martes, 28 de junio de 2011

39. Las pruebas de la infamia

Pericia informática del cpu del sospechoso Cahttp://www.blogger.com/img/blank.gifrlos Libermann
Carátula de la causa: Muerte dudosa.


Llené el formulario y conecté el cpu a los accesorios del inspector Salvides. Iraola, sentado a mi lado, seguía mis movimientos con ansiedad.
Lo había convencido de realizar juntos la pericia con un argumento de peso: el suicidio –insistí en todo momento en llamarlo así– de Sara Libermann debía estar íntimamente relacionado con el sabotaje a los archivos de Documentación Personal y el creciente desbarajuste en las computadoras de la Brigada.
No veía el momento de abrir la carpeta de Mensajes Recibidos. Pero no había razón para mostrar apuro. Comencé a revisar los programas y los archivos, en orden alfabético. El archivo Noticias Internet era uno de los últimos.
–Vamos, vamos –me urgía Iraola.
Yo estaba en Accesorios. Seguía en orden y metódicamente de acuerdo a las instrucciones de Procedimiento redactadas por el propio Iraola.
–Debemos revisar todo –dije.
Iraola bufó.
–Después lo haremos tal como lo estipula el reglamento. Pero ahora enfoquemos la búsqueda en forma más focalizada.
–No entiendo.
–Sabemos que Libermann puede ser nuestro hacker –dijo Iraola.
Suspiré.
–¿Qué sugiere?
–Abra Noticias Internet.
¡Bravo!
Abrí la carpeta. Revisé la lista.http://www.blogger.com/img/blank.gif
–Hay varios documentos de imagen –dije.
–Ábralos –ordenó Iraola.
–¿Por orden alfabético o tiene alguna corazonada?
Mi tono había sido burlón, pero Iraola no acusó recibo.
–Por orden alfabético.
Era sencillo: “Carol01”, “Carol02”, y así. Para cuando abrí “Carol25” el subcomisario tenía la patética expresión de un chimpancé presenciando un lanzamiento espacial en Cabo Kennedy.
–¿Qué es esto?
–La oficial Quintana –dije.
Siguió atontado mi búsqueda en el archivo de correo. Varias de las imágenes habían sido enviadas desde la Brigada y otras desde la computadora particular de la propia oficial Quintana. Yo ya lo sabía, ustedes lo sabían, pero Iraola tuvo una crisis.

–¿Qué pasa en Computación? –preguntó el médico de guardia en la enfermería.
Me alcé de hombros.
–Una crisis endocrinológica.
–Exceso de trabajo –se apresuró a corregir Johnny.
Los ojos del médico seguían posados en mí. Se sentía atraído. Estimé que su interés sería estrictamente clínico, aunque uno nunca puede sentirse seguro de nada. Al fin se volvió hacia Iraola, tendido en una camilla.
–Hay que controlar esa presión –dijo el doctor–. Puede tener consecuencias.
–Un ACV –acoté.
–¿Usted es médico?
–No –repuse con mi sonrisa angelical–. Pero soy amigo del doctor Hermosilla. ¿Lo conoce?
Johnny intervino nuevamente.
–¿El subcomisario se encuentra bien?
El médico volvió a sentir dolor al apartar sus ojos de los míos.
–Le di un sedante.
–¡No puede hacer eso! –protesté–. ¡Estamos en medio de un caso crucial! ¡Una investigación de primera magnitud!
–Pues ya lo hice. Y ahora retírese, por favor.
–Debo hablar con el subcomisario, a solas.
–Sí, sí– dijo Iraola desde la camilla.
El médico nos dio dos minutos y salió junto con Johnny.
–Tenemos que revisar los archivos de la oficial Quintana –susurré–. Y esta es una magnífica oportunidad de hacerlo en forma extraoficial. Imagínese las consecuencias si el caso acaba en Investigaciones ¡O en Delitos Complejos!
En rostro del subcomisario asomó una mueca de horror.http://www.blogger.com/img/blank.gif
–Es ahora o nunca –agregué.
Por si no lo saben, Carola permanecía internada en observación. Era posible escuchar sus desvaríos en el cuarto vecino.
–Proceda– dijo Iraola.
–De ningún modo. O usted viene conmigo o yo no muevo un dedo.
Lo ayudé a incorporarse. Sus dificultades derivaban más de su rótula estropeada que del mareo. Le alcancé el bastón y el subcomisario pudo caminar aceptablemente. El médico conversaba con Johnny.
–¿Qué hace, imbécil?
Su tono no me gustó. Apoyé las manos en sus mejillas. Su boca se abrió como una flor. Le di un beso.
–Enseguida vuelvo por vos, corazón. No te pongás celoso.
Cuando salimos de la enfermería el médico se refregaba la trompa y escupía como un cerdo. Qué asco.

Iraola soportó la experiencia en forma bastante aceptable, habida cuenta el contenido de los archivos de Carola. Johnny se había incorporado de hecho al equipo, lo que resultaba muy conveniente. Las cosas no quedarían entre Iraola y yo: ahora había un testigo.
Me dio risa, pero pude sobreponerme.
–¡No puede ser! –exclamé.
–¡Oh! –me siguió el juego Johnny.
Iraola ya ni tenía ánimos para levantarse de la silla. Lo tomé de un brazo y lo llevé frente a la pantalla.
–Mire.
El subcomisario no pareció muy impresionado porque el tipo colgado del arnés dejara azotar su culo por la mujer vestida de Batman: había visto cosas peores en Bizarre Sex.
–¡Es mi hermano!
Iraola despertó.
–Puedo reconocer ese culo en un millón –exageré–. Es el de mi hermano.
Iraola sacudía la cabeza. Si el Clint Eastwood de la Policía Federal era capaz de semejante descarrío ¿qué podía esperarse del personal femenino? Por un momento todos llegamos a pensar que el comportamiento de Carola estaba dentro de los parámetros reglamentarios establecidos por Superioridad. El subcomisario, al menos, así comenzaba a creerlo.
–Al fin de cuentas –suspiró– lo de la oficial Quintana no es antinatural.
Eso era porque no había visto todas las fotos. Pero no perdí tiempo mostrándoselas. Tampoco hubiera servido de mucho. Luego del estupor inicial me pareció que Iraola había comenzado a sentir una creciente excitación ante cada nueva pose de Carola. Yo tenía el antídoto infalible para cualquier perdón. Archivo: Patrulla. Le había introducido algunas pequeñas modificaciones.
Lo abrí.

“El subcomisario Iraola cojea de la pierna derecha y hace bromas de doble sentido al respecto. En especial con los nuevos. Y con las chicas. Las chicas fingen sonrojarse, echan una risita y se tapan la boca, pero todos pensamos que Iraola es un pelotudo”.

–¡Pero que hija de puta! –exclamó Iraola.
–Muy fuerte –dije.
–Tremendo –acotó Johnny.
Pudimos soltar la carcajada recién dos horas más tarde. Y festejamos en un restaurante español, con mariscos. Y demasiado vino, me temo.

El doctor Hermosilla sigue sin responder mis llamadas.

viernes, 27 de mayo de 2011

37. De nuevo en operaciones

Paranoia.comhttp://www.blogger.com/img/blank.gif
Guía Mundial del Sexo.
Ron envía noticias de Río de Janeiro. Informe muy exhaustivo sobre dónde conseguir compañía femenina. Y cuándo. Durante el día recomienda la playa de Copacabana, frente al Río Othon Hotel.

“Es fácil identificar a las putas, dice Ron, son las que andan en topless. De surgirnos alguna duda, añade, conviene preguntar a Paulo. Es un vendedor de caipirinha. Tiene en la playa un puesto con techo de lona azul”.

Tomo nota para la policía carioca: Paulo, sospechoso de proxenetismo. Cantina precaria frente al Río Othon Hotel.

Una cita rápida en tu propio hotel– continúa Ron– te costará entre 50 y 100 dólares”.

Acto seguido advierte:

“Los hoteles de cinco estrellas no permiten el ingreso de putas a las habitaciones de los huéspedes. Te aconsejo buscar alojamiento en uno de menor categoría”.

Gracias por el dato.


Salgo de la Guía Mundial del Sexo y mientras avanzo al garete por el océano informático me pregunto qué pudo haber pasado por la cabeza de Iraola cuando vio al Hombre Araña en la pantalla de Salvides. El traje le resultó familiar, sin dudahttp://www.blogger.com/img/blank.gif. Probablemente hasta lo conserva para colocárselo durante las sesiones de hard sex con Carola. El Hombre Araña y su perversa barragana. Una fantasía muy estimulante.
Me sube la testosterona.
Veo a Johnny en el retrovisor derecho. ¡Estoy en la brigada! Me cubro el pirulín con una revista y trato de pensar en otra cosa.
Necesito recuperar el traje de Hombre Araña.

Los detectives de Investigaciones estaban sorprendidos de mi presentación espontánea. Creo que los desarmó. Al fin y al cabo yo era un colega. Prácticamente compartíamos el mismo techo. Fíjense que me bastó bajar un piso por las escaleras para tocar a su puerta. Fui en mangas de camisa, para que les quedara claro, de entrada. Me invitaron con café. Y me hicieron escuchar la voz de Aníbal en el contestador telefónico.
–El doctor Libermann dice que Pirulo es usted.
Me sonrojé.
–Así me llamaban de chico, pero ya no uso ese apodo. No me gusta mucho, ¿sabe?
El detective asintió, sorprendentemente comprensivo. Era un pelirrojo casi tan alto como yo, pero muy flaco. Parecía absorto, desconcertado por la sinrazón del mundo. Lo estudié, buscando un atisbo de burla en su expresión. No la había. Me invadió una gran paz. Estaba calmo, sin palpitaciones ni ardores. La hipófisis funcionaba con normalidad, en ralenti.
Hablamos de Aníbal. Le expliqué que llevaba diez años sin verlo. De todos modos había sido mi amigo de la infancia y me resultaba imposible hacer una apreciación objetiva. Pero podían preguntar a Rolo.
La mejilla del detective se estremeció ligeramente. Si su desconsuelo se originaba en la absoluta carencia de lógica del comportamiento humano, calculé que los tipos como Rolo debían abrumarlo.
Luego de la mención de mi hermano, el detective se volvió todavía más desganado. Y el interrogatorio fue languideciendo hasta que su compañero, que se había mantenido en silencio, preguntó:
–¿Usted mató a su padre?
Le sostuve la mirada. Seguramente no había hecho su carrera en Investigaciones y acababa de ser transferido desde el cuerpo de montados.
–Pregúntele a mi hermano –Me puse de pie–. Si no tienen ninguna otra consulta que hacerme, vuelvo al trabajo. Estoy arriba –añadí–, en la División Computación.
Había sido una jugada audaz, pero sentí que no corría riesgos de que alguno de los dos se atreviera a hacer a Rolo semejante pregunta.

Pasé por el baño, me mojé la cara y volví a la Brigada. El subcomisario era carcomido por un arrebato de ansiedad.
–¿Averiguó algo?
Reproduje, lo más textualmente que me fue posible, el mensaje de Aníbal, reemplazando “Pirulo” por mi propio nombre. Me pareció que el apodo distraería su atención. También obvié, por inconducente, mencionar el enojoso episodio con la señora López Vázquez.
Al escuchar lo de mi padre Iraola hizo una mueca de disgusto, y tuvo la cortesía de evitar cualquier comentario respecto al calificativo de “monstruo” que me endilgaba Aníbal. Era un buen investigador y se dirigía al meollo del asunto. Yo ya me había preparado para su pregunta.
–¿Por qué Lequerica diría que usted es peligroso?
Me alcé de hombros
–Tal vez porque soy un policía. Bajo contrato –agregué rápidamente.
El subcomisario hizo un gesto vago.
–Usted ya es uno más de los nuestros.
Me subió peligrosamente la testosterona.
–Seguramente –dije– planeaban un ilícito.
Iraola golpeó el escritorio con la palma de la mano.
–¡Los archivos!
Yo iba a sugerir que preparaban la muerte de Sara, pero me pareció adecuado dejar que el subcomisario pensara en los seis millones trescientos veinticinco mil setecientos veintiocho pasaportes.

Vuelvo a mi patrulla.
En la Guía Mundial del Sexo, Ron me informa sobre algunos lugares de ligue en Río de Janeiro.

La discoteque Help es lo máximo –dice–. Puedes estar realmente seguro de que cada chica brasilera dentro está vendiendo su gatito, incluso aquellas que parecen más recatadas. Muchas veces resultan la mejor elección. Ninguna chica carioca que se preocupe por su reputación acudiría a Help, pero esta no debería ser una razón para que no vayas ¿verdad?”

Verdad

“Por cada hombre dentro de la disco –prosigue Ron– hay tres mujeres ansiosas de pasar la noche contigo”.

