martes, 28 de septiembre de 2010

14. ¡Libermann confiesa!

Conocí a Margo en la red Olé. Es lesbiana. Casi de inmediato se estableció entre nosotros un campo magnético. Como lo oyen.
Debo aclarar que también en la red Olé tengo cierto parecido a Amelita Vargas, aunque no chateo con el alias de “Salomé”. En la red Olé soy “Abril”.
Cuando se chatea se establece como una química entre los bytes. Ya saben, el campo magnético. Eso pasó con Margo. Me cayó bien de entrada. Es de las Canarias, islas paradisíacas en el Atlántico, frente al África.
Le pregunté si era negra. Dijo que no, pero que estaba muy bronceada. Completamente. Toma sol desnuda, eso hace. También chatea desnuda.
Tengo un encantador pomponcito rubio –escribió.
La imaginé haciendo pucheros. La única manera de decir “pomponcito” es haciendo pucheros.
Le pedí que me lo repitiera.
Pomponcito, pomponcito.
Ahh!!! –repuse.
Advirtiendo mi excitación, Margo ordenó:
Quítate la falda!
Obedecí de inmediato. Margo me pidió que le describiera mis bragas, que vienen a ser las bombachas de las gallegas esas. Hice una pormenorizada reseña de la ropa interior de la oficial Quintana.
Quítatelas!!!– ordenó Margo ya al borde del descontrol erótico.
Si Salvides me sorprendía chateando en bolas le venía un infarto, pero igualmente me desprendí de la pequeña tanga azul marino con vivos rosados.
–Pomponcito, pomponcito– susurró mi amante lésbica.
Ahhhh!!– gemí, excitada hasta el delirio en mi papel de Abril.
–Ahhhh.... –gimoteó a su vez Margo, a cada instante más excitada.
Después nos tocamos las tetas, y todo eso, obviando mi pirulín aterciopelado, del que como agente encubierta, obviamente carezco.
De todos modos cuando salí de la red pude comprobar que lo hacía con una pequeña erección.

