domingo, 5 de diciembre de 2010

22. Una agresión injustificada

Entro en cybersex.com:
Daddy fucks babysitter. Mother joins them.
Un espectáculo muy edificante.

Me gustaría saber qué hicieron con el niño. O los niños. La historia no especifica de cuantos se trata. Y la chica puede ser tanto babysitter como bioquímica, mientras parezca puta. Lleva una falda escocesa muy corta y medias tres cuartos, que no se quita en toda la sesión, ni aun cuando “mother” se les une en la cocina.
Daddy ha depositado el culo de la babysitter sobre la mesa. Detrás se ve a mother que observa la escena. Acaba de regresar de la calle. Lleva traje sastre negro, sombrero tirolés haciendo juego y un prendedor dorado en la solapa. Trae una bolsa de compras, con paquetes envueltos como para regalo. Deja caer la bolsa: asombro. Luego mira por encima de los anteojos: interés.
Todo muy trivial hasta que se quita el traje sastre. No lleva ropa interior a excepción de un liguero negro que me arrastra hacia el borde del precipicio. En la siguiente imagen ya está junto a la mesa. Daddy, sorprendido in fraganti, parece decir “¡Oh!”. La babysitter finge temor. Mother separa a daddy de la chiquilina y se tiende sobre ella.
El culo de mother enmarcado en las tiritas traseras del liguero me provoca un vahído. Mi cabeza da vueltas. La babysitter está de espaldas en la mesa, con las piernas colgando. Mother sobre ella. Sus pies firmemente asentados en los zapatos de taco aguja. Daddy se introduce en mother por retaguardia y yo comienzo a caer. Me precipito en el abismo, girando en círculos. Por el retrovisor derecho veo a Johnny. Se ha vuelto hacia mí. Lleva el dedo índice a la sien y me mira inquisitivamente. Guardo mi pirulín aterciopelado y recobro la compostura, justo a tiempo. Salvides se asoma a la puerta de su despacho.
Cu cú. Cu cú.

Regresó Carola, muy maquillada y de anteojos oscuros. En evidente que su día femenino resultó atroz.
El chiste corre por la sección, entre risitas, y llega hasta Salvides por medio del hacker Esteban. Esteban entra a la computadora de Salvides con la familiaridad de quien recorre el living de su propia casa. El inspector se levanta de un salto y se asoma a la puerta del despacho.
–Cu cú –digo en falsete.
Salvides se vuelve hacia mí. Nuestras miradas se encuentran en mi retrovisor izquierdo, pero guarda silencio y regresa a su cueva.
También Carola permanece en su despacho, con el estómago destrozado por las aspirinas. Hubiera querido estar ahí cuando abrió los ojos y se encontró con el Hombre Araña.
¿Cuál habrá sido su reacción?
Ahora que lo pienso dejamos la Browning sobre el escritorio, junto al mouse.
Pobre Iraola.

Cada día me parezco más a mi madre.

Vive. Hablo de mi madre. De Iraola seguimos sin tener noticias. Posiblemente todavía yace en la alfombra de la oficial Quintana, con un agujero en la frente, un paro cardiaco o una horrible mutilación. No había contemplado antes esta posibilidad. De sólo pensarlo me vienen escalofríos. Y como un vahído.
–El efecto del ácido no puede durar más de unas horas –me comentó Johnny cuando Salvides atribuyó la ausencia de Carola a la histeria femenina. Luego recordamos el jugo de naranja. Tal vez eso explique por qué se reintegró recién el miércoles. Si es que ese fantasma maquillado que se arrastró hasta su despacho es la verdadera oficial Quintana. Y si en efecto se reintegró y no navega sin ayuda de la internet con los ojos perdidos en el racimo de dátiles.
Johnny no lo sabe con certeza pero sospecha que el abuso de alucinógenos puede dejar secuelas permanentes, como quedar atrapado en una pesadilla.
Igual que mamá.
Vive. Eso dicen los médicos. Cada tanto se acuerda de mí, informa Rolo sin que yo le pregunte.