Conmigo.http://www.blogger.com/img/blank.gif

“Maia Petaca, en cambio, es un bar de mesas en la calle, próximo al hotel Othon. Luego de las cuatro de la tarde es posible encontrar ahí entre 20 y 30 putas buscando clientes.
“También está Mabs, un boliche similar en Av. Atlántica y Rua Prado Junior. Las chicas aquí son menores (entre 13 y 15 años) y más baratas que las de Maia Petaca”.


Envío un mail de felicitación a Ron, instándolo a continuar colaborando con la Ley, y tomo nota: Mabs, un boliche de prostitución de menores en plena avenida Atlántica.
¿Será suficiente para contentar a Iraola?
Río está ligeramente fuera de nuestra jurisdicción, pero al fin y al cabo es parte del Mercosur. Si nos encaminamos hacia un mercado único, con una única moneda ¿por qué no también hacia una única Policía Federal? ¡Con una única Brigada Internet!

–Derive el caso a la oficial Quintana –ordena Iraola sin apartar la vista de la pantalla. Sigue instalado en el despacho de Salvides.
–Usted me aconsejó no confiar en nadie...
–En lo referente al hacker. Pero este es un caso de corrupción de menores. Le corresponde a la oficial Quintana.
Carajo, y yo que pensaba hacerme cargo del procedimiento en Río. Esperaba tener suerte en Help.
–Carola –carraspeo. El subcomisario me traspasa con la mirada y me corrijo–: La oficial Quintana –vuelvo a carraspear– es una señorita. No puede usted obligarla a mezclarse con esa clase de gente.
Iraola me observa durante largos segundos.
–Usted es un buen muchacho. Un muchacho sano, como a mí me gusta.
–Sí –digo.
–Pero en ningún momento debe olvidar que la señorita Quintana es una oficial de la Policía Federal Argentina, la mejor del mundo.
Además va a conocer Río, pienso, gracias a usted. Pero me abstengo de hacer el comentario a viva voz y me dirijo al despacho de Carola.
Está de espaldas, mirando el racimo de dátiles. Sostiene un marcador en la mano derecha, frente a su cara.
–Oficial Quintana.
Carola da un respingo. Volví a sobresaltarla. Debo consultar al doctor Hermosilla respecto a mi voz.
Pero no gira hacia mí. Ni me insulta, ni nada: permanece en los dátiles.
Llego a su lado.
–Carola...
Mueve apenas la cabeza. Sus ojos parecen estrábicos. Pero lo más llamativo son los garabatos dibujados en su rostro.
–¿Se siente bien?
Una pregunta estúpida, pero fue lo primero que vino a mi mente. Hay una parte en mí que se niega a comprender la verdad y es capaz de aferrarse a cualquier esperanza.
La oficial sonríe de un modo extraño, con la mitad de la boca. Tiene un aire a papá. Por un momento pienso lo peor.
–¡Levante los brazos!
Se incorpora de un salto, con los brazos en alto y expresión de terror. Puedo comprobar que no está hemipléjica. Ni lleva corpiño debajo del sweater, lo que no me tranquiliza en lo absoluto, pero no tengo tiempo de pensar en el asunto: Carola muestra serias dificultades para conservar una posición erecta. Cae sobre mí.
–No me lastime –dice.
Comienzo a retroceder, arrastrándola por el despacho, aferrada a mi camisa.
–Prometo portarme como una chica buena –insiste la oficial Quintana–. No lo volveré a hacer.
Estoy arrinconado en un ángulo del despacho. Carola se aparta bruscamente.
–¿Quién es usted?
–Pirulo, el gordo del avión –respondo en un rapto de estupidez.
–No es mi papá...
Niego toda posibilidad al respecto.
–¿No le va a contar, verdad?
Continúo negando. Vuelve a saltar sobre mí.
–Gracias.
Solloza sobre mi hombro. Acaricio su nuca. Resulta imperioso tranquilizarla. Y desaparecer, así sea saltando por la ventana. Lo pienso, seriamente, durante un segundo o dos, hasta que recuerdo que estamos en un tercer piso. Sería como asomarse al precipicio
Carola comienza a desprender los botones de mi camisa. La sujeto por los hombros y la aparto con brusquedad.
–Por favor, papi– dice.
–No soy tu papi. Soy tu tío Erundino.
Aprovecho su momentáneo desconcierto para deslizarme de su lado, pero vuelve a asirme de la camisa.
–¡No le digás al papi!
El pequeño forúnculo de sospecha que había comenzado a formarse en mi mente apenas vi su rostro tatuado con marcador fluorescente se convirtió en una certeza del tamaño de un mierdoma cerebral maligno: Carola había desayunado con el jugo de naranja. Ahora ronronea en mi pecho.
–Dejá que te afloje el cinturón. Vas a estar más cómodo.
No es ético. Johnny estallará en carcajadas cuando se lo cuente. Luego, ya calmado, agregerá: hubieras hecho bien.
¡Por supuesto que sí! Pero recuerdo. Tengo tanto para recordar. No es mi culpa que la genética, o las glándulas o el mismo demonio me hayan provisto de una voz finita.
¿Por qué, entonces, Carola se había burlado de mí?
Es cierto que parezco un merengue de crema, pero también soy un ser humano. Sin embargo la barra de San Lorenzo me escupía desde el camión, y Aníbal pegaba carteles en mi espalda y Sara deshizo una maceta en mi cabeza y Rolo rompió en pedazos mi bonito avión de bricolaje.
Carola me había despreciado tanto como Libermann. Ni siquiera en el sepelio de mi madre permaneció a mi lado por amistad, o cariño o una migaja de piedad, sino para aproximarse indirectamente a Rolo, que con la verga arropada en un pañuelo de seda deja azotar su redondo culo de muchachita en el Dark Site y... no sé qué me pasa. Comienzo a caer en el precipicio y murmuro “Nemo me impune lacessit, nemo me impune lacessit” mientras Carola desprende el cierre de mi pantalón que pronto queda arrollado a mis pies.
Siento el elástico de mis calzoncillos rozando mis muslos. Y nada más.
Abro los ojos.
Carola, todavía de rodillas, retrocede. Su rostro se descompone en una expresión de horror. Grita:
–¡El Hombre Araña!

viernes, 20 de mayo de 2011

36. Los delincuentes nos tocan el culo

Ocupo mi butaca de siempre. Salvides no llegó a quitar los retrovisores. Agradezco silenciosamente a Dios que se lo haya llevado a tiempo: los espejos me dan una gran seguridad. Mis ojos van y vienen del derecho al izquierdo, pero nada ocurre detrás mío. Cada patrullero se encuentra enfrascado en su propia investigación. La oficial Quintana ya no sale de su despacho, atrapada en el mundo del sexo y la droga. Iraola opera desde la oficina de Salvides, donde fijó su puesto de comando. Dirige la operación de contrainteligencia desde el terreno. Yo soy su alfil, su 007 infiltrado entre mis propios compañeros para desenmascarar al terrorista.

–Hay una bomba de tiempo oculta en la brigada –había dicho Iraola.
Cuando llegué al Departamento, algo retrasado por culpa de la testosterona, los patrulleros navegaban en silencio, concentrados en su labor. Johnny alzó la vista de la pantalla y me guiñó un ojo. Lo saludé de lejos y fui hasta el despacho de Salvides.
Me detuve frente a la puerta, para tomar aire.
Tenía brumosos temores sobre qué habría de encontrar dentro. Iraola y la oficial Quintana haciendo el amor sobre el escritorio. Rolo colgado de un arnés. Libermann en pose de Pedante declarando que yo era un monstruoso hijo de puta. Aníbal con un dedo apuntado hacia mí: él fue. La oficial Quintana con una ametralladora apuntando hacia mí: él fue. Elena en tetas, con su pequeña tanga y su rostro deformado por la mueca de asco. El bancario con un caño de plomo. Y la Mágnum de Rolo...
Tuve una ligera crisis endocrinológica y me apoyé en la puerta.
–Pase –dijo Iraola.
Afortunadamente, el subcomisario estaba a solas. Recorría de un extremo al otro el despacho de Salvides.
–¡Al fin llegó!
–Una indisposición –me excusé, sin poder apartar la vista del cpu de Libermann, en una estantería junto a pruebas de diversos casos enviadas por Investigaciones para las correspondientes pericias.
–Ay– dije.
El subcomisario no me prestó atención. Arrojó una pila de hojas sobre el escritorio.
–Vea esto.
Eran copias de pasaportes.
La confección de pasaportes se había informatizado –el propio Iraola tuvo mucho que ver en la hazaña modernista– y ya nadie debía concurrir con un juego de fotografías cuatro por cuatro. La imagen la tomaba una cámara conectada a una computadora. De igual forma, las huellas dactilares eran ingresadas por un escaner.
Un proceso rápido, confiable y limpio.
De todos modos, por impulso atávico, la División Documentación Personal había seguido registrando las huellas en tiritas de papel, lo que siempre motivó los despectivos comentarios de Iraola.
Luego de que los ciudadanos finalizaban el rápido, confiable e higiénico proceso de obtener su pasaporte en un gran salón donde decenas de computadoras eran operadas por bonitas muchachas de anteojos elegantes y largas piernas y apuestos universitarios recién graduados, en un pasillo, como mendigos de la era tecnotrónica, dos mustios agentes de la División Documentación Personal, interceptaban a los ciudadanos para embadurnarles los dedos con tinta de sello y tomar sus huellas en una tirita de papel.
Patético.

Las hojas que tenía ante mí eran copias de las primeras páginas de varios pasaportes computarizados, que quedaban en archivo.
Las fotografías eran en blanco y negro. A un lado de la foto debía estar la huella del pulgar.
No estaba. Estaba Homero Simpson.
Miré la siguiente: Pedro Picapiedras.
Seguí pasando hojas: Mickey Mouse, Tiro Loco Mac Graw, de nuevo Homero Simpson, Fritz el gato, Condorito, Patoruzú…
No pude evitar un estremecimiento al advertir entre ellas una caricatura del Hombre Araña.
–Alguien –Iraola se aclaró la garganta–. Alguien entró a los archivos y reemplazó las huellas dactilares por personajes de historieta. En las copias de todos los pasaportes.
–¿Todos?
Iraola asintió.
–Todos.
–Supongo que se repetirán...
Entornó los párpados. Trataba de seguir mi razonamiento. No había tal cosa, apenas otro comentario inconveniente. Dejé correr las hojas sujetas a mi dedo pulgar.
Levanté la vista y miré al comisario tras un aleteo de pestañas.
–Deben ser muchos, porque aquí nomás, a simple vista, encuentro varios Simpson, tres Guffy, y más de siete Tío Rico.
La boca de Iraola permanecía abierta.
–¿Muchos qué? –alcanzó a preguntar.
–Pasaportes.
–Seis millones trescientos veinticinco mil seiscientos veintiocho –Tragó saliva–. El Jefe dijo que debíamos sentirnos agradecidos de que Documentación tuviera un juego de cada huella, en papel y tinta.
En ese momento comprendí que el subcomisario se había convertido en el hazmerreír de la Plana Mayor.
Me vino como una tentación…
–¿Qué le pasa?
–Un ataque de tos –repuse.
Iraola carraspeó, recuperando un tono normal de voz. Hasta ese momento había sonado como una viejecita atrapada en una orgía de obreros de la construcción.
–Hemos sido víctimas de un atentado terrorista. Hay otro Unabomber suelto por ahí.
“Ahí” era la caótica inmensidad del ciberespacio.
–Debe atraparlo.
Había escuchado mal. Me incliné hacia Iraola.
–¿Qué?
–El caso es suyo –dijo–. Y compórtese a la altura de las circunstancias: el futuro de la Civilización Occidental está en sus manos.
–Eso es imposible.
–Hay que vengar la afrenta recibida por la Institución –se exaltó Iraola–. Por otra parte, si no descubre al hacker, me temo que estaremos perdidos. No sólo no hemos tenido ningún operativo exitoso desde aquel desagradable episodio en Vicente López... –hizo un alto, breve pero suficiente para que yo recordara a Juanjo Bellomo– sino que, como si eso hubiera sido poco, ahora los delincuentes nos tocan el culo.
–Quiere decir que...
Iraola asintió.
–Los efectivos serán redistribuidos y me temo que no habrá lugar para los PCBC. Estamos en una etapa de austeridad.
Adiós promoción, adiós empleo. Rolo y su Mágnum se erguían como emblemas de mi miserable futuro.
–¿Tengo plenos poderes? –pregunté.
Iraola asintió.
–¿Y puedo formar un pequeño equipo de colaboradores?
–Con mucho cuidado. No confíe en nadie. El terrorista puede ser uno de nosotros.
El subcomisario leía en mi mente. Pero mi mente es una caja de sorpresas.
–Hablo de personal externo –dije–. Conozco dos investigadores independientes que me merecen la mayor confianza.
Iraola torció la boca. Quería saber los nombres.
–Operarán bajo los alias de Copiloto y Mecánico –dije.
–Nombres –insistió.
–Tengo plenos poderes. Y no debo confiar en nadie. Hace exactamente dos minutos con treinta segundos que usted ha ingresado a mi lista de sospechosos.

