viernes, 30 de julio de 2010

5. Crisis nerviosa del inspector Salvides. Primeros síntomas

Ilícito en el foro de discusión de amarillas.com. Se requieren niños de hasta ocho años para satisfacer demanda de importantes clientes del exterior.

La oficial Quintana seguía una pista de traficantes de niños. Lo explicó en la Reunión Semanal de Evaluación.
–Hay algo más que un negocio de adopción ilegal –dijo.
Salvides la miró con su habitual expresión atontada.
–Son traficantes de órganos –explicó Quintana.
El rostro de Salvides se contrajo como una pasa de uva en vinagre. Es un hombre simple cuyo mayor contacto con el crimen tuvo lugar en una marcha de protesta de estudiantes de Historia del Arte.
–¿Qué dice? –balbuceó.
Parecía creer que la oficial Quintana era la autora del horrible ilícito. La oficial se revolvió incomoda y alisó su falda. Entre paréntesis, ésta se había subido unos centímetros por encima de las rodillas y todos lanzamos un suspiro de decepción.
–Es una cuestión de mercado –intervino Johnny.
Salvides tartamudeó:
–No me diga que...
Aparté dolorosamente la vista de las rodillas de la oficial Quintana y la volví hacia Salvides. La aclaración de Johnny aludía a la ley de la oferta y la demanda: si existe un tipo lo bastante rico como para pagar enormes sumas de dinero por algo que requiera en forma urgente, siempre va a aparecer algún otro que consiga el modo de procurárselo.
Ese era el “mercado” del que hablaba Johnny: nada que ver con la dantesca imagen que cruzó por la mente del inspector Salvides. Lo supe en el mismo instante en que no pudo terminar la frase y sus ojitos comenzaron a saltar de uno a otro buscando una rectificación o un consuelo, algo así como que había comprendido mal, o sufría alucinaciones y el mundo no era la inmensa bola de mierda que es, sino una Creación del Señor.
Podría asegurar que lo comprendí antes de que el propio inspector acabara de tomar conciencia de la disparatada idea que cruzaba por su mente.
Y comencé a reír.
Y ya no pude dejar de hacerlo, puesto que cuando lograba controlarme un segundo, el suficiente como para entrever a través de las lágrimas el rostro desorientado de Salvides, volvía a estallar en carcajadas, doblado en dos sobre la butaca. Hasta que Johnny me llevó al baño, tratando a su vez de contener su propia hilaridad, me mojó la cara (entre carcajadas) y me dio una pastilla.

Nota: Hablar con Iraola. El inspector Salvides no está, definitivamente, a la altura de sus responsabilidades.

Marqué el lugar donde solicitaban niños para exportación y fui hasta el escritorio de la oficial Quintana. Tiene un pequeño privado en el lado opuesto del salón, con vista al patio donde crecen centenarias palmeras, colmadas de dátiles y gorriones. Yo, en cambio, patrullo frente a una pared. Por eso soy eficiente.
La oficial Quintana miraba distraídamente un racimo de dátiles.
–Tengo una pista –dije.
La oficial saltó en el asiento.
¿Saben? Sueno como un perro pekinés pidiendo una golosina. Por más que me empeñe, fracaso irremisiblemente en todos mis esfuerzos por lograr un tono de voz más recio.
–De la venta de chicos –agregué.
–¿Por qué no avisás antes de hablar?
Era una sugerencia extravagante que se prestaba para una disquisición de imprevisibles consecuencias, como las que atormentan a Salvides, pero la expresión de la oficial Quintana era de pocos, o más bien, ningún amigo. No supe qué decir y señalé la pantalla de la computadora.
–Tengo una pista.
–Me pareció haber escuchado algo así, hace un segundo.
Hice un conejito.
Me explico: consiste en arrugar la nariz de manera graciosa y entrecerrar los ojos. Lo practico varias veces al día delante de un espejo desde que se lo vi hacer a un periodista de televisión.
La oficial Quintana no se conmovió.
–Pero también pensé –dijo– que alguien había raspado una lata con las uñas.
Se estaba poniendo ingeniosa. Adoro a las mujeres ingeniosas. Hice otro conejito. Me miró intrigada.
–¿Te pasa algo? –Y sin darme tiempo para responder añadió–: No quiero saberlo. Cualquier cosa que necesites decir me la comunicás por escrito. No te quiero escuchar nunca más. Y tratá de mantenerte lo más lejos de mí que te resulte posible. Va a ser lo mejor para vos.
Hay situaciones difíciles, de las que cuesta salir airoso. Y no todos tenemos iguales posibilidades ni los mismos recursos. Rolo, en mi lugar, hubiera tomado a la oficial Quintana de la cintura para estamparle un beso en medio de la boca y de paso hacerle sentir la presencia de su bulto, aunque no estoy seguro de los resultados: sospecho que se lo envuelve en una venda. Una vez le comenté que eso hacían los bailarines de ballet y se sonrojó.
Johnny, en cambio, le hubiera suministrado alguna pastilla. Tiene de toda clase y para cada ocasión. Pero ¿qué podía hacer yo?
–¿Algo más? –dije con una sonrisa
La oficial Quintana enrojeció. Había cerrado los puños y tenía los hombros levemente alzados. Hice otro conejito y regresé a mi escritorio.