No volví a ver a mi madre desde la mañana del sepelio de papá. A Elena sí, una vez. Me cerró la puerta en las narices, como quien dice. Después salió el bancario. El bancario había vuelto con Elena. Y ahora vivían en mi casa, con mi madre.
–¡Es mi madre! –le grité a la cara.
El bancario sonrió. Y levantó el brazo. Recién entonces vi el caño de plomo. Alcancé a mover la cabeza y me dio de lleno en el hombro.
–Hace tanto que quería sacarme el gusto... –suspiró.
Yo estaba en el suelo, rodeado de estrellitas multicolores. Después, un vecino me llevó al hospital.
–Rotura de clavícula –dictaminó el médico–. ¿Con qué se pegó?
–Yo no me pegué. ¿O se cree que estoy loco?
–Humm –dijo el médico.
Mi vecino reía.
–Esto no quedará así.
–No –dijo el médico–. Vamos a enyesarlo.
Convertido en un jugador de fútbol americano me presenté en la comisaría. Llevaba al vecino de testigo.
–Vengo a hacer una denuncia por lesiones –dije.
El escribiente levantó la cabeza de sus papeles y retrocedió.
–¿A quién le pegó?
–A me pegaron. Mi cuñado, con un caño de plomo.
Mi vecino lanzó una risita.
–¿Dónde?
–En el hombro ¿Dónde va a ser?
¿Dónde ocurrió? –dijo el policía apretando los dientes.
A mi lado, el vecino se había atragantado, pero igualmente sostuve la mirada del policía.
–En la puerta de mi casa. Él es testigo.
Los ojos del policía se despegaron de mala gana de los míos y se volvieron hacia mi sonriente vecino.
–¿Qué pasó?
–Salí a la calle y lo vi a Pirulo sentado en la vereda.
–¿Quién es Pirulo? –preguntó el policía.
Sentí que el calor trepaba por mi cuello en dirección a las mejillas.
Mi vecino arqueó el pulgar y lo apuntó hacia mí.
–Ah –dijo el policía con cara de “debí darme cuenta”.
A esa altura yo había comenzado a hamacar mi peso de una pierna a la otra. Y me picaba el hombro, debajo del yeso. Pero estaba decidido a consumar la venganza. Nemo me impune lacessit, nemo me impune lacessit, repetía para mis adentros. Lo había leído en un cuento muy edificante: el héroe que empareda al hijo de puta de su amigo Libermann. O Aníbal.
–¿Qué dice? –preguntó el policía.
–Nada –yo había perdido decididamente la compostura– Tarareaba una canción.
–Lo viene haciendo desde que salimos del hospital –aclaró mi vecino sin necesidad: nadie le había preguntado nada.
–A usted nadie le preguntó nada –protesté.
–¡Cállese! –escupió el policía–. Aquí el único que dice quien puede hablar y quien no, soy yo.
Todavía vivía en casa de Rolo y ni soñaba con llegar a ser un PCBC. Por poco hago valer mis derechos ciudadanos, pero había empezado a dolerme el hombro y me sentía muy desdichado. Guardé silencio.
–Dígame qué pasó.
–Cuando escuché los gritos salí a la calle y encontré a Pirulo sentado en la vereda.
–¿Qué gritos?
El vecino volvió a apuntarme con el pulgar.
–¿Por qué gritaba?
–¡Porque mi cuñado acababa de partirme la clavícula con un caño de plomo!
–¡A mi no me grite!
–¡Yo no le grito!
–¡Qué son esos gritos! –me desmintió el cabo Trieste, saliendo de la sala de guardia.
Durante años el cabo Trieste había dirigido el tránsito en Avenida La Plata y Vernet. Me reconoció al instante.
–Pirulo... –murmuró. Se volvió hacia el escribiente– ¿Por qué lo trajeron?
–A mí nadie me...
–Acá este señor –ese era mi vecino– lo encontró gritando en la vereda.
Mi vecino asintió. Trieste también.
–Borracho, seguro. O mariconeando con José María.
El escribiente retrocedió otro paso. Tenía los ojos muy abiertos. Había oído hablar de José María.
–Y ahora, volá –dijo Trieste–. Y agradecé que tu hermano es policía...
Luego se volvió hacia el escribiente.
–El único normal de la familia –dijo–. El viejo estaba en el Borda, la vieja con delirium tremens, la hermana es una puta. Todo por culpa de éste.
Mientras salía alcancé a escuchar al escribiente:
–¿Qué hizo?
No quise enterarme de la versión policial de la fiesta de casamiento de mi hermana y caminé hasta la casa de Rolo.

Entro a los Osos Mimosos de Boedo.
Hola, soy Trieste –escribo–. ¿Quién tiene una cosa durita toda para mí?”
Varios se ofrecen. Los cito en el bar Dos Avenidas, donde el cabo acostumbra tomar una copa al finalizar su turno de servicio.

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