Consulta para Hermosilla: ¿Cuál es la relación del hipotálamo con las conductas autodestructivas?

Pero Iraola es un pelotudo muy sanmartiniano. O viceversa. Como sea, asintió con pesados cabeceos.
–¡Muy bien! –exclamó–. No hay que confiar en nadie, sin excepciones
Siguió asintiendo mientras finalizaba el cruce de los Andes. Luego pareció recordar mi presencia
–Le interesará esto.
Fue hasta el escritorio de Salvides y encendió la computadora.
–La mantengo desconectada por precaución –explicó–. Con diez minutos que esté encendida basta para que el hacker haga un estropicio.
Llegué a su lado y miré por sobre su hombro en el momento en que aparecía el fondo de pantalla: el Hombre Araña empuñando su poderoso armamento.
–Es repugnante –dijo Iraola.
–Ignoraba que Salvides tuviera esas aficiones.
Iraola dio un respingo.
–¡Él no colocó esto!
Claro que no. La pantalla del inspector siempre había conservado el mismo fondo, un racimo de nubes sobre el cielo azul. Jamás se había atrevido a cambiarlo, temeroso de provocar algún desastre universal.
–Ya le dije que Salvides jamás vio el e mail.
Quedé boquiabierto. Iraola había girado hacia mí y me pareció adecuado fingir sorpresa.
–Sí –prosiguió– Esto estaba en el mail: “Podrás dejar de quererme, pero olvidarme jamás”. Y lleva firma: “Carlos S. Libermann, Doctor en Filosofía”.
Me aproximé a la pantalla.
–¡No puede ser!
Le expliqué quién era Libermann.
–Y su esposa acaba de suicidarse –dije.
–¿Ese doctor Libermann? –Los ojos de Iraola brillaban como los de un conejo–. ¿Y dice usted que es nuestro hacker?
Me alcé de hombros.
Iraola se volvió hacia la estantería.
–Ahí tengo el cpu de Libermann. Lo envió Investigaciones.
Le pregunté si había comunicado a Investigaciones el asunto del e mail. Me miró mudo de horror. Que la Brigada Internet estuviera siendo enloquecida por un hacker era equivalente a que el cuartel general de la Guardia de Infantería fuera asaltado por un trío de delincuentes infantiles.
–Tenemos que averiguar qué sabe Investigaciones. Le preguntaron por mí, ¿verdad?
Iraola asintió.
–Entonces me presentaré espontáneamente. Del interrogatorio tal vez pueda extraer alguna conclusión.
–¡Buena idea! –exclamó Iraola.

Si, debo consultar a Hermosilla. Pero no responde a mis llamadas.

miércoles, 11 de mayo de 2011

35. Una justa reivindicación

Noviolence.com
Es la página de un grupo de plateístas brasileros preocupados por la violencia. Pertenecen al Flamengo, Botafogo, Vasco de Gama y Corinthians. Predican paz y amor en las canchas.
Imagínense.
Una delegación de hippies en el delta del Mekong.
Pero obtienen adhesiones de diversas partes del mundo. Hay una sección Hechos y Fotos en la que es posible dejar un relato o una imagen de violencia en los estadios. Conté el traspié de Ernesto Sábato en el baño de la Bombonera. También acusé a Reiphnol y dejé su dirección electrónica.

A propósito: mi copiloto puede averiguar casi cualquier dirección electrónica. No sé cómo lo hace. Sus recursos parecen ser infinitos. Le pedí que investigara a Sábato. Aparece más de doscientas veces en la red, me informa. Y tiene una página Web. ¿Será el mismo? Por las dudas también ahí dejé un comentario sobre lo ocurrido en el baño.
Y envié un correo a Reiphnol: “Te espero en La filial del Chango Cárdenas, cagón”. Firmé “Ernesto Sábato”.

Me di cuenta que me estaba dejando llevar luego de entrar a los codazos en la filial del Chango. Los desafié a pelear el domingo en Brandsen y Necochea. También ahí dejé la dirección electrónica de Reiphnol. Y la de Sábato, claro.

Me desconecté y algo más sosegado se me ocurrió que podría organizar un movimiento en favor de la violencia. Le daba vueltas al asunto cuando sonó el teléfono.
Era Iraola.
Mi corazón se detuvo en seco.
–Hace dos horas que lo llamo y siempre da ocupado.
Le expliqué de mi proyecto. Entendió mal.
–Como para no violencias estamos –suspiró– Acá hay una crisis y usted pierde el tiempo en pendejadas.
–Desde que me dejó cesante, tiempo es lo único que me sobra.
–Lo pasado pisado –dijo Iraola– Ahora necesito verlo. Preséntese en la Brigada.
–No.
–Es una orden.
Yo había vuelto a ser un civil: el subcomisario no podía darme órdenes.
–Le aseguro que no se va arrepentir –dijo con el tono melifluo de un gato engañando a un ratoncito.
¿Qué no me iba a arrepentir? Si ponía un pie en el Departamento de Policía no volvería a salir por lo menos en veinte años. Sus compañeros no me perdonarían lo de Salvides, aunque, bien mirado, el asunto no era tan grave. Al fin de cuentas yo no había hecho nada malo. Y demostré mi inocencia.
Pero estaba lo de Aníbal, su voz en el contestador de Sara Libermann.
Lo primero que haría un investigador con dos gramos de cerebro sería escuchar la cinta. Lo segundo –temblé– sería abrir los archivos de la computadora. O en su defecto, enviarlos a la División Computación.
Iraola leía mi mente, aun a distancia.
–Me hablaron de Investigaciones –dijo.
–Ah.
–Querían saber si usted trabajaba acá.
Iraola hizo una pausa en cuyo transcurso mis glándulas enloquecieron segregando gonadotropinas, progesterona y hasta glucagón, en inmensas cantidades. Finalmente, el comisario se avino a responder a mi mudo interrogante.
–Les dije que sí.
Me subieron las palpitaciones. Sudaba frío.
–Por otra parte –prosiguió– me enviaron el cpu de un doctor Libermann. Su esposa murió en circunstancias poco claras. Me gustaría que usted lo revisara.
A esa altura el subcomisario me había convencido. Pero subsistía un problema.
–Es que el inspector Salvides..., usted sabe.
–Salvides murió.
–¿¡Murió!?
–¿Qué le pasa? Murió. Todos lo haremos alguna vez.
–Lo siento mucho –susurré.
–Tranquilícese. Usted no tuvo nada que ver. Salvides nunca vio esa estúpida página suya en Geocities. Murió al abrir un e mail.
–Eso es extraño, ¿verdad?
–No –dijo Iraola–. Tendría que ver el e mail. Fue la gota que rebalsó el vaso. Alguien se metía en su computadora, le alteraba los archivos y hasta le programaron un protector de pantalla que dice “Vigilante barriga picante”. Pero eso no es lo peor: un traficante holandés vive en un barco con una chancha que se llama Salvides.
Acoté que de esa gente fuera de la ley era posible esperar cualquier cosa, paro que jamás lo habría imaginado de Salvides.
Iraola no me prestó atención y prosiguió, desesperado:
–Tenemos un hacker infiltrado en nuestro sistema ¿comprende?
Repuse que, en efecto, comprendía la gravedad del problema, pero yo no podía hacer nada al respecto. Era un civil, sin contrato.
–Lo tengo sobre mi escritorio –dijo Iraola–. Todavía no cursé su renuncia a Personal.
¿Mi renuncia?
Inmune a la lógica, los hechos y el sentido común, Iraola prosiguió:
–Si descubre al hacker habrá un incremento de sueldo.
–Y una promoción –acoté rápidamente.
Guardó silencio. A nadie le gusta que lo extorsionen. Pero el asunto debía ser muy grave.
–Y una promoción... –suspiró antes de cortar.

Algo muy raro había ocurrido. El hacker que alteraba los archivos de Salvides era un inocente bromista –si lo sabría yo–. Por esas tonterías Iraola no se mostraría dispuesto a renovar mi contrato. Y prometer una promoción.
¡Una promoción! ¡Por fin sería un policía de verdad!
Me vi en uniforme de gala, con las doradas insignias de capitán.
El Capitán Deseo.

Demoré un poco en llegar a la Brigada debido a un brusco incremento de los niveles de testosterona

sábado, 30 de abril de 2011

34. El consejo de un sabio

Nota de color en la sección Informática de un diario de hoy:

“Aseguran en Geocities no haber violado al inspector Salvides”.

La periodista comenta que la Policía Federal se ha negado a dar precisiones. La excusa del vocero policial es que hay más de diez mil oficiales en actividad, que no puede saber el apellido de todos.

¿Pero es posible que exista algún Salvides?”, pregunta.
Se trata de un apellido bastante común.”, responde el vocero policial.
¿No niega entonces la veracidad de la noticia?”
“¿Qué noticia?”
, se sobresalta el vocero.
“Un señor publica una página Web explicando que no violó al inspector Salvides. ¿No le parece esa una noticia?”
“Señorita, no se puede dar crédito a todo lo que está en internet. Seguramente se trata de un loco. En todo caso no me consta que eso haya sucedido”

La periodista se toma el asunto para la chacota. Pregunta:
“¿Qué es lo que no sucedió?
“No comprendo”
, dice el vocero.
Yo sí. Río.
“¿Usted quiere decir que no sucedió que el inspector Salvides no haya sido violado?”
“Desmienta terminantemente”
–dice el vocero.
La periodista concluye confesando ignorar que es lo que corresponde desmentir.
“Si el autor de la página miente al decir que el inspector Salvides no ha sido violado, esto significa que lo ha sido. Pero si lo ha sido ¿miente el autor de la página al negar toda responsabilidad en el hecho? ¿O dice la verdad? En cuyo caso, ¿Quién violó al inspector Salvides?
“Esa es la pregunta del millón”.


Firma la nota: Claudia Miranda.

Me revuelco de risa. Me encanta Claudia Miranda. Es una harpía muy mala. Y goza con eso. Se humedece en su butaca en medio de la redacción, a la vista de todos. Tiene bonitas piernas y un liguero azul.
Me sube la testosterona, me sube.
Mi pequeño amigo se pone juguetón. Lo tranquilizo con caricias suaves y palabras dulces hasta que suena el teléfono.
–Esto es un quilombo de órdago –susurra Johnny. Habla desde la Brigada–. Todo el mundo está en geocities/inocente.
Me hago el distraído.
–¿Sí?
–Sí. Y hace un rato entró Iraola hecho una furia y se metió al despacho de Salvides. El pobre Salvides no se había enterado de nada: nunca lee la sección informática. Ahora los médicos lo están sacando en camilla. Tuvo un ataque.
Le pregunto si uno de los doctores se llama Hermosilla. Johnny no lo sabe.
–No importa –digo.
–Ah, y te llamó Libermann.
Libermann. Libermann.
Agradezco a Johnny que me tenga al tanto de las novedades y corto.

Libermann, Libermann.
¿Qué haré con Libermann?

