martes, 13 de julio de 2010

1. ¡Hola! Soy Tito. ¿Qué hora es ahí?

Al inolvidable doctor Mínimo



Reúno todas las condiciones requeridas a un oficial: audacia, intuición, capacidad deductiva, sangre fría, aceptable dominio del inglés, amplios conocimientos en computación. Pero jamás podré pasar de patrullero: soy un PCBC.
Personal Civil Bajo Contrato, la casta más baja de la Policía Federal.
El subcomisario Iraola dijo que todavía estaba en edad de convertirme en efectivo, pero era imprescindible que bajara de peso.
–Tenés que hacer régimen. Y mucho ejercicio.
Asentí en agradecido silencio. Nunca estuve muy seguro de que la explicación familiar fuera la más conveniente: “Pirulo no es gordo, tiene un trastorno glandular”.
Me hacía sentir un mutante, un error de la naturaleza.

Todos parecían creerlo así. No los culpo. Cualquiera que observara a nuestro esbelto grupo familiar posando para una foto hubiera pensado en mí como en una mascota de otra especie.
El dinosaurio de los Picapiedras.

Lo peor eran las precisiones. “Sufre de la tiroides”, “La hipófisis le nació perezosa”, “No le bajaron los testículos”.
Esta última despertaba increíbles fantasías en las visitas, y no faltaba el audaz que pretendiera verificarlo. A veces –no siempre, porque no era amante de exhibir la vergüenza familiar en público– mi madre me hacía bajar los pantalones.
“¡Pobrecito...! ”
Sospecho que todo estuvo siempre en su lugar, pero lo confirmé recién en la adolescencia, gracias al doctor López Vázquez. Hasta entonces, me había regodeado en la cómoda posición de monstruo; no me sentía responsable de nada. Pero el doctor López Vázquez dio su diagnóstico definitivo: “Es un gordo de mierda”
No era dietista. Era el esposo de la señora López Vázquez.

“¡Hola! Soy Tito. ¿Me pueden decir qué hora es ahí????”
Así comienzo mis sesiones de chateo. A pesar de su obviedad, consultar la hora sigue siendo una fórmula infalible para establecer un primer contacto con un desconocido. También podría solicitar información sobre el estado del tiempo. Muchos lo hacen, y más de una vez consideré la posibilidad de que se trate de colegas buscando entrar en una conversación sin despertar sospechas. Pero imaginar que me acerco a un extraño para preguntarle si llueve me hace sentir ridículo, por lo que sigo confiando en la vieja fórmula de consultar la hora, en la Estrategia de la Aproximación Indirecta.
El general Liddlehard escribió un tratado al respecto, pero aplicado a la guerra. Se llama Estrategia de la Aproximación Indirecta. Pueden encontrarlo en numerosos catálogos de la internet.
El inspector Salvides tiene un ejemplar en su despacho. Y lo consulta con frecuencia.
El tratado de Liddlehard es casi el manual de operaciones de la Brigada, aunque Salvides está trabajando en el tema. Planea superar a su maestro.
De todos modos, el concepto central será básicamente el mismo: no es conveniente ir en forma frontal sobre un sospechoso, como si estuviéramos en una comisaría.
Surge del más elemental sentido común, pero Salvides no se cansa de repetirlo. Es que no ha hecho toda su carrera en la División Computación. Y durante varios años prestó servicio en la Guardia de Infantería.
Como lo oyen.
Cada vez que detectamos un ilícito en internet el inspector se sale de la vaina por ponerle una mano encima a los delincuentes. Entonces se encierra en su despacho. Y relee a Liddlehard.

Fuera de Salvides y la oficial Quintana –efectivos regulares de la Policía Federal– todos los demás integrantes de la Brigada pertenecemos al PCBC, aunque estamos sujetos al mismo régimen que un policía corriente. Si nos place, hasta podemos llevar un arma, pero no obligadamente.
Por si no lo saben, todos los policías deben llevar un arma, aun cuando no se encuentren de servicio. Lo dice la ley. Es una aberración de la cual están exentas las demás profesiones, en especial aquellas no sujetas a la excentricidad parlamentaria. Un plomero, por ejemplo, no pasea los domingos con su mujer, sus hijos, y una terraja. Si bien las cañerías suelen romperse en el momento más inesperado, los plomeros son personas sensatas, capaces de pensar que siempre habrá un colega de servicio para hacerse cargo de la emergencia.
Ni siquiera los médicos se creen en la obligación de comportarse como eternos ángeles de la guarda. Y muchos, al salir de vacaciones, quitan de sus autos la cruz verde con que se los identifica, entre otras cosas, para disculparles las infracciones de tránsito.