Tengo que hablar con Johnny. Es preciso hacer algo con la oficial Quintana, y en forma urgente. En cualquier momento Salvides será encerrado en un psiquiátrico y puede ser ella quien lo reemplace.
La pasaré muy mal.


Euforia en Tel Aviv. El efecto avalancha sobre el Primer Ministro fue impresionante. El canal estatal israelí dio marcha atrás y repuso Fútbol de Primera.
Tendría que haberme dado cuenta ayer, por la sonrisa irónica de Macaya Márquez y el brillo malicioso de sus pupilas. Saboreaba el triunfo, pero sin hacer alharaca, como corresponde a un sportman.
Me sumé a los festejos.
“Boca Juniors es eterno como el agua y el aire”, escribí.
“Y el tetrabrik” –agregó un desubicado.
Un tal “Reiphnol” opinó que de todas maneras debíamos visitar al Primer Ministro y pegarle una apretada.
Supuse que en Israel eso sería considerado un ilícito. No me preocupó tanto la salud del Primer Ministro como verme envuelto –y por mi intermedio la Policía Federal Argentina– en un incidente internacional.
Mientras meditaba sobre la conveniencia de debilitar a la número 12 lanzándola sobre el ejército israelí, en un sector de la popular empezaron las trompadas. Volví rápidamente hacia atrás. Envalentonados por el triunfo, los barrabravas de Tel Aviv habían pedido una avalancha sobre el Hamas para detener una ola de atentados terroristas. Ahí empezó la bronca.
“Para su información –escribía un tal Beto Beep– esta es una red boquense. Como su nombre claramente lo indica sirve para tratar asuntos futbolísticos, en especial, los que atañen al glorioso Boca Juniors. Les estaríamos todos muy agradecidos si tuvieran a bien canalizar sus justos reclamos a través de la Red Sionista”.
Un provocador. Y, tal como había sospechado, carecía de nombre electrónico. Utilizaba un alias: Beto Beep.
Me explico: un nombre electrónico y un alias vienen a significar casi lo mismo en lo que se refiere a ocultar la identidad. Si bien es posible rastrear un nombre electrónico difícilmente un servidor se avenga a brindarnos información, mucho más si se encuentra en Nueva Delhi, o Moscú. Por eso se cometen tantos ilícitos en Internet. Y no damos abasto: es como patrullar Los Ángeles durante un disturbio racial. Pero cuando uno se toma el trabajo de configurar el programa para que no aparezca el nombre electrónico, tal como hacemos en la Brigada, es porque pretende actuar no en forma anónima sino directamente clandestina.
Por más vueltas que le di al asunto, encontré dos posibles razones para explicar las precauciones de Beto Beep: se disponía a cometer un ilícito o era un colega.