Llamo a Libermann.
El doctor no está, me informa su secretaria. Le explico que soy un amigo y que el doctor me dejó un mensaje solicitando verme. En forma urgente, recalco.
–Estará en la morgue –dice.
–¿¡Murió!?
–La esposa.
–¿Qué pasa con la esposa?
–La señora Libermann ha tenido un accidente.
–¡Oh! –exclamo.
Corto y me visto rápidamente. Tomo un taxi. En media hora llego a la morgue. Muestro mi credencial y entro. El sombrío edificio parece destilar pus. Se me alteran las gonadotropinas y me voy deprimiendo a medida que avanzo por un pasillo.
Yo también acabaré acá, pienso, pero no para siempre: después me mandarán a la cátedra de aberraciones genéticas de la facultad de Medicina. Será mi gran contribución al progreso de la Humanidad.
Cuando estoy a punto de perder el conocimiento, al final del pasillo encuentro la sala de espera. Veo a Libermann en un rincón. Lagrimea y sacude la cabeza mientras responde las preguntas de un oficial de policía.
El uniforme del policía está salpicado de las condecoraciones de Libermann.
Me mantengo aparte hasta que el policía se va. Libermann permanece unos segundos, como ausente. Por fin me ve. Viene hacia mí, moqueando.
–¡Sara se suicidó!
Me abraza. Domino la repulsión y le palmeo la espalda.
–Tranquilo –digo.
–¡Yo la maté!
Su confesión me desconcierta. Hasta donde recuerdo, a Sara la maté yo. Pero como soy astuto, no se lo digo.
–Y la policía me preguntó por vos –agrega.
Hielo bajo mis pies. Patino en la pista rumbo al precipicio.
–¡¿Vos la mataste y la policía pregunta por mí?!
–Yo no la maté.
Lo observo en silencio, como un científico estudiando a un apestoso gusano.
–Vos estás loco –sentencio–. Tanta paja te achicharró el cerebro.
Libermann baja la cerviz. Lo pude.
¡Lo pude!
–Soy un monstruo –admite.
Me mantengo impertérrito: no me conmueve en lo más mínimo. Lo mismo decían de mí y aquí me ven, lo más pimpante.
–Si le hubieras prestado un poco más de atención, Sara no te habría metido los cuernos.
Libermann retrocede, boquea. Es un horrible pez debatiéndose por respirar, un pez moco.
Intento consolarlo:
–En tu lugar yo también la habría matado.
Libermann niega con cadenciosos cabeceos. No puede creer en mis palabras. Le doy una pequeña ayuda.
–La hice seguir por los detectives...
Alza la mirada. Se la sostengo. Su rostro se descompone. El presumido clon de mister Kissinger se ha convertido en un grotesco monigote de plastilina.
–¿Meneses…? –pregunta.
Consigo controlar la carcajada, que pugna por salir de mi pecho. El esfuerzo me provoca acidez. Y gases.
Libermann se aparta de mí, sorprendido, pero apenas por un instante. Lo tengo sujeto por los hombros
–Privados –susurro–, detectives privados. Pero no te preocupes: me llevaré el secreto a la tumba.
–¿Con...? –Libermann vacila. No acaba de asimilar la espantosa noticia. El único consuelo en su caso hubiera sido el saberse querido, respetado por la persona amada. Ese habría sido al menos un dulce recuerdo para atesorar en el corazón. Sé de qué hablo. Al fin se atreve –¿... con quién?
–No te lo puedo decir.
El rostro de Libermann se desfigura hasta parecer la imagen de un cerdo reflejada en un espejo deformante.
–¡Tenés que decírmelo! –grita.
Lo tengo dentro de un puño. Es hora de cerrar la mano con fuerza, aplastarlo como a una fruta podrida, pero demoro el desenlace.
Por un lado, la idea de aplastar en mi mano una fruta podrida me da asco, qué quieren que les diga. Pero también quiero disfrutar del momento de la suprema venganza, demorado tantos años. Ya siento el placer que me deparará. Si hasta mi pirulín parece endurecerse.
–Te va a hacer daño.
Libermann dobla la cerviz y menea la cabeza.
–Decime con quién, por favor.
Me ruega ¡Libermann me ruega!
Junto aire y le lanzo la estocada final:
–Con Aníbal –digo.
Libermann frunce el ceño y retrocede.
–¿Qué Aníbal?
–Aníbal Lequerica ¿No te acordás?
–Aníbal vive en Suecia.
Tengo un vahído. Trato de asirme de algún sitio, pero a mi alrededor tan sólo hay aire. Y líbermann. Y más allá de las puertas, heladeras llenas de muertos.
Me siento caer y doy un último manotazo.
–Habrá vuelto
–Lo llamé anoche. Estaba en su casa, en Estocolmo.
Caigo irremisiblemente en el precipicio.
–Será otro…
–Liberman se sigue apartando de mí, sin dejar de vigilarme. ¿O me estará estudiando?
Me estudia, Libermann me estudia.
Siento un cálido hilo de orín rodar cuesta abajo por el interior de mi muslo.
Sáquenme de acá, por favor!
Quiero gritar, pero mi cerebro está enteramente ocupado en el esfuerzo de hacerme respirar.
Boqueo. Boqueo.
–Me dijo que me cuidara de vos. Ahora comprendo por qué. Sos un monstruo, un verdadero hijo de puta.
–¡Con mi vieja no te metás! –chillo en un rapto de histeria.
Libermann vacila, pero mi sentido del ridículo me juega una mala pasada. Mis ojos se llenan de lágrimas. Hago un esfuerzo supremo pero pierdo el control y me dejo llevar.
El monigote de plastilina hace un gesto de suprema repugnancia.
–¿Y todavía te reís? ¿Ensuciás el nombre de Sara y todavía te reís? En un momento como éste y nada menos que con mi mejor amigo.
Ah no, eso no puedo permitirlo.
–Aníbal es mi mejor amigo.
El monigote apoya un índice de plastilina en su mejilla de plastilina. Ha vuelto a convertirse en Henry Kissinger.
–Estás muy enfermo –diagnostica–. Deberías consultar a un facultativo.
Corro por el pasillo. El pus que chorrea de las paredes cubre el piso con una sustancia gelatinosa. Mis pies se vuelven de plomo. Me sofoco. Tengo palpitaciones. Mi organismo es bombardeado por una horda de estrógenos.
¡Me van a crecer las tetas!
–Cálmese, hombre.
Un enfermero me ha tomado del brazo. Me ofrece un vaso de agua. Señalo mi cabeza.
–Es el hipotálamo –explico–. Ya pasó.
–Parece enfermo –dice– debería consultar a un doctor.
Estoy harto de pedantes. Le tiro una trompada. Cae hacia atrás. Corro por el pasillo, empujo al portero que me sale al cruce y salgo a la calle. Paro un taxi y me zambullo en el asiento trasero.
–Al consultorio del doctor Hermosilla, rápido.
El taxista me mira por el espejo.
–¿Dónde queda?
–No sé.
Sus ojos siguen en el espejo.
–Empecemos de nuevo.
Suspiro
–Sería maravilloso, si fuera posible...
–Pero algo tenemos que hacer.
Asiento. El hombre es un sabio.
–No puedo quedarme de brazos cruzados, ¿verdad?
Alza las cejas.
–Si eso es lo que quiere..., pero el reloj ya está corriendo.
–¡El tiempo pasa!
–Y cuanto más pase, más caro le va a salir.
Estoy impactado. El hombre es un sabio.
Le pregunto si estudió en la India.
–No –dice– pero llevo años acá y he visto de todo.
Un talento natural.
–¿Qué me aconseja hacer?
–Ponernos en marcha.
–Sí –exclamo–. En marcha ¡Avanti! ¡Piú avanti!
El hombre me ha devuelto la fe. Le doy la dirección de mi casa y partimos al encuentro con el destino.
¡Ma avanti, sempre avanti!

domingo, 24 de abril de 2011

33. Sin noticias del doctor Hermosilla

Vean lo que dice la Endocrine Web Home Page:

“Sistema endocrinológico
”La testosterona es la principal hormona masculina; se produce en las células de Leydig en los testículos, por influencia de la hormona luteinizante segregada por la hipófisis anterior. Estimula la aparición de las características sexuales secundarias masculinas: crecimiento de la barba y vello púbico, desarrollo del pene y evolución de la voz hacia un tono mas grave”.


Secundarias. Características secundarias.

“Testículos. Son cuerpos ovoideos pares que se encuentran suspendidos en el escroto.
”Páncreas. La mayor parte del páncreas está formado por tejido exocrino que libera enzimas en el duodeno. Hay grupos de células endocrinas, los Islotes de Langerhans, distribuidos en todo el tejido que secretan insulina y glucagón”.


¡Glucagón!
Sólo eso me faltaba.

El amanecer me sorprendió dormido frente al teclado de mi computadora. Había pasado la noche prácticamente en vela. Apenas conseguía conciliar el sueño aparecía en el Dark Site practicando sexo oral con un una gallina de Guinea.
Al fin desistí de dormir. Fui hasta la cocina, preparé un termo de café y me senté frente al teclado. Configuré mi explorador para navegar anónimamente y patrullé el mundo del crimen. Me había convertido en un vigilante voluntario, como Batman.
Esto carecía de sentido. Bruno Díaz era un homosexual multimillonario. A mí apenas si me quedaban ahorros para afrontar dos meses de alquiler. Después, ya saben: Rolo y su Mágnum.
De algún extraño modo me sentía más cerca del Hombre Araña, lo que no me tranquilizó, en absoluto. Se trata de un superhéroe muy conflictuado a quien todo le sale para el carajo. Sus trastornos glandulares son más que evidentes. Es huérfano y tiene problemas económicos. Y un jefe tiránico y maligno.
Somos casi almas gemelas.

De pronto me sorprendí preguntándome si también él habría matado a sus padres.

Esto no era justo. No había visto a mi madre en años. Y papá ya estaba muerto cuando golpeó contra la maceta. Si ni siquiera sangró.
Pero la odiosa acusación de Aníbal había revivido en mi interior un adormecido sentimiento de culpabilidad, esa horrible sensación de ser el responsable de la debacle familiar.
¡Y se decía mi amigo!
Durante años vino a tomar la leche a casa. Mientras mamá conservó algún contacto con la realidad, había sentido pena por Aníbal, el hijo de la señora de anteojos oscuros que trabajaba en el centro. Cuando jugábamos a la pelota en la vereda y mamá se asomaba a la puerta para anunciar que la leche estaba lista, siempre buscaba a Aníbal con la mirada y mediante una seña lo invitaba a compartir mi pan con manteca.
Mi pan con manteca.

No vayan a creer que alguna vez sentí celos: Aníbal era mi amigo y de algún modo el cariño que le prodigaba mamá también caía sobre mí. Por ejemplo, cuando estaba Aníbal, había dulce de leche.
¡Quién hubiera dicho que me traicionaría de esta forma! ¡Y con Sara, la esposa de Libermann!

Uno de los factores que siempre –hasta que lo vi en televisión– me hicieron sentir más cerca del género humano que Libermann, fue mi amistad con Aníbal. Y ahora venía a descubrir su doblez, su falsedad, su hipocresía. Aníbal había comenzado a venir a casa por la leche. Y siguió haciéndolo luego por Elena.
Me gustaría que la hubiese visto, ya desde chiquita, sentada en las rodillas de papá, preparando el estallido de su sistema cerebro vascular. Ella lo mató, la víbora.
La víbora y Aníbal: tal para cual.

Había salido del mundo del crimen casi sin darme cuenta, llevado por impulsos interiores. Abría ahora la página de la compañía telefónica. Ni rastros de Aníbal. Sin embargo, tenía teléfono. Él mismo lo había dicho.

Sentí un vahído. Mi cabeza daba vueltas y comencé a caer al vacío. Las luces de los automóviles eran pequeños haces rojizos. El viento hacía zumbar mis oídos. Caía al vacío, planeando en círculos. Miré hacia arriba. Un gordo con una mancha de tierra ensangrentada en la cabeza me miraba acodado en un balcón, con los ojos y la boca muy abiertos. Seguí cayendo mientras una sombra emergía junto al gordo. Tenía una remera ceñida que resaltaba los pectorales y un bulto en la entrepierna. Parecía Rolo, pero era Aníbal. Lo supe al instante.
Aníbal apoyó el cañón de su Mágnum contra la cabeza del gordo. “¡Iiiiii!”, escuché cuando la cabeza estalló como una ciruela podrida.

No sé cuanto tiempo estuve en el piso. Cuando abrí los ojos todavía era de noche. El protector de la pantalla era un enredo de cañerías. Enderecé la silla y me acomodé frente a la computadora. La página de la telefónica seguía abierta.
Busqué Hermosilla. Había varios. Resalté “Hermosilla, Jorge R. Med” y conecté el teléfono. Respondió un contestador automático. Dejé un mensaje rogándole que me llamara.
Colgué, pero no volví a la red. Permanecí aguardando la llamada de Hermosilla hasta que me sorprendió la salida del sol. Cuando abrí los ojos lo primero que recordé fue el mensaje de Aníbal en el contestador de Sara Libermann.
Me vino una bronca…

Para tranquilizarme, entro en el banco de semillas sensitivas

Silver Pearl
Interior/Invernadero
Ganadora de la Copa Sativa/Indica 96
Madre de la famosa Silver Haze, ahora a la venta como estirpe.
Híbrido formado por Early Pearl, Skunk #1 y Northern Lights. Es más rápida y de sabor más dulce que la Shiva Skunk. De excelente rendimiento en interior e invernadero, exhibe la resina opaca característica de Northern Lights #5 y la dulzura y el amplio cáliz de la Early Pearl/Skunk.
Una de las favoritas de este banco de semillas.
Floración: 45– 50 días.
Altura: 100-125 cm.
Cosecha: 100 gr.
Floración en invernadero: fin de septiembre.
Cosecha en invernadero: 500 gr.
Art No 2303
125 fl.


