martes, 27 de julio de 2010

4. Un deja vu en casa de Rolo

Disturbios en la Red Boquense. Un grupo de barrabravas de Tel Aviv solicita solidaridad internacional ante un caso claro de censura de prensa.

Estoy infiltrado en almaboquense.com desde hace un par de meses, bajo el alias de “Mayonesa”. Hasta el momento, no me contactaron para ningún ilícito, pero pude participar en algunos tumultos. Ahora se estaba planificando una avalancha. Di parte a Salvides.
Me miró bizqueando.
–¿Usted viene para decirme que las autoridades de la televisión estatal israelí levantaron la transmisión en directo de Fútbol de Primera?
Eso mismo acababa de decirle.
No entiendo por qué Salvides tiene la costumbre de repetir cada una de mis palabras, pero bajo la forma interrogativa. Ese hombre está mal, muy mal.
–Dígame, Mayonesa –En eso de llamarme por un alias seguía estrictamente las instrucciones de Iraola, pero me pareció detectar un matiz irónico en su voz–. ¿Qué propone que hagamos al respecto? ¿Sugiere acaso el retiro de embajadores para defender la libertad de expresión de Macaya Márquez?
Macaya Márquez era el conductor del programa censurado por el Estado de Israel, pero yo no había mencionado a Macaya Márquez.
–No se trata de la libertad de expresión, que en todo caso es un problema de Macaya Márquez –repuse, no muy seguro de lo que decía–, sino del derecho a la información de la hinchada de Tel Aviv.
–¿El derecho a la información de la hinchada de Tel Aviv?
Lo hacía de nuevo. ¿Ven lo que les digo?
Asentí.
–Usted se me está volviendo un poquito subversivo, Mayonesa.
–Me limito a repetir los argumentos de los afectados, Señor.
Yo también podía mostrarme irónico. Salvides disimuló.
–Bien. ¿Y qué propone que hagamos en favor de los afectados?
Era una pregunta desconcertante.
–¿No se le ocurre nada, Mayonesa?
–Sólo quería informarle –mi voz salió algo estrangulada–, que la red está al rojo vivo.
–¿La red está al rojo vivo?
¡Otra vez! Era como hablar con un eco.
–Vaya, Mayonesa. Siga patrullando.
–Como usted ordene, Señor.

Un incompetente.

La red boquense se vanagloria de ser la mitad más uno de internet. Eso no es verdad, desde luego, pero sus integrantes tienen un alto potencial de violencia. Definitivamente, Salvides no está a la altura de sus responsabilidades. Debo encontrar el modo de sacar el tema cuando Iraola haga su próximo patrullaje.
Por el momento, decidí seguir actuando como Mayonesa y sumarme a la avalancha. No bien me senté frente a mi computadora envié un correo al primer ministro israelí.
“¡¡¡Macaya para todos o para nadie, carajo!!!”.

La oficial Quintana no me dirigió la palabra en todo el día. Ni apartó la vista de la pantalla.
Mujeres.

A la noche pasé por lo de mi hermano Rolo. Fue su novia quien abrió la puerta.
–¿Qué hacé, gordito?
Ignoro de donde saca sus novias. Probablemente de un catálogo de prostitutas de un puerto tercermundista impreso en papel de estraza. Ésta dice llamarse Marilín. Tiene una enorme y roja boca en forma de O. Es lo más parecido que vi en mi vida a una muñeca inflable.
Me atrae de una manera extraña, como un precipicio, por lo que trato de mantener entre nosotros una distancia prudencial. Pongamos, unos dos metros. No resulta fácil en lugares cerrados.
–Rolo se está dando un baño.
Me lo dijo echando el aliento casi dentro de mi boca. Huele a alcohol. Y siempre me toca. Debe estar al tanto de la versión familiar.
–Me gustaría ver que tenés ahí.
Cada vez que pretende hurgar en mi entrepierna, junto las rodillas y echo el culo hacia atrás, pero en esa oportunidad no fui lo bastante rápido. Para cuando alcancé a reaccionar, Marilín me sostenía como a un enorme y laxo palito helado.
–Puede aparecer Rolo –dije con la voz más estrangulada que nunca.
–No me digás que le tenés miedo, gordito.
Asentí con frenéticos cabeceos mientras con su mano libre ella tomaba una de las mías y la conducía hasta su sexo.
Mis rodillas se aflojaron. No hay prácticamente nadie que pueda con mi peso, a excepción de una grúa pórtico. Por más esfuerzos que hiciera Marilín por transformarse en una, le faltaba capacidad de tonelaje. La sentí retroceder, aunque sin soltarme, de manera que marché pesadamente detrás suyo, arrastrando los pies. Nada muy diferente al show que brindé en el casamiento de mi hermana Elena, una de las pocas veces que me atreví a salir a una pista de baile. En aquella oportunidad también bajo coacción, pero de carácter moral, porque Hilda López Vázquez era incapaz de una conducta tan zafia como la de Marilín, al menos en público.

