sábado, 17 de julio de 2010

2. La creación de la Brigada Internet

Ilícito en activeworlds.com: sorprendí a seis usuarios cocinando una torta con cannabis. No me pareció que entrar preguntando la hora daría resultados positivos. Escuché en silencio y tomé nota.
En la jerga de Salvides “tomar nota” equivale a guardar la información en el disco rígido.
El chef era un tal Bob. Y, como Salvides, resultó un imbécil.

Rolo no es el único policía que va armado. También la oficial Quintana lleva un arma. En su cartera, junto a un revoltijo de cosméticos y disquetes. Y en muy pocas ocasiones viste uniforme. Es una pena.
¿Sabían que la chaqueta del uniforme de la policía femenina fue diseñada para realzar el busto? Lo juro.
Hay algo raro, definitivamente erótico en ese uniforme. Y no concierne sólo la chaqueta, sino al conjunto, comenzando por las medias, de nailon azul.
Me gustaría saber si son enterizas, hasta la cintura o si la oficial Quintana usa liguero. Lo imagino también azul.
Desde ya, la página web de la institución no dice nada al respecto. La hacemos acá, en la Brigada, como “tarea pasiva”. Pero la fiscaliza Salvides. Y después el subcomisario Iraola. Y así sucesivamente, hasta llegar al Jefe.
En la policía hay jefaturas casi para cualquier cosa, pero un único Jefe.
Iraola también es jefe, pero en minúsculas, de la División Computación, un destino rutinario, casi diría que insoportablemente aburrido para un tipo como él. Pero cuando le destrozaron la rodilla derecha de un escopetazo la opción era clara: computación o retiro.
Es un chiste.

Iraola cojea de la pierna derecha y hace bromas de doble sentido al respecto. En especial con los nuevos. Y con las chicas. Las chicas fingen sonrojarse, echan una risita y se tapan la boca, pero todas piensan que Iraola es un pelotudo.
Así es la juventud. Cruel.
Todos los integrantes de la Brigada son jóvenes, casi adolescentes. Excepto yo. Y Salvides, que anda por los treinta. Le llevo más de cinco años, pero debo tratarlo como si fuera mi padre.
–¡Soy su superior! –brama Salvides cuando lo mando a paseo.
–Mi jefe –corrijo.
Salvides no entiende de sutilezas. Y queda conforme.
Llegó a jefe de Brigada por obra de un milagro escalafonario. No está a la altura de las circunstancias y la mayoría de las veces se muestra ansioso y confundido. Su presencia resulta frustrante para el subcomisario Iraola. La Brigada es Su Creación, y a veces el subcomisario se da una vuelta por nuestro piso y se sienta frente a una de las computadoras, “para desentumecer las tabas”, dice. Y navega un par de horas.
Iraola añora el trabajo investigativo y odia que una estúpida reglamentación interna lo haya condenado a pasar su carrera detrás de un escritorio de burócrata. Era un buen detective. En la División, los demás se alzan de hombros –ignoran todo cuanto se refiera a la vida anterior de Iraola– pero mi hermano Rolo, el único policía de verdad con quien tengo algún trato, acepta –de mala gana– que en sus buenos tiempos el subcomisario resolvió un par de casos.
Cuando viene de visita, Iraola ocupa la computadora contigua a la mía. Podría decirse que en ese momento somos compañeros de patrulla. Conversamos. Hay mucho tiempo para eso: hasta en aquellas ocasiones en que uno se encuentra bien encaminado, detrás de una pista, hay que esperar que bajen las imágenes. No saben lo tedioso que resulta. Entonces matamos el tiempo, conversando con el compañero. Con el partner, para que se entienda.
Suena pretencioso de mi parte llamar así al jefe de la División Computación, pero el subcomisario y yo tenemos una relación especial. La Brigada será Su Creación, pero antes fue Mi Idea.
Surgió como lo hacen las cosas verdaderamente importantes: por obra de la casualidad. O la desesperación.

Me habían dado ciento veinte discos para decodificar y clasificar, cada uno con seiscientos cincuenta millones de caracteres. Calculé que a razón de ocho horas diarias durante doscientos cuarenta días al año demoraría aproximadamente siete años en finalizar la tarea.
Imagínense.
Presenté una queja.
–Es nuestra misión –dijo el inspector Gutiérrez, en aquel entonces mi jefe inmediato. Como no podía ser de otra manera, su cociente intelectual era apenas más alto que el de una gallina de Guinea. Ocultaba su ineptitud detrás de los galones.
–¡Sepan que estos huevos fritos –Gutiérrez se golpeaba las charreteras donde brillaban, impecables, sus flamantes insignias– no me los cagaron las palomas!
Un tipo muy extraño, con un sentido distorsionado de la realidad.
Ese día se apiadó de mí: compartía mi indignación.
–Comparto su indignación –dijo–. Pero no se queje: los discos para decodificar no son ciento veinte, sino mil seiscientos treinta y dos. Todos aquí –eso era la sección– vamos a pasar los próximos siete años abocados día y noche a esa locura.
Y, con ánimo francamente suicida, agregó:
–Por culpa del boludo de Iraola.
Lo de “francamente suicida” viene a cuento porque el subcomisario estaba a menos de dos metros, a las espaldas de Gutiérrez. No le avisé –en realidad Gutiérrez nunca me había caído simpático– y jamás me lo perdonó.
Ahora rumia su inquina en una delegación patagónica.