La dulzura y el amplio cáliz...
Siento otro vahído. Las paredes giran a mi alrededor. Mis dedos se cierran con suavidad en torno al mouse.
Siento en mi cuello la cálida respiración de la señora López Vázquez. Sus labios se entreabren dejando ver una pareja hilera de dientes entre los que asoma la sonrosada y ávida lengua de la oficial Quintana.
Me dejo caer, me dejo caer, hasta que veo al Hombre Araña avanzar hacia mí sosteniendo en sus manos un descomunal instrumento de penetración.
Reacciono a tiempo y con un rápido impulso alcanzo a apagar el cpu.
Clic.

martes, 12 de abril de 2011

32. Con amigos como esos…

Ante los gritos horrorizados de Sara, cubrí a mi pequeño amigo con una mano y lo guardé en su madriguera.
–Por favor, tranquilizate, Sara. Esto es un error.
Avancé hacia ella. Sus chillidos se volvieron completamente anormales. Al fin reaccionó y se metió a la pieza. Quiso cerrar la puerta, pero yo ya estaba cerca y alcancé a apoyar mi hombro. Por más fuerzas que fuera capaz de extraer de su estado de demencia, jamás serían suficientes como para moverme.
Habíamos llegado ahora a un empate técnico. Era momento de desnivelar. Empujé con el hombro.
Sara era una mujer pequeña. Y bonita, aunque esto no tenía la menor relación con lo que estaba sucediendo, como no fuera en lo concerniente a sus más íntimas fantasías. La mayoría de las personas teme más a aquello que más desea, a eso me refiero.
Pero yo no pretendía violar a Sara. Me importaban un comino sus recónditos deseos eróticos.
Cuando empujé la puerta con el hombro ella salió despedida hacia atrás y golpeó contra el placard, pero no crean que perdió el conocimiento. Nada de eso. Gritó más fuerte. No me acusaba de nada específico, limitándose a emitir unos chillidos que sonaban Iiii, iiii, y ponían mi hipófisis al borde del descontrol.
No crean que yo comprendía la naturaleza de sus fantasías, pero no estaba dispuesto a satisfacerla. Ni me parece que pudiera. Su deseo la había llevado a un frenesí imposible de sosegar, ni siquiera por el Hombre Araña.
La idea me dio risa.
–¡Iii! ¡Iiii! –chillaba Sara, aplastada contra la puerta del ropero.
–Calmate –decía yo mientras trataba de imaginar una excusa razonable que justificara mi presencia, y mis carcajadas. Podría argüir que Libermann me había pedido que le llevara unos papeles o le copiara algún archivo. Al fin de cuentas había entrado con sus llaves. Lo de mi pirulín ya sería más difícil de explicar, pero aun de poder hacerlo, todo el mundo acabaría sabiendo que era yo quien enviaba los mensajes.
Ay, carajo.
Llegué junto a Sara y apoyé mis manos en sus brazos. Toda ella era un temblequeante manojo de pasto seco.
–Tranquilizante. No te voy a hacer nada.
Trató de deshacerse de mí dando un paso hacia el costado. La sujeté por los brazos, tan delgados como los de Elena cuando intentaba cubrir su escueto corpiño en la cocina de casa.
La evocación no resultó conveniente. Mi pequeño amiguito empezó a desperezarse y un segundo después ya me había echado sobre Sara tratando de abrir el cierre de su vestido.
Sara me dio un tremendo mordisco en la oreja. Le metí los dedos en los ojos, para que aflojara la presión de sus mandíbulas. Aflojó. Me aparté, apenas, palpando mi herida. Tenía el lóbulo desgarrado.
–Hija de puta. Caníbal.
Alcanzó a soltarse y todavía enceguecida por la histeria, trastabilló hacia la puerta balcón. Me lancé detrás suyo, pero tropecé con la cama, dándole tiempo a quitar la traba y correr la hoja de la puerta. Salió al balcón. Me lancé por la abertura antes de que consiguiera cerrar la hoja, pero tropecé, cayendo entre las macetas. Comencé a incorporarme. Estaba en posición supina cuando miré para arriba. Sara había alzado los brazos sobre su cabeza. Sostenía una de las macetas.
–¡No!
La maceta se partió en mi cabeza.
Volví a ver estrellitas, pero me incorporé con un rugido y le pegué con el hombro en medio del pecho. Retrocedió hasta chocar contra la baranda.
–¡Gordo de mierda!
Era demasiado.
La agarré del cuello con la mano izquierda y metí la derecha entre sus piernas.
Puso cara de asco. Vaya uno a saber qué pensó.
–Tarada –dije una vez que la alcé en el aire.
El “Iiiii” fue haciéndose más débil a medida que su figura se hacía más y más pequeña.

Regresé hasta la computadora, saqué el disquete y rocié el teclado con solvente en aerosol para eliminar mis huellas. Volví hacia el living, pasando un pañuelo por los picaportes y todos aquellos sitios que pudiera haber tocado.
Estaba limpiando la puerta de entrada cuando me sobresaltó el teléfono.
Quedé paralizado, sin saber qué hacer. Luego recapacité en lo absurdo de mi reacción y proseguí con la limpieza.
“Usted se ha comunicado...” dijo la voz de Sara.
Nueva taquicardia. Me había vuelto un verdadero imbécil: Sara estaba despachurrada treinta y pico de metros más abajo. Respiré profundamente tratando de normalizar mi ritmo cardíaco. Entreabrí la puerta de entrada y espié hacia el palier. Estaba a oscuras.
“Hola, habla Aníbal. Estoy devolviendo tu llamado.”
Me volví hacia el contestador. La voz tenía un sonido de ultratumba, pero era realmente Aníbal Lequerica, lo reconocí al instante. ¿Qué hacía ahí mi amigo Aníbal, llamando a casa de Libermann?
“Yo también me siento preocupado por Lito”.
Ese era Libermann, ya saben.
“Pirulo es muy peligroso”.
¿Yo? ¿Qué tenía que ver yo?
“No solo quiso violar a la esposa del médico...”
–¡Mentiras! –grité– ¡Eso fue un invento tuyo!
“...también mató a su padre”.
–¡Hijo de puta! ¡Mi viejo ya estaba muerto, hijo de puta!
“Bien, luego hablamos. Llamame”.
“Bien”. Después de cubrirme de mierda todo lo que se le ocurría decir era “bien”. Claro que lo iba a llamar, pero ¿adónde?, si ni siquiera sabía que había vuelto del extranjero.
“La agenda de Sara”, me dije. Ahí debía figurar el número telefónico de Aníbal. Pero no tuve tiempo de buscarla: el ascensor se había puesto en movimiento.
Salí al palier, cerré la puerta y bajé por las escaleras.

miércoles, 6 de abril de 2011

31. Un súbito incremento de las gonadotropinas

Pasé toda la mañana diseñando una página Web. Pueden encontrarla en www.geocities.htm/users/inocente/. Quedó bastante bien.
Título:

“Yo no violé al inspector Salvides”.

Explico la verdad de lo ocurrido, tal como se lo relaté a ustedes, obviando, por inconducente, el detalle de la calcomanía y las pastillas.
Envié un e mail con la dirección de la página a numerosos destinatarios, comenzando por el Jefe. Dispuesto a proclamar mi inocencia a los cuatro vientos, también la dejé en algunos periódicos y en el Ministerio de Interior. Asunto:

“A la autoridad que corresponda”

Mi copiloto dijo que esto estaba muy bien, pues contribuía a crear el Caos Institucional.
Jamás había pretendido nada semejante, pero me cuidé de confesárselo. Me admiran, él y su hermano. Me creen un tipo cool.
No pienso revelarles el verdadero origen de mis trastornos de conducta. Podrían atar cabos, sospechar la razón profunda de sus propias motivaciones, esa deformación genética hereditaria que signará sus vidas. No tardará en tener manifestaciones físicas, fácilmente detectables a simple vista, pero hasta entonces prefiero que disfruten de su existencia mientras puedan, sin ataduras ni complejos, libres de un diagnóstico temprano.
Si alguien hubiera sido tan bondadoso conmigo...
Pero no vale la pena pensar en el asunto: sólo lograría aumentar mi resentimiento. Fuera de Johnny y mis sobrinos, no queda nadie en mundo a quien no desee fervientemente aplastar como a una cucaracha.
También está el doctor Hermosilla, claro.
Es un buen hombre. Se preocupó por mi estado de salud. Y me dio tres días de vida.
Pero no hay nadie más. En algún momento, a pesar de su propensión al sadismo, llegué a apreciar al subcomisario Iraola. Éramos de algún modo dos almas gemelas condenadas al cotolengo por culpa de una discapacidad.
Bestia Deforme, me dijo.
Y rescindió mi contrato.
Pero yo no olvido. No olvido nada.

Mi copiloto vino para contarme que había conseguido entrar a la Policía Federal. Por un momento me desconcertó, pero luego comprendí que se refería a los archivos.
–No hay nada muy interesante –dijo.
Parecía tan decepcionado que le sugerí probar en Documentación Personal. Seguramente se le ocurriría algo divertido para hacer ahí.
Sonrió. Mi figura se agigantaba progresivamente a sus ojos y había adquirido las dimensiones de un Coloso. Sí, yo entendía la verdadera esencia de todo el asunto, el Secreto Profundo de la Vida: la diversión.
Nos chocamos las manos. Luego se puso la campera. Estaba muy ansioso por sentarse frente a la computadora. Abrió la puerta y se volvió.
–¡Qué onda tenés, tío!
Me sonrojé, qué quieren que les diga.

Esa noche fui hasta la casa de Libermann. Tenía sus llaves ¿recuerdan? De todos modos, por un momento, dudé: ¿me encontraría con Sara o habría salido a uno de sus torneos de backgammon?
Desde la calle resultaba imposible ver si había luz en su piso. Crucé y llamé por el portero eléctrico sin obtener respuesta. Lo hice tres veces más, con el mismo resultado. Saqué el llavero de Libermann. Acerté con la llave al segundo intento. Subí por el ascensor hasta el piso dieciséis, desde donde bajé hasta el quince por las escaleras. No quería correr riesgos.
Por ejemplo: encontrarme cara a cara con Sara al salir del ascensor. De sólo imaginar lo que podría ocurrir me dolieron los testículos.
Otro riesgo era que el portero eléctrico estuviera averiado. Apoyé la oreja contra la puerta. Ningún ruido. Toqué el timbre y corrí a ocultarme en las escaleras. Dejé pasar un par de minutos. Al fin me decidí y regresé con el llavero en la mano. Esta vez demoré bastante en acertar con las dos llaves correspondientes.

¿Para qué querrá tantas llaves un homeless como Libermann?
Esto fue un chiste.

Una vez dentro del departamento me dejé caer en un sillón. Tenía una angustiosa necesidad de tomar un whisky, pero me contuve: era preciso dejar la menor cantidad de rastros. Fui hasta el escritorio de Libermann. Comprobé, con alivio, que la computadora seguía ahí. Era esencial para mi plan.
La encendí y coloqué el disquete que llevaba en el bolsillo. Lo abrí. Había trabajado lo suficiente en esa imagen como para no experimentar otra sensación que la indiferencia, pero el enorme miembro del Hombre Araña seguía pareciendo tan amenazante que volví a sentir una extraña inquietud, como un ahogo. Y calores, debidos seguramente a una secreción de gonadotropinas.
Minimicé el archivo y abrí el programa de correo de Libermann. El muy imbécil había decidido reemplazar su nombre por un seudónimo: “Liber”. Le habrá sonado poético, o romántico, o váyase a saber qué. Con esos locos nunca se sabe.
Si bien su dirección electrónica figuraría como remitente en el e mail, no me pareció apropiado que la tarjeta fuera sin firma. Expandí el archivo de la disquetera e introduje una ligera modificación.

“Podrás dejar de quererme, pero olvidarme, jamás”

Borré la firma de Spiderman y escribí:

“Carlos S. Libermann. Doctor en Filosofía”.

Luego volví a su programa de correo, tecleé la contraseña y al cabo de unos segundos ya estaba en el ciberespacio.
Sentí la consiguiente erección. Mi hipófisis producía ahora testosterona a toneladas.
Envié un e mail a la oficial Quintana. Asunto: “Deseo Incontrolable”.
Y le añadí la tarjeta.
Repetí el procedimiento, cambiando únicamente la dirección de Carola por la del inspector Salvides.
Y me dejé llevar. Ya saben como es eso.
El siguiente e mail lo mandé al Ministerio del Interior, y tuve tiempo de enviar un cuarto a Ernesto Sábato, que había cometido la torpeza de figurar en el buscador Ole. Estaba reflexionando sobre la conveniencia de que también Iraola recibiera su tarjetita cuando escuché la puerta de calle.
¡Otra vez!
¿Es que no podía meterme en la casa de nadie sin que apareciese Iraola a fastidiar?