Y aclaro para evitar malentendidos: un colega es otro policía en operaciones.

Iraola asintió, en silencio, con grandes cabezadas, sin apartar la vista de la pantalla. Aproveché que había venido de patrulla para informarle en forma directa, sin pasar por el filtro de la obtusa mentalidad de Salvides. Salvides habría argumentado que el provocador podía ser un hincha de River, por ejemplo. O de Atlanta. “¿Acaso usted no es de San Lorenzo?”.
Tiene el modo de pensar, ramplón y retorcido a la vez, de mi hermano Rolo.

El otro día, después de sacarme de encima de Marilín, Rolo me zamarreó un buen rato tirando de los pelos de mi nuca. Tengo mucha sensibilidad en los pelos de la nuca. Y en el cuello. Si usted me toca imprevistamente el cuello puedo sobresaltarme y lanzar por los aires cualquier cosa que tenga en mi mano.
Ya me pasó, hace unos años.
Estábamos en el café, con un grupo de amigos. Amigos del café, se entiende. Que no son exactamente los amigos del barrio, ni los de la escuela. La gente se mueve en distintos círculos y en forma simultánea, y en cada uno adopta un rol y hasta una personalidad diferente. Menos yo. En todas partes siempre fui Pirulo. Por culpa de Aníbal. Era amigo del barrio, del café y de la escuela. Y hasta venía a mi casa a tomar la leche.
Fue Aníbal, justamente, quien en aquella mesa del café no tuvo mejor idea que tocarme el cuello mientras yo llevaba la taza a mis labios. Gritó algo así como ¡Zazam! y me aplicó un falso golpe de karate en la garganta. La taza voló por los aires, caí hacia atrás y derribé la mesa.
–¡Pirulo y la puta que te parió! –gritaron todos, a coro.

Pirulo nació en el barrio. Y por boca de Aníbal se extendió en la escuela y el café. En casa lo introdujo Rolo. Y lo escupía con desprecio Elena durante nuestras frecuentes peleas. Ser el hermano menor me había convertido en el puching ball de la familia. Mamá tenía únicamente ojos para Rolo, papá había comenzado el consabido romance incestuoso con Elena, y yo permanecía ahí, como un enorme e incómodo testigo de sus perversiones.
–Pirulo, alcanzame la sal –decía papá en las pocas ocasiones en que llegó a dirigirme la palabra luego del diagnóstico del doctor López Vázquez.
Cuando el propio padre se suma a la lapidación, ya todo está perdido.

Después de sacarme de encima de Marilín, Rolo comenzó a zamarrearme de un lado para otro. El dolor me hacía ver estrellitas de colores y me impedía dar una respuesta satisfactoria a sus requerimientos. De todas maneras, Rolo no hubiera alcanzado a escuchar: su vozarrón de oficial instructor parecía llenar el espacio con una sustancia sólida.
Yo nunca pude gritar. Cualquiera diría que no es así, pero cuando quiero gritar mi voz desaparece.
O supera el umbral auditivo de los humanos.
Un día probaré con un perro.

Rolo se cansó de jugar conmigo a la batidora eléctrica y me arrojó contra una pared, para luego acusarme de haber querido violar a su novia tal como había violado a la señora López Vázquez.
Abrí los ojos y lo miré sorprendido. Ese había sido el rumor que Aníbal esparció en la escuela: “Pirulo se cogió una mina en la pista de baile”.
Desde ya, Aníbal había visto poco y nada, y durante todo el incidente permaneció en nuestra mesa envuelto en una nube de alcohol. Nos echaron juntos del salón y juntos orinamos sobre el automóvil del doctor López Vázquez, que esta vez exhibía la presuntuosa placa de médico, y juntos llegamos, tambaleando, hasta el café, donde planeábamos seguir la juerga.