Hilda López Vázquez era la esposa del doctor López Vázquez, el médico que en el imaginario familiar había salvado la vida de mi hermana durante nuestras únicas vacaciones en Córdoba, y en cualquier otra parte del planeta. Ambas circunstancias habían hecho del episodio un acontecimiento memorable y del doctor López Vázquez un personaje de leyenda. Mi padre no iba a perder una oportunidad como el casamiento de su hija para presentar a semejante eminencia médica a sus relaciones y lo persiguió sin tregua hasta que fue finalmente Hilda, durante una tumultuosa visita de la familia en pleno, quien dio el resignado okey.
Ahorraré los pormenores de nuestra irrupción en lo de los López Vázquez. Bastaría con mencionar la exhibición de calistenia de Rolo, por iniciativa de mi padre, quien no sabía qué hacer para agradar a los López Vázquez.
Rolo cursaba el último año del secundario y ya mostraba su poderosa musculatura a través de una ceñida remera de algodón, y un notorio bulto en la entrepierna, del que, durante el ejercicio de circunvalación de brazos, Hilda López Vázquez apenas conseguía apartar la vista para vigilar mi acometida sobre la fuente de merengues.
Pero obtuvimos el “sí” tras el truco de magia con que nos deleitó papá.
Cuando lo vimos ponerse de pie y hacer la acostumbrada reverencia, mamá cerró los ojos y Elena se llevó una mano a la boca. Rolo no tuvo reflejo alguno: ya era insensible a cualquier emoción y mostraba sus bíceps, tríceps, gemelos y bultos varios a la azorada dueña de casa. Yo, preventivamente, levanté la fuente de merengues, de manera que cuando papá dijo “Hop” y tiró del extremo del mantel desparramando tazas, tetera, servilletas, un florero con jazmines y las masas secas que mamá había llevado para la ocasión, únicamente los merengues siguieron teniendo alguna utilidad.
Papá comenzó a balbucear disculpas hasta que Hilda López Vázquez dio el ansiado “sí” y todos marchamos felices de regreso a Boedo.
Pero algo había ocurrido dentro de mi alegre cabecita impúber. Un cambio ligero, casi imperceptible, como si me encontrara ante una puerta entornada. Apenas debía empujarla con la punta de los dedos.

A veces tengo la impresión de que cada vez que abro una puerta me encuentro con una torta de crema volando hacia mí.

Esa noche, ya en el colectivo, sin sospechar las horribles consecuencias que tendría mi ingreso al complicado mundo de los adultos, comencé a imaginar a la señora López Vázquez en distintas posturas, aunque siempre llevando el liguero que había entrevisto en el momento en que la tetera caía en su regazo.

Dejé de pensar en el liguero recién en el casamiento de Elena. La señora López Vázquez llegó a la fiesta con un escotado vestido de satén. O seda. Era suave al tacto y me parecía palpar directamente su piel y cerré los ojos y la imaginé desnuda en mis brazos. Pero eso ocurrió después, cuando la fiesta estaba en plena animación, y mi padre ya había bailado con Elena, y con mamá y con la señora López Vázquez mientras yo vaciaba todas las botellas de cerveza que los mozos iban dejando en mi mesa, cuando no las arrebataba de la bandeja.
Aunque apenas había cumplido 15 años, ya era una deforme montaña de más de un metro ochenta de altura y 120 kilos de peso. Podría haberme delatado mi voz, que en ese entonces era todavía más atiplada que en la actualidad. Y mi pubis sonrosado, sin asomo de vello. Pero estaba de traje (lo que al margen de cubrir mis partes me otorgaba cierto halo de madurez) y balbuceaba incoherencias, arrastrando las palabras, por lo que los mozos no me trataban como a un niño sino como a un imbécil.
Quiero decir: nadie impidió que un niño –supermedida, pero al fin de cuentas apenas un niño– fuera insensiblemente cayendo en un lamentable estado de obnubilación.
La señora López Vázquez debió haberme visto desde la pista de baile. No puedo precisarlo pues me resultaba difícil enfocar tan lejos. El caso fue que, sin saber cómo, la descubrí frente a mí, inclinada para poner su rostro a la altura del mío, mientras exhibía el interior de su escote.
Ignoro cuales fueron sus palabras. Tampoco recuerdo si obtuvo una respuesta comprensible y sensata, algo así como “Por favor, señora López Vázquez, no me enseñe sus mamelones desnudos que soy apenas un inocente muchacho sin asomo de vello púbico y con un pene finito como un pirulín de frambuesa”.
Desde luego, ni se me pasó por la cabeza hacer semejante confesión. Además, la señora López Vázquez me había aferrado de la muñeca y me arrastraba hacia la pista de baile como a un monigote de papel maché.
Fue todo muy parecido a lo que sucedió anoche con Marilín, con la diferencia de que cuando intervino Rolo la mano izquierda de la señora López Vázquez se apoyaba en mi pecho y no en mi entrepierna. Su mano derecha sí estaba en la misma posición que la de Marilín, y aferrando la mía, pero en su caso para apartarla de su sexo.

–¡Pirulo y la puta que te parió!
Rolo apareció desnudo, con una pequeña toalla de mano en la cintura que le dejaba un muslo al aire. Lo miré confundido mientras caía derrumbando a Marilín. Por un momento, me había remontado hacia atrás –hacia la que entonces creí, con infantil optimismo, que sería La Mayor Humillación de mi Vida–, y el cuello de Marilín había comenzado a oler como el de la señora López Vázquez y me pareció que Rolo estaba todavía más fuera de lugar que yo, con esa escueta toalla a la cintura...
Fue bastante lógico que sintiera alguna confusión, porque en el casamiento de Elena había sido también Rolo, aunque convenientemente trajeado, quien, por orden de papá, irrumpió en lo mejor y tirándome de los pelos de la nuca liberó de mi peso a la señora López Vázquez.
La señora López Vázquez permaneció un buen rato chillando en el piso ante la atónita mirada del legendario doctor López Vázquez, quien ni siquiera acertó a palparle el vientre en busca de una posible apendicitis.
Fue entonces que formuló su famoso diagnóstico:
–¡Gordo de mierda!
Y papá no volvió a dirigirme la palabra.

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