En una ocasión, histórica de por sí, papá nos había llevado de vacaciones a las sierras de Córdoba. Había en el hotel otro turista con quien mi padre, un tipo muy entrometido –calculo que de ahí le vino a mi hermano Rolo su temprana vocación de policía, pero de policía de verdad– trabó relación casi instantáneamente.
Tomaban mate por las tardes, al regreso de la excursión. Mi padre también lo convidaba con salame casero, comprado quién sabe dónde. Esa era una especialidad suya: comprar cosas raras en sitios que pasaban desapercibidos para la mayoría. La otra, inmiscuirse en los asuntos ajenos.
Lo primero que hizo fue preguntar a su nuevo amigo dónde trabajaba.
–Cajero de un banco en Cabildo y Lacroze –repuso éste.
No crean que mi padre se conformaría con tan poco, pero el interrogatorio no siguió mucho más allá porque no sabía nada de bancos y jamás en su vida había pasado cerca de Cabildo y Lacroze. Salía de Boedo únicamente para dirigirse al trabajo. Este era un asunto que en ese entonces nos avergonzaba mucho a todos: papá era empleado administrativo en el neurosiquiátrico Borda.
No vale la pena demorarme en las estúpidas bromas de mis amigos. De todos modos yo ya tenía bastante conmigo como para sentir alguna vergüenza por el trabajo de papá.
De Boedo a Barracas y de Barracas a Boedo. Si de mi padre dependía, Buenos Aires podría haber tenido cincuenta mil habitantes. Esto, y su absoluta ignorancia sobre los asuntos bancarios, sirvió para que dejara en paz a su nuevo amigo. De hecho, resultaba casi agradable y el hombre no lo rehuía tanto como las demás personas que habían tenido la mala ocurrencia de cruzar con él unas palabras. Fíjense que para el desayuno, el bancario y su familia se sentaban en una mesa cercana a la nuestra.
Como lo oyen.
Ocurrió justamente durante el desayuno: de pronto, mi hermana Elena da un grito, deja caer la taza de café con leche, se dobla en dos y se desploma sin conocimiento.
Antes de que cualquiera de nosotros alcanzara a reaccionar, el bancario había desprendido el pantalón de mi hermana y le palpaba el vientre con manos expertas. Por un momento, pensé que se disponía a violarla en medio del comedor del hotel, delante de la mirada azorada de mi entero grupo familiar.
–Rápido, llamen al hospital –dijo el hombre, muy seguro de sí–. Tiene una apendicitis aguda.
Luego habló con el residente de guardia, le explicó los síntomas y dio algunas instrucciones. A los pocos minutos llegó la ambulancia y en menos de dos horas Elena salía sana y salva de la mesa de operaciones.
–Había sido médico... –repetía mi boquiabierto padre. Después elaboró una teoría. A su modo de ver lo que había impulsado al doctor López Vázquez a quitar la cruz de su automóvil y fingirse un simple empleado bancario era la modestia.
Pamplinas.
Si mi padre se hubiera enterado de la verdadera profesión del doctor López Vázquez habríamos acudido día y noche a consultarle pequeños síntomas, jamás lo suficientemente serios como para motivar un examen de rutina, pero al menos yo habría sabido, tal vez a tiempo, que mis testículos estaban en su lugar.

Llegado el caso –la Situación de Emergencia, como quien dice– el doctor López Vázquez se hizo cargo de ella, salvando a mi hermana de complicaciones mayores. Pero no la operó.
Si una ley del Congreso obligara a todos los médicos a llevar permanentemente un bisturí en el bolsillo el asunto hubiera terminado en una carnicería.
Eso es lo que ocurre con la policía.
Sin ir más lejos, mi hermano Rolo se desprende de su Browning 9 mm únicamente para calzarse una Beretta 6.35, más chata y pequeña. Y ya participó en varios tiroteos, todos fuera del horario de servicio. El primero tuvo lugar cuando tres papanatas subieron a un colectivo en horario pico para robar a los pasajeros. En un rapto de lucidez mi hermano calculó que el lugar resultaría inadecuado para proceder.
–Alguien podría terminar herido –dijo que pensó.
Fue una de las pocas ocasiones en que llegó a construir un razonamiento casi normal.
Lo normal hubiera sido: si tres papanatas y un policía descontrolado se tirotean dentro de un colectivo repleto, alguien seguramente saldrá herido.
Sin embargo, aunque con defectos, mi hermano había hecho, por fin, una reflexión. Pero recordó que llevaba la Browning, su arma reglamentaria, propiedad del Estado. Usted puede extraviar casi cualquier cosa del Estado, menos sus armas. Eso desemboca inevitablemente en un Sumario Administrativo.
Se imaginan que los delincuentes no iban a dejar a mi hermano en poder de su arma reglamentaria. Un Sumario Administrativo significa bien poco para quien se pasa el día violando el Código Penal.
Así que Rolo se puso de pie en el atestado colectivo, sacó la Browning y dijo: “¡Policía!”.
Ver para creer.

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