Pienso que Aníbal nunca creyó seriamente en su versión, pero lanzó el rumor como quien arroja una piedra pequeña por la ladera de un monte, para ver qué podía pasar.
Siempre tuve el tino de desmentirlo, aunque sin mostrar mucha convicción y fingiendo un aire de falsa modestia. Ya en ese entonces percibí que mis compañeros empezaban a mirarme de otra manera, como si al fin y al cabo yo también fuese un ser humano. Pronto comenzaron a invitarme a sus fiestas, se buscaron otro puching ball y pude finalizar el secundario sin mayores sobresaltos.
Las consecuencias negativas de mi nuevo éxito social las sufrió Libermann, mi suplente. Lo siento por él, pero no fue mi culpa. Al fin de cuentas, Libermann venía haciendo precalentamiento al borde de la línea de cal. Y reunía todas las condiciones para haber sido titular, desde el primer día. Si en un principio resulté el elegido, fue debido a que resulta agradable pegarme. Presento una consistencia semejante a la goma espuma.

Libermann es médico. Y se casó.
Me gustaría conocer a su esposa.

martes, 27 de julio de 2010

4. Un deja vu en casa de Rolo

Disturbios en la Red Boquense. Un grupo de barrabravas de Tel Aviv solicita solidaridad internacional ante un caso claro de censura de prensa.

Estoy infiltrado en almaboquense.com desde hace un par de meses, bajo el alias de “Mayonesa”. Hasta el momento, no me contactaron para ningún ilícito, pero pude participar en algunos tumultos. Ahora se estaba planificando una avalancha. Di parte a Salvides.
Me miró bizqueando.
–¿Usted viene para decirme que las autoridades de la televisión estatal israelí levantaron la transmisión en directo de Fútbol de Primera?
Eso mismo acababa de decirle.
No entiendo por qué Salvides tiene la costumbre de repetir cada una de mis palabras, pero bajo la forma interrogativa. Ese hombre está mal, muy mal.
–Dígame, Mayonesa –En eso de llamarme por un alias seguía estrictamente las instrucciones de Iraola, pero me pareció detectar un matiz irónico en su voz–. ¿Qué propone que hagamos al respecto? ¿Sugiere acaso el retiro de embajadores para defender la libertad de expresión de Macaya Márquez?
Macaya Márquez era el conductor del programa censurado por el Estado de Israel, pero yo no había mencionado a Macaya Márquez.
–No se trata de la libertad de expresión, que en todo caso es un problema de Macaya Márquez –repuse, no muy seguro de lo que decía–, sino del derecho a la información de la hinchada de Tel Aviv.
–¿El derecho a la información de la hinchada de Tel Aviv?
Lo hacía de nuevo. ¿Ven lo que les digo?
Asentí.
–Usted se me está volviendo un poquito subversivo, Mayonesa.
–Me limito a repetir los argumentos de los afectados, Señor.
Yo también podía mostrarme irónico. Salvides disimuló.
–Bien. ¿Y qué propone que hagamos en favor de los afectados?
Era una pregunta desconcertante.
–¿No se le ocurre nada, Mayonesa?
–Sólo quería informarle –mi voz salió algo estrangulada–, que la red está al rojo vivo.
–¿La red está al rojo vivo?
¡Otra vez! Era como hablar con un eco.
–Vaya, Mayonesa. Siga patrullando.
–Como usted ordene, Señor.

Un incompetente.

La red boquense se vanagloria de ser la mitad más uno de internet. Eso no es verdad, desde luego, pero sus integrantes tienen un alto potencial de violencia. Definitivamente, Salvides no está a la altura de sus responsabilidades. Debo encontrar el modo de sacar el tema cuando Iraola haga su próximo patrullaje.
Por el momento, decidí seguir actuando como Mayonesa y sumarme a la avalancha. No bien me senté frente a mi computadora envié un correo al primer ministro israelí.
“¡¡¡Macaya para todos o para nadie, carajo!!!”.

La oficial Quintana no me dirigió la palabra en todo el día. Ni apartó la vista de la pantalla.
Mujeres.

