso hasta que Johnny encontró la vena.
Estaba orgulloso de mi actuación. Johnny también.
–Bravo –dijo. Y me dio otra palmada.
Antes de que consiguiera reaccionar, añadió:
–Y ahora, manos a la obra.
¿Qué obra?
Seguí la dirección de su mirada. La oficial Quintana dormía en la alfombra.
Mientras Johnny le quitaba las ropas, envié un mensaje de correo a Libermann, adjuntando la última foto que nos quedaba. Pero no podía apartar mi mente de Carola.
–Dejale el liguero.
Johnny aceptó complacido mi sugerencia. Ahora atornillaba la cámara en lo alto del trípode.
La oficial Quintana dormía vestida únicamente con un liguero azul sobre la roja alfombra de su dormitorio.
Ay.
–Vamos a hacer primero algunas tomas tuyas, aprovechando que estás listo.
Yo todavía llevaba el traje de Hombre Araña.
Me tendí sobre Carola, adoptando las más variadas poses, según las directivas de Johnny. Era el director de cámaras y debía obedecer sus instrucciones, pero me amoscó un poco el que siempre pretendiera tener mi culo en primer plano. Dejé de prestarle atención y pronto descubrí, bajo mis manos, las agradables formas de la oficial Quintana. Al cabo de un rato, caía en el precipicio.
–¡Corten! –dijo Johnny a mis espaldas. Luego agregó–: Estuviste fantástico, gordo.
Me separé con renuencia de Carola.
–¡Te gustó! –exclamó Johnny– Bueno, un poquito...
Siguió riendo mientras yo trataba de cubrir mis partes. Después preguntó, seriamente:
–¿Querés hacer un par de tomas más? Ya sabés...
–Jamás. Soy un caballero.
Se alzó de hombros.
–Entonces me toca a mí. Sacate las pilchas.
Se acercó a Carola y le abrió un párpado.
–Está demasiado dormida. Esperemos a que se espabile un poco.
–Nos puede reconocer –protesté–. O algo peor.
Algo peor era que alcanzara a llegar a la Browning.
–No te preocupés, Johnny sabe lo que hace. Tengo un poco de ácido en el bolso.
¿Planeaba desfigurarla? Yo no podía permitir eso. Además, Robin no nos aceptaría en su home page y tendríamos que enviar las fotos a Bizarre Sex.
–¡Me matás gordo! ¡Sos más divertido que Curly!
Johnny era desconcertante. Yo pretendía impedir que hiciera una atrocidad y él estallaba en carcajadas. Su única preocupación parecía ser que el anestésico combinado con el ácido no resultara fatal.
–No podemos permitir eso –dijo.
No, por supuesto.
–Dentro de poco la vamos a tener comiendo de la mano. ¿Te imaginás cuando sea la jefa de la Brigada?
Le recordé que mi relación con la oficial Quintana no era precisamente formidable. Johnny opinaba que eso carecía de importancia. Dijo algo del vínculo amo-esclavo.
–No te olvidés de Libermann –le recordé.
Asintió.
–Sí, ya sé. Es nuestro objetivo número uno.
Eso estaba bien. Me hubiera gustado saber quién era el número dos, pero ya me había mareado lo suficiente con el asunto de los tres pájaros.
Johnny buscaba en su bolso. Sacó un pequeño gotero y lo agitó ante mis ojos.
–Con un poquito de esto puedo hacer que la fiesta del ternero tipo en Saliqueló parezca el carnaval de Río.
A eso es a lo que yo llamaría Magia.
Disolvió una gota de ácido en una botella de jugo de naranja, echó un poco de jugo en un vaso y se lo dio a beber a la oficial Quintana. Antes, había vuelto a guardar la botella en la heladera.
–No vamos a desperdiciar –dijo.
Me quité las ropas de Hombre Araña y se las alcancé. Johnny se colocó el traje. Tenía una tremenda erección. Hablo de Johnny. Traté de mirar hacia otro lado, pero debía tomar las fotos.
Johnny se encaramó sobre la oficial Quintana. Procedió a darle ligeros cachetazos para que despertara. Carola comenzó a mover los labios. Johnny avanzó, de rodillas, un par de trancos.
–Dale –dijo.
Oprimí el obturador, una y otra vez. “Cuantas más fotos saques, mejor”, había dicho Johnny. Luego haríamos una selección.
Estaba tan concentrado que no escuché la puerta de calle.
–Carooola –canturreó desde el living el subcomisario Iraola.
Johnny se desprendió de un salto, provocando una queja de la oficial Quintana.
–¿Estás ahí? –el tono del subcomisario era insólitamente aniñado.
Apagué los focos y apunté el equipo de fotografía hacia la puerta.
Iraola se asomó con una sonrisa tonta.
–¡Sorpresa! –exclamó una décima de segundo antes que yo disparara el flash.
Retrocedió hasta la pared del pasillo cubriéndose los ojos con una mano mientras con la otra buscaba en su sobaquera.
–¡Quieto! –gritó Johnny– Le estoy apuntando.
Pueden imaginar con qué. Iraola no: seguía deslumbrado por el fogonazo y levantó los brazos por sobre su cabeza.
Johnny lo obligó a colocarse contra la pared, con las piernas separadas. Luego de quitarle la Browning, lo palpó de armas, toqueteándolo innecesariamente. Encendí los focos y registré la escena para los anales del abuso de autoridad.
Todavía debíamos finalizar la sesión. Resultaba evidente con sólo echarle una ojeada a Johnny, que, entre otras cosas, manipulaba la hipodérmica. En treinta segundos el subcomisario se había derrumbado inconsciente y Johnny saltaba sobre la oficial Quintana.
Una vez que Johnny recuperó el aliento, procedimos a borrar las pistas, operación que llevó impresa la huella de mi genio.
Verán: primero dimos de beber a Iraola medio frasco de jugo de naranja, una dosis suficiente para alucinar a la reina de Inglaterra. Luego Johnny propuso tender al subcomisario junto a la oficial Quintana. Y fue ahí cuando apareció mi toque:
–¿Y si lo vestimos de Hombre Araña?