Gutiérrez tenía algo de razón. En sus orígenes, la División Computación había sido planeada para informatizar el pago de salarios. Fíjense la importancia estratégica que le asignaba Jefatura que al momento de mi ingreso la mayor parte de mis compañeros de tareas eran sordomudos.
Ver para creer.
Era el fruto de un Convenio Altruista, parte de la campaña de imagen ideada por el nuevo Jefe. En el conmutador, por ejemplo, trabajaban un par de ciegos. Todos eran muy eficientes pero constituían para Iraola un recordatorio constante de su propia discapacidad.
Decidió hacer algo al respecto. Y, de paso, ampliar su horizonte escalafonario. No éramos propiamente una división sino una brigada, aunque el resto del cuerpo policial nos conocía como “El cotolengo”.
Iraola presentó un proyecto asegurando que podríamos hacernos cargo de realizar pericias informáticas, lo que vino como anillo al dedo a la campaña publicitaria del Jefe, empeñado hasta la demencia en mejorar su imagen. Y deslumbró a los miembros del Poder Judicial, gente muy impresionable por naturaleza.
Se aumentaron los recursos de personal y las partidas presupuestarias. Y el subcomisario Iraola logró ser, por fin, jefe de una división.
Hacía poco de esto y al momento de sorprender a Gutiérrez el subcomisario recorría ansioso los sectores de trabajo levantando la moral de la tropa con arengas sobre la alta responsabilidad informática que nos cabía en la lucha contra el delito.
Una vez que liquidó a Gutiérrez me llamó a su despacho. Conmigo sería una cosita fácil: mi único vínculo con la institución era un endeble contrato. Un garabato de Iraola y estaría en la calle. Peor que eso: de nuevo en casa de Rolo.
–¿Por qué piensa –preguntó con suavidad el subcomisario, enfrentando las puntas de los dedos sobre el escritorio– que Nuestra Misión es una pérdida de tiempo?
En ese instante comprendí que me encontraba en poder de un sádico cuyo mayor placer consistiría en ablandarme a golpes, arrancarme las uñas y reventar mis esquivos testículos en vez de despacharme limpiamente, de un tiro en la nuca, como haría cualquier ejecutivo de una corporación civilizada. Iraola planeaba hacerme sufrir, obligarme a reptar como un gusano rogando piedad. Lo vi en sus ojos.
Pero me había dado un pie.
–Jamás cruzó semejante idea por mi cabeza, señor subcomisario. Fui malinterpretado por el inspector Gutiérrez.
Iraola sonrió de costado, al borde mismo del orgasmo.
–¿Ah, sí?
–Sí. Creo, por el contrario, que no se da a esta División la importancia estratégica que merece ni se le permite desarrollar todo su potencial por culpa de un cúmulo de obligaciones burocráticas.
Iraola ya no sonreía.
–Prosiga.
–Tendríamos que hacer una página Web.
Si hubiera dicho Abracadabra el resultado no habría sido más extraordinario.
Iraola comenzó por fruncir el ceño: no había entendido ni jota. Rápidamente, antes de que fuera demasiado tarde, lo ilustré someramente acerca de internet. Y fuimos a un cibercafé. Sus ojos brillaban. Más tarde comprendí que su imaginación iba mucho más allá de donde yo me habría atrevido a llegar.
El Jefe con mayúsculas escuchó entusiasmado la idea de Iraola: que la Policía Federal tuviera una página Web era el colmo de la modernidad. Y se vio moralmente obligado a aceptar la segunda propuesta, a la que, erróneamente, calificó de complementaria. Al fin de cuentas, el subcomisario le estaba dando, respecto a su campaña de imagen, muchas más satisfacciones que la agencia de publicidad que el Jefe pagaba con fondos reservados del Ministerio de Interior.
Me tocó dar forma definitiva al proyecto. Y hacer la primera página Web: “Al servicio de la comunidad”. Es el eslogan institucional, antiguo para mi gusto. Y muy poco original: cualquiera puede usarlo, desde una compañía de desinfección hasta un fabricante de cepillos de dientes. Yo hubiera preferido algo con más impacto. “Usted no está seguro hasta que nosotros llegamos”. “El crimen tiene los días contados”. “Vas a cantar antes que en el Conservatorio”, “Donde ponemos el ojo ponemos la bala”. O un simple, pero efectivo y subliminal “En menos que canta un gallo”.
Pero soy un PCBC, el penúltimo escalón de la escala biológica, apenas por encima del resto de los mortales, los PCBV, Personal Civil Bajo Vigilancia.

La primera página Web fue un éxito. Hubo notas en los diarios y hasta salimos en televisión.
Salimos.
Iraola, el Jefe y yo. El Jefe robaba cámara, porque era El Jefe. Además, vestía uniforme de gala. La cabeza en forma de sandía del subcomisario Iraola asomaba sonriente detrás de la charretera derecha del Jefe.
Yo aparecí en un par de tomas. Hasta que el camarógrafo apartó su rostro del visor, levantó la cabeza y dijo:
–Che, que alguien corra a ese gordo de ahí.

Al cabo de cinco semanas habíamos completado la segunda parte del proyecto. Hicimos un modesto vino de honor al que también asistió el Jefe, esta vez sin uniforme de gala. Fue una ceremonia discreta, celebrada en la intimidad.
El subcomisario Iraola dijo unas palabras y el Jefe cortó la cinta azul y blanca que cruzaba la puerta del salón donde una docena de modernas VGA mostraban el logotipo de la Policía Federal.
Todos aplaudimos: la Brigada Internet había entrado en operaciones.

–Nosotros –suele decirme el subcomisario cuando operamos como compañeros de patrulla– somos, hoy por hoy, los únicos policías que realizamos una tarea verdaderamente detectivesca, investigativa. Todos los demás trabajan sobre la base de informantes. Por eso tantos casos quedan sin resolver.

1 comentario:

  1. Vergüenza debería tener. Ya sabrían lo que es bueno si el legendario comisario Requena no estuviera incontinente y en silla de ruedas.
    Brigada Iternet! Ya les voy a dar, ácratas irrespetuosos.

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