No sé por qué pensé en Iraola. Carecía de la menor lógica que el subcomisario tuviera las llaves de la casa de Libermann, pero pensé en él. Y en esta oportunidad no tenía un reflector para enceguecerlo, ni somníferos, ni nada. Ni siquiera un miserable rastro de mi erección. Había desaparecido como por encanto, apenas escuché la puerta.
Súbitamente tomé verdadera conciencia de que estaba en la casa de Libermann. No era Iraola quien me sorprendería en tan desairada situación, con mi aterciopelado pirulín fuera de su escondrijo, jadeando sobre el teclado de una computadora ajena. Era alguien muchísimo más peligroso: Sara.
Me refiero a que Iraola podría cubrirme de insultos, dejarme sin trabajo y hasta enviarme a la cárcel, pero jamás, sépase que jamás, hurgaría en mis bolsas tratando de verificar si los testículos están en su sitio.
Desconecté la computadora y apagué la luz casi al mismo tiempo que Sara encendía la del pasillo. Pasó frente al escritorio de Libermann sin dignarse a mirar y entró a la habitación contigua.
Me asomé al pasillo. Si conseguía atravesar los cinco metros que me separaban del living podría luego ir hasta la cocina y escabullirme por la puerta de servicio. Di un paso fuera del escritorio. Y un segundo paso, siempre mirando sobre mi hombro. Y mirando sobre mi hombro fue que la vi salir de la habitación.
El tiempo se detuvo.
La tierra se detuvo.
El universo entero se detuvo, convertido en un inmenso sepulcro. Apenas el sordo rumor del tránsito permitía advertir que todavía había vida allá abajo, en el planeta Tierra.
El rostro de Sara estaba descompuesto. Tenía las piernas abiertas, los hombros alzados y sus brazos colgaban tiesos a sus costados. Un verdadero espantajo. Pero, medio de espaldas, mirando sobre mi hombro, con la pierna derecha en el aire, yo lucía infinitamente peor: un bailarín elefantiásico ejecutando un pas de deux.
Título del ballet: el cisne y el esperpento.
El cisne era yo. Me vino una risa...
Sara salió del estupor y parpadeó. Entonces yo apoyé mi pie en el suelo y me volví hacia ella. Comenzó a gritar.
–¿Qué pasa mujer?
Ella gritó más fuerte.
–Pero ¿qué mierda pasa?
Miré hacia abajo, hacia el sitio donde se habían clavado los horrorizados ojos de Sara: mi pequeño amigo permanecía asomado fuera de su escondite.
¡Qué momento!

miércoles, 30 de marzo de 2011

30. Modelando genes

Abro la página del Eubios Ethics Institute:

“Debido a los rápidos avances en el campo de la genética molecular es en la actualidad posible la aplicación de la terapia genética. Esta consiste, básicamente, en reemplazar por genes correctos aquellos genes defectuosos que están provocando la enfermedad”.

Genes correctos por genes defectuosos. Tranquiliza saberlo.

Abrí los ojos, sobresaltado. La llave del calabozo sonó exactamente igual que la corredera de una automática. Supe que era el fin: me habían dejado más o menos entero, apenas un par de golpes en los riñones cuando me bajaron del patrullero, para este preciso momento de supremo sadismo. Sábato habría finalmente conseguido salir del estupor y ahora me aguardaba en una piecita de los fondos de la comisaría, con un electrodo en cada mano.
Cerré los ojos.
–A ver, Hardy, arriba. El comisario quiere conocerte.
¿Quién era Hardy? Espié a través de las pestañas. El agente estaba de pie en el vano de la puerta, con las manos en la cintura.
–Vamos, gordo, arriba. No te hagás el remolón porque la vas a pasar mal.
Aunque hubiera veinte a mi alrededor siempre sabría quién es el gordo.
Me senté y eché una ojeada al calabozo. No había nadie más fuera de Libermann. Seguía tendido en el asiento, cubierto hasta la nariz con su marchito saco de casimir inglés, tan rígido como una víctima del Vesubio. Sólo sus ojos parecían vivos, agrandados por el terror a la próxima erupción.
–El comisario debe querer reírse con las aventuras de Ernesto Sábato.
–¡Cállese!
La noche anterior yo había informado al oficial de guardia sobre las actividades de su subordinado. No me había tomado en serio. Y comentó el caso con el resto del personal. Ahora este imprudente se disponía a repetir mi declaración a voz en cuello, en presencia de Libermann.
El imprudente avanzó un paso dentro de la celda.
–¿Me vas a pegar?
Carajo, me encontraba en la situación de un killer del Far West. Había sentado de una trompada a un policía y ahora todos sus compañeros pretendían desafiarme. Hice un gesto de desconsuelo que bien podría interpretarse como una negativa y me puse de pie.
–Vamos –dije.
El imprudente se interpuso en mi camino.
–¿No me vas a pegar?
–Déjeme pasar.
–Pasá.
Pasé.
–Pirulo...
Me volví hacia Libermann.
–…por favor –dijo– no hagás más cagadas.
Asentí: Libermann tenía razón. Ayudé al imprudente funcionario policial a ponerse de pie.
–Vamos.
–Sí, sí –dijo el imprudente funcionario policial.
Me precedió al despacho del comisario, abriéndome paso.
El comisario era un rubio con pinta de gerente de marketing de una trasnacional. Conversaba con Iraola.
–Los dejo solos –dijo el comisario con una sonrisa. Iraola no sonreía. Yo tampoco.
–¿Qué carajo está haciendo? –escupió Iraola.
Era una pregunta retórica porque sin darme tiempo a que le explicara lo de Sábato me cubrió de insultos. Algunos, como “monstruo infame”, “cerebro de mosca” o “bestia anormal”, si bien no me resultaron novedosos, tenían al menos el justificativo de la disfunción glandular. Pero "borracho", "vicioso" o "pederasta" estaban completamente fuera de lugar. En primer término, porque no era verdad que yo hubiese querido sodomizar al inspector Salvides –¡la versión había llegado hasta los oídos del mismísimo Jefe!– y segundo, porque aun de haber sido el caso –agregué imprudente– Salvides estaba lejos de ser un suave y cándido efebo en condiciones de sucumbir a los ardores de un gordo libidinoso.
Un pequeño microbio recorría los laberintos del cerebro de Iraola devorando hasta la última partícula de cordura, posiblemente un efecto secundario del ácido lisérgico. Interpretó mis palabras como le dio la gana.
–Quiere decir que si Salvides fuera joven...
–No.
–...y hermoso...
–Eso sería imposible.
–...usted...
La situación me estaba causando gracia. Ya saben como es eso, me dejo llevar.
–Debería también ser lampiño –dije con una sonrisa– y tener pectorales lo suficientemente desarrollados, como para asirse, al estilo Isabel Sarli. Y un culo como el de mi hermano.
–El de su hermana... –intentó corregir Iraola.
–No, mi hermano está en mejor forma.
Iraola se puso violentamente de pie. Se tambaleó al alzar el bastón por lo que su golpe cayó bastante lejos de mi cabeza, destrozando un bonito portaplumas obtenido por el comisario a cambio de algún acto de corrupción extraoficial.
El comisario abrió la puerta del despacho.
–¿Qué está pasando?
–Rompió el portaplumas.
Señalé los restos del soborno. Un error, pues el siguiente bastonazo de Iraola me acertó en la mano.
–Cálmese –dijo el comisario.
Le había hablado a Iraola, pero Iraola parecía ahora más tranquilo, casi satisfecho se diría. Era yo quien saltaba en el despacho restregando mi mano entre las piernas.
–Mastúrbese ahora –dijo Iraola con resentimiento–. Como si ya no hubiera hecho bastante.
El comisario se volvió hacia mí. Parecía auténticamente horrorizado.
–Eso no es verdad –expliqué– me acaba de pegar con el bastón. Usted lo vio. Además, rompió su portaplumas.
–Yo ya no creo ni en lo que veo ni en lo que escucho. Primero usted con esa historia de que el cabo Galíndez es Ernesto Sábato. Y de que se aparece en la pantalla mientras usted patrulla. ¿Qué carajo puede patrullar un PCBC?
Abrí la boca para responder pero Iraola me silenció.
–¡Chitón! –ordenó– Esa es información reservada. Una palabra y no sale de cárcel por quince años. Está en el contrato –añadió, tratando de amedrentarme.
Lo consiguió.
Al comisario no le gustó mucho la idea de que hubiera información a la cual no podía tener acceso.
–¿Qué patrulla?
–Mis labios están sellados.
–Mejor así –dijo Iraola–. De todos modos, no sé que será de usted después de lo que hizo.
El comisario nos miraba alternativamente, sin comprender muy bien que ocurría. ¿Acaso yo había hecho algo más que pegarle al cabo Galíndez?
–Se quiso coger al inspector Salvides en un velorio –explicó Iraola.
Primero había sido Hilda López Vázquez. Ahora Salvides. No era posible que todo volviera a comenzar una y otra vez. Me eché a reír, una reacción nerviosa típica del hipotiroidismo. Iraola la tomó por jactancia. Ya se sabe: cree el ladrón que todos son de su condición.
–Se acabó. Mañana mismo procederé a anular su contrato.
La rueda del tiempo había dado un giro completo y me encontraba nuevamente en el punto de partida, a un paso de buscar alojamiento en casa de Rolo. Ahora que había descubierto sus secretas inclinaciones sadomasoquistas la perspectiva era menos halagüeña que nunca. No creí que pudiera soportarlo. Cualquier noche a Rolo se le daría por colgarse del arnés para que le azotara su redondo culo de muchachita. O algo peor. Rolo era capaz de cualquier cosa. Lo supe la noche en que me amenazó con el cañón de la Mágnum.
¿Habría limado la mira?

Una vez que los agentes consiguieron inmovilizar a Iraola, empeñado en silenciar mis carcajadas a bastonazo limpio, el comisario me envió a la sala de guardia, donde el propio Ernesto Sábato me devolvió mis efectos personales.
–Ya nos volveremos a ver, gordo de mierda.
El diagnóstico del doctor López Vázquez ya era de dominio público. Una gravísima falta de ética que denunciaría a la brevedad al Colegio Médico. Pero ahora debía ocuparme de Sábato. Apreté los dientes.
–Como te me vuelvas a aparecer en alguna red voy a venir a buscarte, hijo de puta.
Sábato hizo una sonrisa canchera, pero creo que logré preocuparlo.

Ya en la calle aspiro el fresco aire de la mañana. Los paraísos en flor siguen oliendo a azahar.
¿A mis múltiples padecimientos debo ahora agregar las alucinaciones olfativas?
No puedo dejar de pensar en el momento de llegar a casa para entrar a neurociencia. Pero recuerdo a Hermosilla. Le haré una consulta. Es el único médico en quien confío: no tiene ninguna vinculación con el doctor López Vázquez. Ni con Libermann.

A propósito: Libermann quedó detenido, en averiguación de antecedentes.
A propósito bis: tengo su llavero. Ernesto Sábato me lo dio por error.