A la noche pasé por lo de mi hermano Rolo. Fue su novia quien abrió la puerta.
–¿Qué hacé, gordito?
Ignoro de donde saca sus novias. Probablemente de un catálogo de prostitutas de un puerto tercermundista impreso en papel de estraza. Ésta dice llamarse Marilín. Tiene una enorme y roja boca en forma de O. Es lo más parecido que vi en mi vida a una muñeca inflable.
Me atrae de una manera extraña, como un precipicio, por lo que trato de mantener entre nosotros una distancia prudencial. Pongamos, unos dos metros. No resulta fácil en lugares cerrados.
–Rolo se está dando un baño.
Me lo dijo echando el aliento casi dentro de mi boca. Huele a alcohol. Y siempre me toca. Debe estar al tanto de la versión familiar.
–Me gustaría ver que tenés ahí.
Cada vez que pretende hurgar en mi entrepierna, junto las rodillas y echo el culo hacia atrás, pero en esa oportunidad no fui lo bastante rápido. Para cuando alcancé a reaccionar, Marilín me sostenía como a un enorme y laxo palito helado.
–Puede aparecer Rolo –dije con la voz más estrangulada que nunca.
–No me digás que le tenés miedo, gordito.
Asentí con frenéticos cabeceos mientras con su mano libre ella tomaba una de las mías y la conducía hasta su sexo.
Mis rodillas se aflojaron. No hay prácticamente nadie que pueda con mi peso, a excepción de una grúa pórtico. Por más esfuerzos que hiciera Marilín por transformarse en una, le faltaba capacidad de tonelaje. La sentí retroceder, aunque sin soltarme, de manera que marché pesadamente detrás suyo, arrastrando los pies. Nada muy diferente al show que brindé en el casamiento de mi hermana Elena, una de las pocas veces que me atreví a salir a una pista de baile. En aquella oportunidad también bajo coacción, pero de carácter moral, porque Hilda López Vázquez era incapaz de una conducta tan zafia como la de Marilín, al menos en público.

Hilda López Vázquez era la esposa del doctor López Vázquez, el médico que en el imaginario familiar había salvado la vida de mi hermana durante nuestras únicas vacaciones en Córdoba, y en cualquier otra parte del planeta. Ambas circunstancias habían hecho del episodio un acontecimiento memorable y del doctor López Vázquez un personaje de leyenda. Mi padre no iba a perder una oportunidad como el casamiento de su hija para presentar a semejante eminencia médica a sus relaciones y lo persiguió sin tregua hasta que fue finalmente Hilda, durante una tumultuosa visita de la familia en pleno, quien dio el resignado okey.
Ahorraré los pormenores de nuestra irrupción en lo de los López Vázquez. Bastaría con mencionar la exhibición de calistenia de Rolo, por iniciativa de mi padre, quien no sabía qué hacer para agradar a los López Vázquez.
Rolo cursaba el último año del secundario y ya mostraba su poderosa musculatura a través de una ceñida remera de algodón, y un notorio bulto en la entrepierna, del que, durante el ejercicio de circunvalación de brazos, Hilda López Vázquez apenas conseguía apartar la vista para vigilar mi acometida sobre la fuente de merengues.
Pero obtuvimos el “sí” tras el truco de magia con que nos deleitó papá.
Cuando lo vimos ponerse de pie y hacer la acostumbrada reverencia, mamá cerró los ojos y Elena se llevó una mano a la boca. Rolo no tuvo reflejo alguno: ya era insensible a cualquier emoción y mostraba sus bíceps, tríceps, gemelos y bultos varios a la azorada dueña de casa. Yo, preventivamente, levanté la fuente de merengues, de manera que cuando papá dijo “Hop” y tiró del extremo del mantel desparramando tazas, tetera, servilletas, un florero con jazmines y las masas secas que mamá había llevado para la ocasión, únicamente los merengues siguieron teniendo alguna utilidad.
Papá comenzó a balbucear disculpas hasta que Hilda López Vázquez dio el ansiado “sí” y todos marchamos felices de regreso a Boedo.
Pero algo había ocurrido dentro de mi alegre cabecita impúber. Un cambio ligero, casi imperceptible, como si me encontrara ante una puerta entornada. Apenas debía empujarla con la punta de los dedos.

