miércoles, 11 de mayo de 2011

35. Una justa reivindicación

Noviolence.com
Es la página de un grupo de plateístas brasileros preocupados por la violencia. Pertenecen al Flamengo, Botafogo, Vasco de Gama y Corinthians. Predican paz y amor en las canchas.
Imagínense.
Una delegación de hippies en el delta del Mekong.
Pero obtienen adhesiones de diversas partes del mundo. Hay una sección Hechos y Fotos en la que es posible dejar un relato o una imagen de violencia en los estadios. Conté el traspié de Ernesto Sábato en el baño de la Bombonera. También acusé a Reiphnol y dejé su dirección electrónica.

A propósito: mi copiloto puede averiguar casi cualquier dirección electrónica. No sé cómo lo hace. Sus recursos parecen ser infinitos. Le pedí que investigara a Sábato. Aparece más de doscientas veces en la red, me informa. Y tiene una página Web. ¿Será el mismo? Por las dudas también ahí dejé un comentario sobre lo ocurrido en el baño.
Y envié un correo a Reiphnol: “Te espero en La filial del Chango Cárdenas, cagón”. Firmé “Ernesto Sábato”.

Me di cuenta que me estaba dejando llevar luego de entrar a los codazos en la filial del Chango. Los desafié a pelear el domingo en Brandsen y Necochea. También ahí dejé la dirección electrónica de Reiphnol. Y la de Sábato, claro.

Me desconecté y algo más sosegado se me ocurrió que podría organizar un movimiento en favor de la violencia. Le daba vueltas al asunto cuando sonó el teléfono.
Era Iraola.
Mi corazón se detuvo en seco.
–Hace dos horas que lo llamo y siempre da ocupado.
Le expliqué de mi proyecto. Entendió mal.
–Como para no violencias estamos –suspiró– Acá hay una crisis y usted pierde el tiempo en pendejadas.
–Desde que me dejó cesante, tiempo es lo único que me sobra.
–Lo pasado pisado –dijo Iraola– Ahora necesito verlo. Preséntese en la Brigada.
–No.
–Es una orden.
Yo había vuelto a ser un civil: el subcomisario no podía darme órdenes.
–Le aseguro que no se va arrepentir –dijo con el tono melifluo de un gato engañando a un ratoncito.
¿Qué no me iba a arrepentir? Si ponía un pie en el Departamento de Policía no volvería a salir por lo menos en veinte años. Sus compañeros no me perdonarían lo de Salvides, aunque, bien mirado, el asunto no era tan grave. Al fin de cuentas yo no había hecho nada malo. Y demostré mi inocencia.
Pero estaba lo de Aníbal, su voz en el contestador de Sara Libermann.
Lo primero que haría un investigador con dos gramos de cerebro sería escuchar la cinta. Lo segundo –temblé– sería abrir los archivos de la computadora. O en su defecto, enviarlos a la División Computación.
Iraola leía mi mente, aun a distancia.
–Me hablaron de Investigaciones –dijo.
–Ah.
–Querían saber si usted trabajaba acá.
Iraola hizo una pausa en cuyo transcurso mis glándulas enloquecieron segregando gonadotropinas, progesterona y hasta glucagón, en inmensas cantidades. Finalmente, el comisario se avino a responder a mi mudo interrogante.
–Les dije que sí.
Me subieron las palpitaciones. Sudaba frío.
–Por otra parte –prosiguió– me enviaron el cpu de un doctor Libermann. Su esposa murió en circunstancias poco claras. Me gustaría que usted lo revisara.
A esa altura el subcomisario me había convencido. Pero subsistía un problema.
–Es que el inspector Salvides..., usted sabe.
–Salvides murió.
–¿¡Murió!?
–¿Qué le pasa? Murió. Todos lo haremos alguna vez.
–Lo siento mucho –susurré.
–Tranquilícese. Usted no tuvo nada que ver. Salvides nunca vio esa estúpida página suya en Geocities. Murió al abrir un e mail.
–Eso es extraño, ¿verdad?
–No –dijo Iraola–. Tendría que ver el e mail. Fue la gota que rebalsó el vaso. Alguien se metía en su computadora, le alteraba los archivos y hasta le programaron un protector de pantalla que dice “Vigilante barriga picante”. Pero eso no es lo peor: un traficante holandés vive en un barco con una chancha que se llama Salvides.
Acoté que de esa gente fuera de la ley era posible esperar cualquier cosa, paro que jamás lo habría imaginado de Salvides.
Iraola no me prestó atención y prosiguió, desesperado:
–Tenemos un hacker infiltrado en nuestro sistema ¿comprende?
Repuse que, en efecto, comprendía la gravedad del problema, pero yo no podía hacer nada al respecto. Era un civil, sin contrato.
–Lo tengo sobre mi escritorio –dijo Iraola–. Todavía no cursé su renuncia a Personal.
¿Mi renuncia?
Inmune a la lógica, los hechos y el sentido común, Iraola prosiguió:
–Si descubre al hacker habrá un incremento de sueldo.
–Y una promoción –acoté rápidamente.
Guardó silencio. A nadie le gusta que lo extorsionen. Pero el asunto debía ser muy grave.
–Y una promoción... –suspiró antes de cortar.

Algo muy raro había ocurrido. El hacker que alteraba los archivos de Salvides era un inocente bromista –si lo sabría yo–. Por esas tonterías Iraola no se mostraría dispuesto a renovar mi contrato. Y prometer una promoción.
¡Una promoción! ¡Por fin sería un policía de verdad!
Me vi en uniforme de gala, con las doradas insignias de capitán.
El Capitán Deseo.

Demoré un poco en llegar a la Brigada debido a un brusco incremento de los niveles de testosterona

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