Volvamos a mi audaz incursión en casa de Libermann. Sara nos había dejado solos ¿recuerdan? Tomábamos whisky como dos viejos amigos celebrando el reencuentro.
A medida que descendía el nivel del líquido en la botella, subía el etílico en los torrentes sanguíneos y Libermann fue resignándose a la evidencia: no existía una sola persona en toda la inconmensurable infinitud del universo, ni siquiera él, capaz de librarse del pasado.
Para mi eso no constituye ninguna novedad: lo supe desde los 15 años, pero hasta la verdad más evidente puede olvidarse gracias a dos títulos universitarios, dinero a paladas y una esposa dulce y sexy.
En dos horas Libermann había retrocedido 20 años. Se sonó la nariz con su recobrada torpeza y el moco quedó adherido a su camisa, a la altura del pecho.
–Me amenazan –dijo.
Adopté una actitud policíaca, con el torso inclinando hacia delante. El hombro izquierdo más bajo que el derecho.
–¿Quién?
Volvió a sonarse la nariz. Una vez más y su camisa obtendría un estampado hawaiano.
–Algún compañero del colegio.
Para ser filósofo no era ningún tonto. Necesitaba confundirlo un poco: bastaba sumar dos más dos para relacionar las amenazas con mi sorpresiva reaparición.
–¿Lo sabés positivamente o sólo lo imaginás?
Me miró con todo el desprecio que su soberbia y su borrachera le permitieron.
–¿Cómo que si lo imagino? –se encrespó. Evidentemente tiene mala bebida– Si lo supongo, querrás decir.
Asentí con un cabeceo.
–Eso. ¿Lo sabés positivamente o lo suponés?
–No tengo dato alguno pero tampoco lo supongo: lo deduzco –concluyó, en un nuevo arrebato de pedantería.
–Y esas amenazas ¿son telefónicas?
Meneó la cabeza y miró la computadora con aversión.
–Cada vez que abro el E mail encuentro una amenaza, o insultos.
–¿El qué?
–El correo electrónico –aclaró.
Permanecí con mi mejor cara de nada.
–¿Conservás alguna de las cartas? Es importante, pues podríamos encontrar huellas dactilares.
Libermann siguió desparramando secreciones nasales a izquierda y derecha.
–No, no, correo electrónico. Internet, ¿entendés?
No, yo no entendía. Continuaba liquidando haberes con una calculadora a manija.
Libermann fue hacia la computadora. Oprimió una tecla adoptando la pose de Liberace frente al piano.
En su monitor de cristal líquido, el protector de pantalla desapareció como por encanto.
–¡Oh! –dije.
–Esto no es nada –aseguró Libermann, dándose aires de importancia.
Realmente, había vuelto a ser un idiota.
Pronto entramos a su programa de correo. Una de las carpetas me estaba destinada ¿qué les parece? Decía: “Amenazas”.
No es un nickname que alguna vez haya utilizado, pero no necesité mucho para deducir que era el que en ese momento me correspondía.
Con alguna sorpresa comprobé que Libermann guardaba todos mis mensajes. Probablemente los estuviera analizando. No llegaría a nada: podían haber sido enviados por cualquiera de sus treinta y siete ex condiscípulos.
Abrió uno o dos, al azar.
–Son todos más o menos iguales –dijo–. No tienen mucha imaginación y demuestran un alto grado de inmadurez. Tal vez de psicosis o hasta de retardo mental.
Me apresuré a servirme más whisky y volví a llenar su vaso.
–Puede ser un chico... o un loco al borde del descontrol –aventuré
No pude determinar si Libermann estaba muy asustado, sorprendido o solamente borracho.
–¡Es uno de mis compañeros de colegio! –exclamó.
Me aclaré la garganta.
–También son los míos.
Se aferró de mis solapas. Quería saber si yo también había recibido amenazas.
Lo aparté suavemente pero con bastante repugnancia: seguro me había llenado el saco de moco.
–No –respondí–. Pero yo no tengo computadora.
Me alcanzó su vaso vacío. La botella estaba en la misma situación y Libermann se tambaleó hasta el comedor. Al cabo de un rato volvió con otro cubo con hielo y una nueva botella. Me apuntó con un dedo:
–¿En serio no estás conectado a internet?
–Y no tengo la más puta idea de cómo funciona.
Se sentó frente al teclado. Tomé nota de su contraseña: “sésamo”. En algún momento podría serme útil.
Mientras esperábamos, volví a llenar los vasos.
–Vamos a navegar un rato –dijo.
Recordé el estúpido chascarrillo de Salvides.
–¿No llevamos salvavidas?
Libermann me echó una mirada similar a la que Johnny y yo dirigíamos a Salvides y no me respondió: además de ignorante, yo era un completo imbécil. A esa altura ya lo tenía completamente despistado. Podía darme un lujo.
–¿Por qué no te fijás si recibiste algún mensaje?
Había uno, estaba en condiciones de garantizarlo. Escueto y muy conveniente. A veces pienso si no tendré poderes extrasensoriales. Decía: “Cornudo”.
Libermann se echó maquinalmente hacia atrás. Los ojos y la boca, muy abiertos, le daban el vago aire de un pálido muñeco de trapo.
–¡Pero este hijo de puta! –exclamó al fin– ¡Lo voy a denunciar a la policía!
Carraspeé.
–Ya lo hiciste.
Me miró intrigado.
–Vos...
Asentí. Y para que no le cupiera ninguna duda me abrí el saco dejando ver la culata del 38. Lo había llevado conmigo como prevención: cabía la posibilidad de que Libermann hubiera descubierto al autor de las amenazas.
Adopté la postura policíaca de hombros echados hacia adelante.
–Empecemos por el principio...
Libermann vació el vaso de un trago. El whisky debía andar todavía a la altura de su esófago cuando disparé:
–¿Cómo te llevás con tu mujer?
Sobresalto.
–No pensarás que ella...
–No debemos descartar ninguna posibilidad –lo interrumpí– Además, no estoy diciendo que tu mujer esté directamente involucrada: puede haber alguien más.
No se tranquilizó, en absoluto. Ambos habíamos visto a su esposa esa noche, acudir muy elegante, maquillada y bonita al torneo de backgammon. Pero Libermann se resistía.
–No es ella –casi sollozó–, soy yo.
–¿Tenés una mina? Esa puede ser una pista más importante –Libermann negaba con cabeceos desconsolados–. ¿Es casada? ¿Divorciada?
–No, no.
Le serví más whisky y lo miré a los ojos.
–¿Es un hombre?
Libermann dio un salto en su silla. Si seguía sobresaltándolo pronto un infarto de miocardio me dejaría sin víctima. Le pregunté, del modo más suave posible, si le gustaban las mujeres.
–Demasiado –repuso con el desaliento de quien confirma un diagnóstico fatal–. Ese es mi problema.
Nuevo silencio y más whisky.
–Quiero mucho a Sara –dijo al cabo–. Es una buena esposa, dulce, limpia, ordenada
Con esos criterios no sería muy popular en la Red Feminista.
Libermann se ruborizó:
–Y nos llevamos bien en la cama... cuando lo hacemos.
–Bueno –expliqué en tren consolador y con aires de connaisseur–, las esposas no siempre tienen ganas...
–¡No es ella, Pirulo! ¡Soy yo! ¡Es que me masturbo por lo menos tres veces al día!
El temblor comenzó por mi vientre, subió a través de la tráquea, se convirtió en nudo a la altura de mi garganta, llenó mis ojos de lágrimas y finalmente estalló en mi garganta en una carcajada incontenible.
Libermann estaba demasiado borracho para ofenderse realmente, pero de algún modo yo había herido su amor propio.
–¿Te reís?
Yo no reía. Me moría de risa.
–Ya vas a ver –dijo.
Abrió una dirección de internet. En cuanto comenzaron a bajar las imágenes reconocí la home page de Robin.
–Ya vas a ver –insistió, abriendo páginas a velocidad pasmosa.
Y vi.
Vi mis redondas y lechosas nalgas asomando por los agujeros del traje de Hombre Araña y, a continuación, una seguidilla de imágenes donde la pantalla era enteramente ocupada por la oficial Quintana y una mínima, pero imprescindible y también impresionante porción de la anatomía de Johnny.
–Esa mina me mata –confesó Libermann–. Tiene un lomo fenomenal. Y me vuelve loco ese liguero azul marino. ¡Y el corpiño¡ ¿Vos viste lo bien que le queda ese corpiño! Y eso no es todo, porque si mirás bien, te darás cuenta de que está más fuerte desnuda que en ropa interior. Eso es extraordinario. ¿Cómo querés que no me masturbe a cada rato, Pirulo? Decime, ¿cómo puede hacer un hombre normal para no volverse loco con esa mina?
No le contesté, ni falta que hacía: la oficial Quintana ya me había vuelto loco a mí, y mucho antes que a Libermann, y eso que Libermann nunca había escuchado el sonido de los tacos de la oficial Quintana recorriendo el espacio que separaba su despacho del de Salvides. No dije nada, aunque de todas maneras Libermann no me habría escuchado. Apenas si se detuvo lo suficiente como para aspirar una bocanada de aire y llenar su vaso casi hasta el tope.
–Pero lo peor, y tendré que analizar eso muy seriamente –agregó luego de echarse al buche un nuevo trago de whisky–, son las fantasías que me despierta el culo del Hombre Araña.