A veces tengo la impresión de que cada vez que abro una puerta me encuentro con una torta de crema volando hacia mí.

Esa noche, ya en el colectivo, sin sospechar las horribles consecuencias que tendría mi ingreso al complicado mundo de los adultos, comencé a imaginar a la señora López Vázquez en distintas posturas, aunque siempre llevando el liguero que había entrevisto en el momento en que la tetera caía en su regazo.

Dejé de pensar en el liguero recién en el casamiento de Elena. La señora López Vázquez llegó a la fiesta con un escotado vestido de satén. O seda. Era suave al tacto y me parecía palpar directamente su piel y cerré los ojos y la imaginé desnuda en mis brazos. Pero eso ocurrió después, cuando la fiesta estaba en plena animación, y mi padre ya había bailado con Elena, y con mamá y con la señora López Vázquez mientras yo vaciaba todas las botellas de cerveza que los mozos iban dejando en mi mesa, cuando no las arrebataba de la bandeja.
Aunque apenas había cumplido 15 años, ya era una deforme montaña de más de un metro ochenta de altura y 120 kilos de peso. Podría haberme delatado mi voz, que en ese entonces era todavía más atiplada que en la actualidad. Y mi pubis sonrosado, sin asomo de vello. Pero estaba de traje (lo que al margen de cubrir mis partes me otorgaba cierto halo de madurez) y balbuceaba incoherencias, arrastrando las palabras, por lo que los mozos no me trataban como a un niño sino como a un imbécil.
Quiero decir: nadie impidió que un niño –supermedida, pero al fin de cuentas apenas un niño– fuera insensiblemente cayendo en un lamentable estado de obnubilación.
La señora López Vázquez debió haberme visto desde la pista de baile. No puedo precisarlo pues me resultaba difícil enfocar tan lejos. El caso fue que, sin saber cómo, la descubrí frente a mí, inclinada para poner su rostro a la altura del mío, mientras exhibía el interior de su escote.
Ignoro cuales fueron sus palabras. Tampoco recuerdo si obtuvo una respuesta comprensible y sensata, algo así como “Por favor, señora López Vázquez, no me enseñe sus mamelones desnudos que soy apenas un inocente muchacho sin asomo de vello púbico y con un pene finito como un pirulín de frambuesa”.
Desde luego, ni se me pasó por la cabeza hacer semejante confesión. Además, la señora López Vázquez me había aferrado de la muñeca y me arrastraba hacia la pista de baile como a un monigote de papel maché.
Fue todo muy parecido a lo que sucedió anoche con Marilín, con la diferencia de que cuando intervino Rolo la mano izquierda de la señora López Vázquez se apoyaba en mi pecho y no en mi entrepierna. Su mano derecha sí estaba en la misma posición que la de Marilín, y aferrando la mía, pero en su caso para apartarla de su sexo.

–¡Pirulo y la puta que te parió!
Rolo apareció desnudo, con una pequeña toalla de mano en la cintura que le dejaba un muslo al aire. Lo miré confundido mientras caía derrumbando a Marilín. Por un momento, me había remontado hacia atrás –hacia la que entonces creí, con infantil optimismo, que sería La Mayor Humillación de mi Vida–, y el cuello de Marilín había comenzado a oler como el de la señora López Vázquez y me pareció que Rolo estaba todavía más fuera de lugar que yo, con esa escueta toalla a la cintura...
Fue bastante lógico que sintiera alguna confusión, porque en el casamiento de Elena había sido también Rolo, aunque convenientemente trajeado, quien, por orden de papá, irrumpió en lo mejor y tirándome de los pelos de la nuca liberó de mi peso a la señora López Vázquez.
La señora López Vázquez permaneció un buen rato chillando en el piso ante la atónita mirada del legendario doctor López Vázquez, quien ni siquiera acertó a palparle el vientre en busca de una posible apendicitis.
Fue entonces que formuló su famoso diagnóstico:
–¡Gordo de mierda!
Y papá no volvió a dirigirme la palabra.