sábado, 19 de marzo de 2011

29. Cara a cara con Ernesto Sábato

Pasé un día en blanco, únicamente interrumpido por una llamada de Johnny. Libermann había telefoneado a la Brigada. Cuando le dijeron que yo estaba de franco pidió hablar con el inspector Meneses. Un tarado lo pasó con Salvides.
–Fue todo medio raro –dijo Johnny– y ahora Salvides está muy deprimido.
Corté con Johnny y llamé a Libermann. Me atendió la empleada doméstica. Libermann no estaba en casa, no podía informarme donde había ido ni a que hora regresaría. Pero me dio un número, para que probara.
Probé. Era el consultorio.
–Por esta semana el doctor ha suspendido todos los turnos –dijo la secretaria. Debía tener una bombachita rosa, con volados, por lo engreída. Me dio una bronca…
–Soy un amigo personal.
Pidió mi nombre y al fin me comunicó con Libermann. Apenas escuchó mi voz Libermann se echó a llorar. Tenía una crisis de nervios. Le propuse encontrarnos y me citó para esa misma tarde en el pequeño bar de la calle Lavalle, donde se había convertido en un personaje muy popular. Cuando llegué firmaba autógrafos a un grupo de marineros griegos. Lo noté muy desmejorado.
–Sara me echó de casa.
Le aconsejé tranquilizarse.
–Si no hubiera ido... –Libermann se sonó la nariz. Había desistido de usar pañuelo y limpió sus dedos en el borde de la mesa. Su caída era más vertiginosa de lo que había previsto. Por un momento me apiadé de él. Luego recordé. Recordé.
–Seguí –dije, seco, duro, indiferente al sufrimiento humano, onda Robert Mitchum.
–Nada de esto habría ocurrido. Quiero decir, si hubiera estado yo para recibir el fax.
Mi fax. El Hombre Araña...
–¿Qué fax? –pregunté, en cambio, aguantando la risa.
Libermann abrió el portafolio y buscó en su interior hasta encontrar el fax.
–Mirá.
Hubo un murmullo en el bar. Una puta descendió del taburete frente a la barra y vino hacia nosotros.
–¿Qué tenés ahí, corazón?
Era una morocha bajita, casi enana, de incongruente peluca rojiza. Encaramada en sus zapatos de plataforma debía llegarme a la altura del cinturón, pero no crean que me excité. Ella tampoco me prestó atención. Se acodó en el hombro de Libermann.
–¡Oh la la!
El bolichero, en puntas de pie, trataba de ver desde la barra. Los griegos cuchicheaban entre sí. Libermann, inmune a la realidad, había apoyado el fax sobre la mesa.
–Guardá eso –dije por lo bajo.
–Me llamo Susy –dijo la puta.
–¿Te parece que se puede mandar esto a una casa decente? –Libermann alzó la hoja y la mostró a la concurrencia. Agradecí al cielo que fuera escasa.
–¿De quién es? –preguntó Susy.
–De él– dije.
Miró a Libermann con aprobación.
–Y tenías esa pinta de mosquita muerta...
–Sara recibió esto –se lamentó Libermann.
–No sabés cómo la envidio –dijo Susy.
–Por favor, señora –me encrespé–. ¿Podría hacernos el favor de retirarse?
–¿La querés toda para vos, gordito? Ya me parecía que tenías pinta de trolo.
–No es homosexual –dijo Libermann distraídamente–. Tiene un trastorno glandular.
Me puse de pie. Miré a la mujer desde lo alto. Ella retrocedió a su pesar. Entrecerró los ojos. Enfrentó el pulgar y el índice, apenas separados por una pequeña luz.
–Así chiquita la debés tener.
Sentí que la sangre transformaba mi cara en una remolacha.
–Vámonos –dije.
–No hinchés, Pirulo –dijo Libermann.
–¿Pirulo? –rió la mujer– ¡Pirulo!
El barman también rió. Los griegos cuchicheaban.
–No le bajaron los testículos –comentó Libermann.
Susy dio un paso hacia mí.
–¿Me dejás ver?
Me cubrí la entrepierna con las manos. Desgraciadamente en una de ellas aún sostenía el fax.
–¡Uy, miren lo que sacó! –exclamó Susy.
El barman rió. Los griegos aplaudieron.
–Dejate de joder, Pirulo –protestó Libermann– No es momento de bromas.
–Vamos –insistí.
Sentí en la espalda una corriente de aire. Susy miró hacia la puerta y regresó a la barra con displicencia.
–Sentate –susurró Libermann.
Me negué. No pensaba continuar en ese antro un minuto más. Giré para encarar hacia la puerta y choqué contra un policía.
El policía me miró como si yo fuera una gran montaña de nada. Después bajó la vista hasta la altura de mi cinturón.
–¿Qué es eso?
–Un fax –dije.
Volvió a alzar la vista. Me miró a los ojos. Hizo un amago de sonrisa. Sonreí a mi vez.
–Muy gracioso.
Asentí.
–¿Y tiene documentos el Señor Gracioso?
–El Señor Gracioso está conmigo –dijo Libermann.
–¿Y usted quién es?
–El doctor Libermann.
Libermann trató de incorporarse, sin éxito. Era evidente que no resistía bien el alcohol.
–Bueno –dijo el policía–. Los dos vienen conmigo.
–Federal en comisión –susurré.
–¿Qué dice?
Di un paso hacia el policía y le repetí mis palabras al oído. Se secó la cara con la manga del uniforme.
–¿Tiene identificación?
Se la di.
–PCBC –parecía pensativo, pero no lo estaba: era otro sádico. No demoré en comprobarlo–. ¿Dónde trabaja?
De conocer mi secreto a Libermann le bastaría sumar dos más dos.
–No puedo revelarlo.
El policía asintió.
–Agente secreto.
–Algo así –repuse.
–James Bond.
Me estaba tomando para el churrete.
–Llámeme como guste.
–Sí, James Bond. Apenas lo vi me di cuenta de que era James Bond. Y yo soy Ernesto Sábato.
Mi hipotálamo saltó en la silla turca. Algo ha de haberse roto dentro de mi cabeza porque comencé a ver a través de un velo rojizo.
–¡Hijo de puta!
El bar quedó tan silencioso como si acabaran de detonar una bomba neutrónica.
–Hijo de mil putas –insistí.
Escuché un murmullo a mis espaldas.
–Pirulo... –gimió Libermann.
Sábato, por su parte, parecía no comprender y me miraba boquiabierto, sin atinar a nada.
–¿Por qué no te dejás de hinchar las pelotas? ¡Me tenés harto!, ¿sabés?
Sábato fingía sorpresa e inocencia. Eso acabó por sacarme de las casillas. Le tiré una trompada.

martes, 8 de marzo de 2011

29. Una visita providencial

Este sería el momento indicado para tomarme vacaciones, pero apenas si me corresponde un día de franco. Estoy impresionado de lo poco que vale una Madre para la ley laboral. Un día. Artículo 63: fallecimiento de familiar directo.
Mi cuñado y mis sobrinos también podrían considerarse familiares directos. Junto a mis dos hermanos harían cinco días...
Desecho la idea –tendría que perpetrar una masacre– y pido médico, a través de Johnny. No me atrevo a hablar con Salvides. Ni quiero saber de él, pero de todos modos Johnny me informa que no bien llegó se metió en su despacho y no ha vuelto a salir. Miro el reloj: son casi las dos de la tarde.
–Con suerte se habrá muerto –digo.
–Con suerte –reconoce Johnny.
Cuelga. Vuelvo a la cama y duermo hasta las cinco. Me despierta el timbre. Es un hombre bajo, con una gran cabeza, tórax ancho y brazos y piernas tan cortos como arqueados.
–Hermosilla –dice.
Le tiro una trompada.
–El doctor Hermosilla –aclara, desde el suelo.
Es correntino o paraguayo y de lejos se ve que tiene trastornos glandulares. Me apiado de él. Lo consuelo. Frunce el ceño y recuerdo a la mujer del colectivo que se apiadó del cartel que yo llevaba en la espalda: “Cerdo capón”. La compasión es el sentimiento más innoble y destructivo que es capaz de albergar el alma humana. Reconozco mi falta de tacto y le pido disculpas. Lo observo con atención: tiene un tic nervioso que le provoca un incesante temblor en los labios. Pobre tipo, pienso, pero esta vez me cuido de hacer cualquier clase de comentario.
–Bueh, hémonos aquí –digo para quebrar el hielo.
El doctor Hermosilla pregunta qué me pasa.
Nada”, voy a responder, pero recuerdo que es el médico de la policía.
–Murió Mamá.
El doctor asiente.
–Y me bajó la gonadotropina.
Parpadea. Tiene más tics de lo esperado.
–Es un problema de la hipófisis –para aclarar el punto me señalo la cabeza–. La tengo perezosa.
Pregunta si estoy bajo tratamiento. No comprendo. Por alguna razón parece alterado.
–¿Tiene algún diagnóstico?
–Hace muchos años.
–¿Y recuerda qué le dijeron?
–Que era un gordo de mierda.
El rostro de Hermosilla estalla en una sucesión de tics. Su hipófisis debe andar peor que la mía.
–¿Un médico le dijo eso?
–El doctor López Vázquez. ¿Lo conoce?
Hermosilla menea su gran cabeza.
–Y al doctor Libermann ¿Lo conoce?
Frunce el ceño, tratando de hacer memoria.
–Me temo que no.
–¡Pero usted no conoce a nadie, viejo!
Hermosilla mete la mano en el bolsillo del saco. Retrocedo, con los brazos en alto. Estos guaraníes son jodidos. Se comieron a Solís, por ejemplo. Pero no me presta atención y escribe en un recetario.
–¿Dónde cumple servicio?
–En la División Computación. Es todo lo que me está permitido revelarle.
Asiente.
–Le doy tres días –dice
–Es por la hipófisis... ¿Me encuentro muy mal, doctor?
Me estudia con la mirada. ¡Está haciendo un diagnóstico!
–No podría decírselo –miente–. Le aconsejo pedir turno en el Churruca.
Lo acompaño hasta la puerta.
–¿Puedo hacerle una pregunta?
Toma aire. Puedo.
–¿Los trastornos glandulares se deben a una mala combinación genética? Quiero decir –me apresuro a aclarar–, una combinación defectuosa de genes o incluso una combinación normal pero de genes defectuosos ¿puede provocar este tipo de desarreglo? Póngale que uno tiene el hipotálamo torcido...
–Bueno... Hay teorías –Hermosilla se agita. He logrado despertar su interés. Vaya uno a saber cuántas veces habrá pensado si su deforme cuerpo no es sino otra aberración genética– Pero se conoce muy poco al respecto.
Comprendo.
–¿Y puede ser hereditario?
Pienso en mis sobrinos.
–No estoy en condiciones de asegurarlo.
–¡La ciencia está en pañales! –exclamo.
–Sí –admite Hermosilla.
Le palmeo el hombro.
–Usted es un gran médico. Cuídese.
Se mete al ascensor y no vuelvo a verlo, pero me dio tres días de vida.

Entré en neurociencia.com
Increíble: si ustedes cortan longitudinalmente la cabeza de un ser humano en la dirección que va de los frontales al occipucio y luego, venciendo la repugnancia, observan el interior, verán, de fuera hacia adentro, en primer lugar, la caja craneana. Luego, pegadita a ella, ocupando prácticamente toda la superficie, desde la frente hasta la base del cráneo, el neo-cortex. Seguidamente, una sección en forma de medialuna que alberga al sistema lúmbico. Y en el centro de la esfera craneana, asentado sobre la silla turca como Zeus presidiendo el Olimpo, el hipotálamo, en persona.
No los aburriré con detalles: bástenos saber que el hipotálamo tiene tan sorprendente multiplicidad de funciones que podría considerárselo el mismísimo alma humana.
Una de esas funciones es la regulación del sistema endocrinológico.
Un mal funcionamiento endocrinológico puede provocar trastornos en el comportamiento.
Ya lo sabía.
¿Lo sabrán también los médicos del Churruca?
Por las dudas no pediré turno. Podrían no renovarme el contrato y deberé regresar a casa de Rolo, en peores condiciones que nunca.
La relación con mis hermanos se ha deteriorado.

En el cementerio, luego de pegarme con la cartera, Elena se alejó del brazo de su marido. Mi copiloto los siguió de cerca. Había recorrido unos pocos metros cuando se dio vuelta y me saludó con la mano. Llevé la mía a la sien derecha e hice la venia. Mi copiloto sonrió. A los muchachos les gusta esa clase de cosas.
Rolo, en cambio, se fue sin una palabra. Un gesto descomedido de su parte: al fin y al cabo yo también acababa de perder a mi madre.
Quedé solo ante la tumba mientras los peones la llenaban de tierra.
–Adiós– dije.
Los tipos continuaron paleando, como si nada.
–En mi país se saluda, carajo.
Alzaron la cabeza a un tiempo. Se veían como rústicos autómatas neanderthalenses.
–Disculpe –dijo uno de ellos–. Pensamos que se despedía de su mamá.
–¿¡De mi mamá!? ¡Ella está muerta!
–Por eso...
Ambos parecían convencidos de la razonabilidad de la insólita respuesta. Me picó la curiosidad.
–¿Ustedes conversan con los muertos?
El que había hablado se enderezó y me miró de mal modo. Tenía dos manos del tamaño de cacerolas de hierro. Y una pala. Comencé a retroceder y luego me di la vuelta y me alejé presuroso hacia la salida en busca de un poco de cordura.

Regresé a casa solo, y en subte. En el trayecto me sorprendí pensando en mi sobrino, en la mutua atracción que nos ejercíamos.

Salgo de neurociencia y coloco el disquete número 2 de Caról.
Curiosidad: Iraola tiene varicoceles. Lo descubrí ampliando una imagen.
Me gusta jugar con las imágenes. Se puede hacer casi cualquier cosa con ellas.
Abro otra fotografía. Es una de las últimas que tomé de Johnny, luego de dormir a Iraola. Dejamos al subcomisario en el pasillo y volvimos al estudio de la oficial Quintana. No hacía falta una ampliación para advertir que Johnny tenía una notoria necesidad de terminar el trabajo.
Quedo unos minutos maravillado de la plasticidad del cuerpo humano. Pongo manos a la obra y procedo a eliminar todo rastro de la oficial Quintana. Relleno ahora la superficie. Me demanda más de tres horas de concentrada labor. El Hombre Araña queda de rodillas sobre la roja alfombra del estudio. Apunta poderosamente hacia mí.
Se me alteran las gonadotrofinas y río.
Después me aboco a colocar el texto, con sumo cuidado: es preciso calcular muy bien el espacio, diseñarla de manera que parezca una tarjeta de salutación. Por fin queda lista.
Podrás dejar de quererme, pero olvidarme jamás.”
Firmado:
“Spiderman”

Vuelvo a reír. Mis ojos están llenos de lágrimas. Moqueo. Parezco Libermann. En adelante tomaré menos, prometo. Me calmo e imprimo varias copias de la tarjeta.
Le envío una a Libermann, por fax.
Voy a la heladera y abro otra botella.

