martes, 13 de julio de 2010

Advertencia del editor

Esta suerte de diario pertenece a un investigador civil –al menos así suele autodenominarse– contratado por la policía federal. Llegó a mis manos en el transcurso de una encuesta de Naciones Unidas sobre la intromisión de organismos estatales en las vidas privadas de los ciudadanos, pero fue recién con el hallazgo de este diario que pudimos comprobar hasta dónde eran capaces de llegar los detectives argentinos en tren de meter las narices donde no deben. Literalmente, a Japón.
Para obtenerlo, fue necesaria una orden directa del entonces secretario general de Naciones Unidas, el honorable Dr. Kofi Atta Annan, pero aun así resultó arduo vencer la resistencia del comisario mayor, actualmente retirado, Esteban Sagasti, que se evidenciaba en infantiles trampitas, dilaciones absurdas, llamadas telefónicas a las cuatro de la mañana, mensajes amenazantes en mi correo electrónico y la extemporánea visita de un médico de aspecto atormentado que me expidió –“a pedido de un amigo”– un certificado de enfermedad por tres días para ser presentado ante la Asamblea General, que en ningún momento yo había solicitado.
El comisario Sagasti era, sin duda, un hombre muy raro, al que si costaba imaginar policía, era ciertamente extravagante concebirlo dirigiendo esa severa institución. De todos modos, no corresponde hablar de él, ni de ninguna otra persona que pudiera llegar a entablarnos una demanda.
Por ese y otros motivos –que al fin de cuentas también uno tiene que comer– dudé mucho antes de revelar el contenido del misterioso cuaderno Laprida tapa dura, forrado con papel araña azul, que tan celosamente Sagasti guardaba en la caja fuerte de su despacho. Si ahora lo doy a conocer es en la creencia de que ha transcurrido ya bastante tiempo desde que tuvieran lugar los incidentes que aquí se narran y seguro de que su conocimiento será de gran utilidad pública.
Lo que aquí se reproduce es una transcripción casi textual del contenido del cuaderno, habiéndome limitado a expurgar insultos y palabrotas fuera de lugar, contexto y sin destinatarios precisos, que surgen inopinadamente en medio de una oración con la que, por otra parte, no se relacionan en lo más mínimo.
Tampoco “actualicé” términos informáticos ni procedimientos de navegación, que hoy seguramente sonarán obsoletos. Ocurre que el cuaderno fue escrito en épocas previas a la banda ancha, y en tren de verosimilitud, en todo cuanto no agravie gratuitamente a alguna persona, corresponde conservar la redacción original. En todo caso, será de utilidad para que se compruebe que existía vida en el planeta Tierra antes de la invención de la banda ancha.
No he eliminado ni alterado ningún nombre propio; mucho menos el del autor, a quien no he podido identificar y en consecuencia permanece en un anonimato que no correspondería llamar absoluto, pues desde un primer momento nos ha revelado tanto su apodo familiar como su alias más usado.
Tampoco ha sido posible identificar al misterioso Dr. Mínimo al que fue dedicado el diario. Aunque cabe sospechar que se trate de un especialista en enfermedades mentales o acaso en alteraciones endocrinológicas, sólo podemos estar seguros de que no se refiere, definitivamente, al malogrado filósofo, psiquiatra y pensador Samuel Libermann, quien, como es de público conocimiento ha sido recluido por orden judicial en una casa de salud especializada en adicciones.

Teodoro Boot

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