Pregunta para el doctor Hermosilla:
“¿Los trastornos glandulares pueden verse agravados por la ingestión de bebidas alcohólicas?”

Sorpresa: tocan el timbre. Abro la puerta y me encuentro cara a cara con mis sobrinos. Los dos: el copiloto y el mecánico. Nos abrazamos. El mecánico se excusa por no haber ido al velorio.
–Me hace mal –dice.
–Macanas –interviene el copiloto–. Lo que pasa es que anda peleado con los viejos.
Los viejos son la víbora y el escarabajo. Lo miro apreciativamente.
–Jorge me contó del velorio –dice el mecánico. Deduzco que Jorge es el copiloto–. Y me entraron unas ganas locas de verte.
Me sonrojo.
–Le pedimos tu dirección al tío –agrega el piloto.
Esto me desconcierta. ¿Qué tío? Luego recuerdo a Rolo. Me abstengo de revelarles las extrañas costumbres de su tío buen mozo, y asiento, bonachón. Estoy muy contento de la visita, digo. Los convido con una copa y charlamos de generalidades. Intento descubrir qué temas pueden ser de su interés.
–¡La computación!– responden al unísono.
A mi juego me llamaron. Les dicto una breve conferencia sobre las nociones más elementales de la informática. De a poco, comienzo a descubrir que conocen del tema tanto o más que yo. Como para recuperar el ascendiente menciono mi trabajo en la División, pero sin entrar en detalles. Abren los ojos. Intercambian una mirada. Al fin el copiloto se decide.
–¿Sabías que la policía tiene una Brigada Internet?
–¡No! –exclamo, tratando de asimilar el golpe. La existencia de la Brigada ha sido conservada en el más riguroso secreto.
–Lo descubrimos hace un tiempo, navegando.
A partir de ese momento no paran de hablar de la internet. Los escucho pacientemente. Al fin pregunto:
–¿A ustedes les interesaría trabajar en esa Brigada?
–Todo lo contrario –dice el mecánico.
Todo lo contrario”. Trato de entender qué significa.
–Son unos turros –explica el copiloto.
–Quieren coartar la libertad de información.
–Internet es el único espacio democrático del mundo.
–Cualquiera tiene a derecho a decir lo que le cante.
–Y de acceder a toda la información disponible.
–Es la paradoja del capitalismo.
–El germen de su destrucción.
–No hay Poder.
–El Poder es de todos
–El Poder es de los Usuarios.
Mis ojos iban saltado de uno al otro a medida que desenrollaban su atolondrada proclama subversiva. No puedo creer lo que oigo: mis sobrinos son hackers. Jamás había pasado por mi cabeza que en mi familia pudiera haber un guerrillero electrónico ¡y ahora resulta que hay dos!
Les pregunto si entraron en algún archivo. Vuelven a intercambiar miradas. Ahora es el mecánico quien se anima. En varios, dice.
–¿Y en la Brigada Internet?
–Varias veces. Pero ahí no pasa nada.
Asiento, comprensivo. Soy el tío simpático que entiende todo.
–Preferimos los archivos y bancos de datos.
–Ah –digo.
–Pero hay un tipo que entra siempre a la Brigada.
–Ernesto Sábato –acota el mecánico–. Parece que agarró de punto a un policía medio pelotudo.
Me atraganto. La tos debe haber disminuido la irrigación de mi hipotálamo, porque a continuación me dejo llevar. Y les doy una dirección electrónica. A ver si encuentran algo, digo.
Mis sobrinos se van. Bajo con ellos hasta la calle. Es una tibia noche de primavera y los paraísos en flor perfuman el aire con aroma de azahares.
Eso me pareció muy extraño

sábado, 26 de febrero de 2011

28. Una nueva calumnia

Como una babosa, o una actriz porno en el tramo final de una larga decadencia, me había deslizado lentamente a lo largo del tronco del árbol hasta quedar desmadejado en el piso, sin fe ni yerba de ayer.
–Levantate gordo –dijo Johnny. Noté preocupación en su voz cuando preguntó–. ¿Qué te pasa, viejo?
Yo estaba destrozado. Y le conté, le conté todo. Fue imposible no mencionar a la señora López Vázquez. Y a Deseo.
–No puedo creerlo –repetía Johnny una y otra vez–. No puedo creerlo
Pero lo creía. Y a diferencia de muchos otros no se burló de mí. Apoyó una mano en mi hombro.
–Calculo que te puedo ayudar.
Lo miré como si fuera un ángel. Un Enviado, a eso me refiero.
Sacó una tira de aspirinas del bolsillo.
–Tengo esto.
Lo hubiera sentado de una trompada, pero el que estaba en el suelo era yo.
–Y esto.
Sostenía en la palma de una mano la tira de aspirinas y en la otra una calcomanía del correcaminos.
–Andá a la mierda –dije.
Johnny sacudió la mano derecha. El correcaminos apenas si se movió.
–Una muestra de ácido lisérgico que acabo de recibir de México. Tres dosis. Hay que pasarles la lengua, pero no del lado de la goma.
Me animé un poco. Aún había alguna esperanza, una lucecita al final del túnel.
–Y esto... –Johnny revoleó la tira de aspirinas– Metilenedioxim...
Me incorporé de un salto.
–Dejame ver.
Le arrebaté la tira de aspirinas.
–Dice “aspirinas”.
–Claro, si va a decir “éxtasis”…
–En serio es...
Johnny asintió con un cabeceo.
–Tendría más efecto si la administráramos con alcohol.
Salí como un rayo. A las pocas cuadras encontré un boliche que decía Drugstore. El kioskero por poco se desmaya cuando le pedí un cajón de whisky. Al fin regresé con tres botellas de whisky, dos petacas de coñac y diez litros de caña. Las vacié en un balde junto a la mitad de las tabletas. La otra mitad la distribuí entre los termos de café y el botellón de agua. Nada debía quedar librado al azar.
El brebaje tenía un gusto indefinible, con un dejo a madera e insecticida. Lo endulcé con dos paquetes de azúcar y tomé un par de vasos. Me pareció que estaba listo.
Repartir licor entre los asistentes fue un toque de distinción. Todos lo reconocieron. Lo serví en unas copitas pequeñas que encontré en el office y recorría la sala con una bandeja.
–¿Un licorcito? ¿Un licorcito?
Todo el mundo aceptó al menos una copa. A Salvides le conté ocho. Después me distraje. Carola se había levantado del sillón y se dirigía a la salita donde mamá descansaba ya sin sobresaltos. Rolo había permanecido junto al cajón durante las últimas dos horas. Carola se ubicó a su lado. La hija de puta estaba aplicando las enseñanzas del general Liddlehard. Me había usado y luego usó a mi sobrino para aproximarse a Rolo.
Ya no me cupo duda: debía ayudar a mi sobrino. Yo tenía la calcomanía en el bolsillo y me preguntaba cómo diablos hacer que la lamiera sin despertar sospechas. Ahora estaba solo: era mi oportunidad.
Antes de proceder envié a Johnny con una bandeja con licor y café, a preparar a Carola. Johnny aceptó gustoso y se dirigió a la salita. De camino, Salvides le arrebató un par de copas, pero alcanzó a llegar con la oferta casi completa.
Me desentendí del asunto y me concentré en el próximo paso. Metí la mano en el bolsillo y saqué la calcomanía. Era un poco infantil para mi gusto pero confiaba en que mi sobrino me siguiera la corriente. Yo era el tío excéntrico y divertido que fabricaba aviones en la terraza.
–¿Qué hacé, gordito?
Me di vuelta y me encontré con Marilín, la muñeca inflable.
–Servite –dije poniendo la bandeja entre nosotros.
Marilín alzó una copa. La vació de un trago.
Cuando dijo Dame Otra su boca avanzó hacia mí, redonda como una enorme sopapa, pero la bandeja nos mantenía a una distancia aceptable. Además, las copas concentraban la atención de Marilín.
Se echó al conducto una segunda
–Salud –dijo.
Pasó la lengua por el borde de los labios.
–Está riquísimo
Tenía el gusto estragado y las pupilas vidriosas. Deduje que venía de alguna fiesta erótica en un criadero de cerdos.
–Tomá un poco, gordito. Te va a alegrar.
Yo había tomado algo más de un poco, cosa de no quedar fuera de la juerga que se avecinaba, y mantenía el equilibrio a fuerza de moverme lentamente, con las morosas evoluciones de un aerostato. Marilín pretendía acelerar el ritmo.
Señalé hacia la salita
–Mirá, ahí está Rolo.
Marilín hizo un mohín imposible
–Hoy quiero jugar con el hermanito.
–Yo encantado –acerté a decir–. Y Carola también.
Bizqueó tratando de repetir el nombre. No pudo.
Volví a señalar hacia la salita.
–No se despegó de Rolo en toda la noche.
Se volvió furiosa y chocó con Salvides que venía por una nueva dosis.
–Boludo.
–Que boquita –dijo Salvides.
El diminutivo no me pareció apropiado, pero Salvides debía estar ya bastante caliente con tanto éxtasis. Se tambaleó.
–¿Se puede correr?
–Me estoy corriendo –explicó Salvides–. Me estoy corriendo.
Yo no lo dudaba.
Marilín se volvió hacia mí.
–Por favor, hacé algo. Este borracho me molesta.
Salvides trató de componer algún gesto, pero su rostro era una masilla disolviéndose en alcohol. Retrocedió dos pasos y avanzó uno. Apoyaba el índice contra su pecho pero sin conseguir articular palabra. Decidí ir en su auxilio.
–Señorita –dije–. Este señor es mi Superior.
Salvides abrió los brazos. Por fin yo reconocía la realidad.
–Gordito, no sabés cuanto te quiero –exclamó.
–¡Están borrachos los dos!
Marilín empujó a Salvides y se tambaleó rumbo a la salita donde reposaba mamá.
Salvides volvió a la carga, pero yo mantenía la bandeja delante mío, en medio de los dos. Aprovechó para tomarse otra copa. Entonces vio la calcomanía.
–¿Qué tenés ahí?
–Nada –dije–, cosas de mi sobrino.
–Dejame ver, dale.
Alargaba el brazo por sobre la bandeja, girando a mi alrededor, pero yo mantenía la mano alzada, fuera de su alcance.
–¿Oia? ¡Es el correcaminos!
Acepté que, en efecto, lo era.
–¡Que lindo! Prestámela, gordo.
Mas allá alcancé a ver que Rolo torcía el brazo de Marilín y la arrastraba fuera del velatorio. Carola quedó sola junto al féretro de mamá, mirando en mi dirección. Con sorpresa advertí que varios comenzaban a hacer lo mismo mientras Salvides giraba en torno mío, dando saltitos. Cuando comprobó que era mucho más bajo que yo y jamás podría alcanzar la calcomanía, tomó una decisión desesperada. Necesitaba un punto de apoyo y vaya a saber qué lo llevó a pensar que ése bien podría ser la bandeja. Descargó su peso en un extremo, la bandeja se inclinó, las copitas rodaron y golpearon contra el piso un segundo antes que el propio Salvides. Detrás lo hice yo, arrastrado por la bandeja, que no había atinado a soltar.
El círculo se estrechó a mi alrededor. Escuché los gritos de Salvides, aplastado bajo mi peso.
Alguien dijo “Pirulo se está cogiendo a un comisario”.
Quise aclarar que era apenas un inspector y que yo no estaba haciendo nada, más que intentar ponerme de pie. Pero resbalé en el licor y volví a caer sobre Salvides.
–¡Socorro! –gritaba Salvides–. ¡Sáquenmelon!
¿Qué melón?
Miré desconcertado hacia el círculo de caras. La boca de Carola era más grande y redonda que la de Marilín. Johnny tenía las manos sobre la cabeza como uno de los monos de la justicia. Mi sobrino aplaudía. Tuve un vahído y todo comenzó a dar vueltas hasta que Rolo me alzó de los pelos de la nuca, me arrastró a lo largo del salón y me arrojó dentro del office.
–No te mato acá mismo por la memoria de mamá.

Permanecí en el office hasta la madrugada, cuando los empleados de la pompa fúnebre aprontaron a mamá para su traslado definitivo.
Fui al cementerio en el coche de los parientes lejanos y asistí al sepelio en silencio, flanqueado por mis hermanos. Cuando echaron la primera palada de tierra me embargó la emoción. Palmee los redondos traseros de mis hermanos, tan iguales entre sí.
–Ahora que somos menos –dije– vamos a estar más unidos.
Elena me dio un carterazo.